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Foto: Cortesía Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo

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Rossini en Bogota: un Fígaro hecho en Colombia

El 21, 23 y 25 de agosto se presenta en el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo una versión única de ‘El barbero de Sevilla’, encabezada por el director colombiano Pedro Salazar y boyante de talento nacional. La puesta en escena marca un antes y un después en la ópera colombiana.

Sandro Romero Rey*
23 de julio de 2019

Este contenido surge de una alianza entre ARCADIA y el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo

¿Quién es el creador de una ópera, de una puesta en escena teatral, de una coreografía? ¿Aquel que inventa la historia, aquel que concibe la partitura con sus signos sagrados, o también participan en el acto creativo los responsables de su representación? ¿Deja de ser Hamlet un tesoro del teatro inglés cuando se lo inventa en Japón, en Australia, en Brasil? Aunque pareciera que ciertas preguntas desde hace muchos años ya tuviesen respuesta, no deja de ser pertinente recordarlas –tanto las preguntas como las respuestas– cuando se está ante experiencias como la de El barbero de Sevilla, que a finales de agosto se presentará en el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo, en coproducción con la Ópera de Clombia. Y las reflexiones se multiplican si se mira el reparto, tanto el artístico como el técnico, y el futuro espectador se da cuenta de que la gran mayoría de sus responsables son colombianos. ¿Eso marca alguna diferencia?

La explicación al sutil accidente de la nacionalidad se puede ejemplificar en el caso del director Pedro Salazar, responsable de la puesta en escena del presente Barbero. Tras realizar sus estudios en Estados Unidos y Francia, Salazar se ha convertido en un creador esencial dentro de las nuevas generaciones de creadores colombianos. Desde su trabajo como asistente, su nombre no representaba el simple puente entre el director y Un Fígaro hecho en Colombia; permitía entender, más bien, por qué a veces dicho cargo debe denominarse “asistente del director”.

Es decir, Salazar era el ejemplo de cómo un joven artista se pone al servicio de una aventura creativa hasta convertirse en parte de la voz de un montaje. Con los años, Salazar ha tomado vuelo propio y ha combinado los grandes títulos (Macbeth, Otelo) con “nuevas” dramaturgias (The Pillowman, El feo, Piedras en los bolsillos), pasando por el llamado “teatro comercial” (Entretelones, No sé si cortarme las venas o dejármelas largas), la ópera (La flauta mágica, Don Pasquale) y el teatro musical (María Barilla). En todas ellas hay un denominador común: querer dar el gran salto, aceptar una experiencia de vida o muerte, correr el riesgo de vivir una aventura en el mundo del arte como si fuera la última. No en vano, Salazar comenzó su inmersión en los laberintos operísticos como asistente de dirección de un genio: el desaparecido Patrice Chéreau, nada menos que en su puesta en escena de Tristán e Isolda, de Wagner, junto con Daniel Barenboim, en el Teatro alla Scala de Milán. Los años han pasado y Salazar multiplica sus experiencias creativas en Nueva York o Brasil, pero nunca ha querido perder la apuesta de consolidar equipos de trabajo en Colombia.

Con el suyo se juntan otros talentos inobjetables, empezando por el gran Valeriano Lanchas, quien celebra veinticinco años de carrera interpretando el rol que lo llevó a triunfar en el Metropolitan Opera House. Su voz y su presencia son garantía de un espectáculo que se baña de nuevos registros y sensibilidades, y esto le ha representado las venias y los aplausos que consolidan su genio. A esto hay que sumar la dirección musical de Alejandro Roca y la participación de la Orquesta Filarmónica de Bogotá, el reparto que complementa Paola Leguizamón –reciente ganadora del Concurso Maria Callas en Sao Paulo–, Pablo Martínez, Sergio Martínez, Jacobo Ochoa y Julio Escallón e invitados especiales como Borja Quiza y Sara Catarine. A ellos se unen silenciosos y sensibles artistas como el escenógrafo Julián Hoyos –colaborador de Salazar en muchas aventuras escénicas–, el vestuario del tristemente desaparecido Adán Martínez –uruguayo radicado en Colombia– y Sandra Díaz, apoyados en el diseño de luces de Jheison Castillo. Cerrando los créditos, el Coro de la Ópera de Colombia completa el registro de una recreación que se convierte en interpretación de un mundo con los acertijos de nuestra época y de nuestra sensibilidad. 

Desde hace mucho tiempo, todos los que le han apostado a la ópera en el país habían soñado con una producción cuyos responsables fuesen nacionales. En el pasado, las óperas se hacían con una fuerte presencia internacional y se complementaban con alguna colaboración local. El barbero de Sevilla es una apuesta en escena en que los de la casa se encargan de liderar el impulso creativo y convertir los sueños de Rossini y Beaumarchais en un universo que les plantee nuevos misterios a los espectadores. Pero ¿cuál es la diferencia, por ejemplo, entre El barbero dirigido por Dario Fo en la Opéra Garnier en París y El barbero de Salazar y su equipo? Como buen hijo de los escenarios de su país, a Pedro Salazar le interesa que su montaje se sostenga no solo por la música, sino también por lo que le interesó a su dramaturgo, un francés que, mediante la saga de Fígaro, interrogó los dos mundos en que vivió: el de la Francia galante prerrevolucionaria y el del nuevo mundo que nació tras la revuelta. El barbero de Sevilla es una opera buffa con múltiples trampas, un divertimento que, como el teatro de Molière, interroga mientras divierte, pellizca mientras se tararean sus melodías eternas.

*Romero es escritor, docentre y realizador. Autor de Género y destino (U. Distrital, 2017).

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