Niña en la fila del agua. Crónica fotográfica de los barrios Belén, El Guavio y Los Laches de Bogotá, 1948. Archivo fotográfico de Sady González / BLAA

2012

Memoria por correspondencia, Emma Reyes

Diego Garzón
24 de enero de 2014

Hace dos años, la joven editorial Laguna Libros publicó Memoria por correspondencia, que contenía 23 cartas que la pintora Emma Reyes, desconocida para la gran mayoría de la gente, había enviado en 1967 a su amigo el historiador Germán Arciniegas. El boca a boca hizo del libro un fenómeno editorial, sin precedentes para una pequeña editorial. ¿Qué tenían esas cartas que tantos lectores quedaron conmovidos? En ellas narraba su infancia, una infancia que es la misma de millones de niños en Colombia.

Emma Reyes nació en 1919 pero bien podría haber nacido hoy y contar su primer recuerdo nuevamente, como si lo contara por tanta gente, en esa casa donde vivía, que en realidad era de una “sola pieza”, sin ventanas, sin luz eléctrica ni inodoro. “En esos medios uno nace sabiendo lo que quiere decir hambre, frío y muerte”, escribió, tal y como pasa hoy con niños que se multiplican en medio de la miseria. Cuando la “señorita María” salía, la dejaba encerrada ahí horas enteras, “no tenía más luz que la que entraba por las grietas y el grande hueco de la chapa”. A las difíciles condiciones de pobreza en las que creció Emma y que narra en la primera carta, le siguen desgarradores episodios que también suceden hoy con tanta frecuencia que ya no parecen asombrar a nadie: niños abandonados por doquier. En los noticieros es normal ver cómo encuentran niños recién nacidos envueltos en bolsas de basura, abandonados por ahí, en potreros, calles, a la entrada de hospitales.

Emma tenía poco menos de cuatro años cuando vio que “el niño” que acababa de tener la señorita María, esa señora que cuidaba de ella y de su hermana Helena y que pudo ser su mamá, fue abandonado en un canasto, al frente de una puerta. “Creo que en ese momento aprendí de un solo golpe lo que es injusticia y que un niño de cuatro años puede ya sentir el deseo de no querer vivir más y ambicionar ser devorado por las entrañas de la tierra. Ese día quedará como el más cruel de mi existencia”, escribió Reyes. Pero vendría algo peor: su propio abandono. La señorita María también la abandonó a ella, junto a Helena, y le esperaban muchos años –hasta que se convirtió en adulta– en un convento de monjas que veían en cualquier gesto humano una posibilidad de pecado. “¿Quién te dio afecto en esa infancia?”, le preguntó alguna vez Gloria Valencia de Castaño. Y ella respondió: “No creo que tuviéramos ese tipo de preocupación, lo nuestro era el pecado, salvar el alma, no ser malas, tenerle miedo al diablo...”.

He oído muchos comentarios de lectoras de Memoria por correspondencia que se identificaron con los relatos de Emma Reyes porque también crecieron en conventos o colegios de monjas. También crecieron rezando el rosario diariamente, recibiendo castigos crueles, y educadas para una vida de resignación frente a un destino desolador. Emma Reyes creció en las décadas de los años veinte y treinta y los tiempos han cambiado, pero no del todo. Según ella misma, solo hasta que se escapó del convento, ya después de los 18 años, pudo aprender a escribir. Lo hizo como pudo, y en las cartas originales, que escribía a mano, se ven errores de ortografía que evidencian su endeble educación. La educación, esa palabra tan trajinada y que cada tanto los políticos sacan a relucir como bandera de campaña, sigue siendo el problema fundamental de Colombia. Todavía estamos lejos de que todos los niños tengan acceso a ella, en un país en que tantos de ellos deben trabajar antes que estudiar. Emma pasó buena parte de su infancia cosiendo bandas presidenciales y bordando manteles para las señoras de la alta sociedad, como pago por una deficiente alimentación en el convento.

Emma Reyes quería que sus cartas se publicaran después de su muerte, en el 2003, y que las regalías de ese libro sirvieran para ayudar a niños huérfanos de Colombia. El lugar escogido fue la Fundación Hogar San Mauricio en Bogotá, que da alojamiento y educación a 150 niños que comparten con Emma, un siglo después, su historia. Entre ellos han construido una familia.

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