Héctor Abad Gómez con su familia. Semana

2006

El olvido que seremos, Héctor Abad Faciolince

Por: María Paula Laguna

El médico Héctor Abad Gómez siempre creyó que las palabras eran la mejor arma para combatir la barbarie y la injusticia. En El olvido que seremos cuenta su hijo, el escritor Héctor Abad Faciolince, que ese entusiasmo con el que denunciaba los horrores de un país tan desmemoriado a veces rayaba en la ingenuidad. En más de una ocasión, recuerda, su papá se quedó solo, con pancarta en mano, mientras participaba en marchas y manifestaciones del Comité para la Defensa de los Derechos Humanos de Antioquia porque confundía los carros antimotines de la Policía con los camiones de la basura, o porque simplemente no se daba cuenta, en medio de sus apasionados discursos, de que un escuadrón del Ejército había llegado a dispersar la multitud.

“Se arriesgaba mucho, pero casi todos pensaban: al doctor Abad no le harán nada, a él nunca lo van a tocar, todos saben que no es sino bueno”. Pero las amenazas llegaron y, como él mismo lo había anticipado en sus columnas y disertaciones, agentes del Estado en alianza con los paramilitares estaban “exterminando la inteligencia”. Lo silenciaron el 25 de agosto de 1987, junto al también profesor universitario Leonardo Betancur. Hoy sus nombres hacen parte de una estadística macabra: de los 23.161 asesinatos selectivos –documentados– que ocurrieron en Colombia entre 1981 y 2012, según un informe reciente del Centro de Memoria Histórica. En ese número caben desde intelectuales y sindicalistas hasta militantes políticos y líderes comunitarios. Todos los que se atrevieron a pensar distinto y a hablar en voz alta.

De allí el valor histórico de El olvido que seremos. Además de ser el retrato amoroso de un padre y del universo privado de una familia en Medellín, es sobre todo el retrato de miles de víctimas que ha dejado el conflicto. Una herida tan honda como la muerte violenta de un ser querido tarda en cicatrizar, y por eso Abad Faciolince reconoce que tuvo que esperar más de 20 años para encontrar el tono adecuado, “sin un exceso de sentimentalismo, que es siempre un riesgo grande en la escritura de este tipo”. Y sin un ánimo de retaliación, que equivaldría a continuar el ciclo interminable de la violencia. “No hemos soñado el uno con el otro para pedir venganza, sino para abrazarnos”, explica en el libro.

El resultado es un homenaje al hombre y a su valentía. Cuando Abad Gómez supo que lo iban a matar, le confesó a su amigo Carlos Gaviria que si eso llegaba a suceder quizás no sería en vano. “Yo no quiero que me maten, ni riesgos, pero tal vez esa no sea la peor de las muertes; e incluso si me matan puede que sirva para algo”. No fue sino que lo asesinaran para que quienes lo reemplazaron en la dirección del Comité también cayeran, uno a uno, en una cacería de brujas que se extendió por el resto del país. Puede que su muerte, efectivamente, sí hubiera sido titular de una semana, pero la palabra escrita rescató su vida para siempre del polvo del olvido. Y de paso rescató otras historias igual de dolorosas, trágicas e injustas.