Fotograma de la película

2009

Los viajes del viento, Ciro Guerra

Por: Giuseppe Caputo

Presentada por distintos críticos como “una road movie a lomo de burro”, Los viajes del viento narra la historia de un juglar, Ignacio Carrillo, que decide cumplir una promesa: devolver a su dueño el acordeón –un acordeón con cachos– con el que ha tocado de pueblo en pueblo durante años. Para ello emprende un viaje, al inicio del cual se le une Fermín, un adolescente que quiere ser músico y busca a alguien que le enseñe.

La pareja recorre el norte de Colombia, desde Majagual (Sucre), en la ribera del río Magdalena, hasta Taroa, más allá del desierto de la Guajira, para cumplir la promesa, porque “una promesa es una promesa”. Durante el trayecto, Fermín escucha que el acordeón que han de devolver está maldito: que Guerra, el maestro de Ignacio, se lo ganó al diablo en una piquería y que, para vengarse, el diablo hizo que “todo aquel que lo toque viva convertido en un juglar, tocando de aquí pa’llá y de allá pa’cá, sin sentar cabeza. Hasta que se muera”.

La historia alrededor del instrumento presenta, entonces, la itinerancia, el nomadismo, como una maldición; la película, por su parte, muestra que no hay tal maldición. Con paisajes que nos dejan estupefactos y canciones para bailar el dolor –música que pide a la muerte “que se espere” y señala que “el que tiene es el que pierde”–, cada escena transforma la movilidad de los personajes, su travesía y desarraigo, en una bendición.

En Los viajes del viento, el paisaje, la historia oral y la música convergen, como convergen en la costa Caribe de Colombia. El retrato de esta trinidad, indisoluble, es contrario a cualquier caricatura o lugar común sobre la Costa: de ahí la importancia de esta obra.

Hacia el final de su viaje, Ignacio y Fermín cruzan el desierto de la Guajira. No es gratuito que sea un desierto el paisaje último que deben ver, atravesar, para devolver el acordeón y cumplir la promesa: porque al ser una metáfora del vacío, como nos lo ha recordado la chilena Alia Trabucco, el desierto evoca nociones de soledad, contemplación y revelación divina, al tiempo que hace alusión a la pérdida, a la desorientación y a la muerte: la belleza del país y la tragedia nacional se fusionan en ese paisaje.

La pareja, entonces, se enfrenta a la raíz misma de la palabra –desierto, del latín desertare y deserere, que significa abandonar, dejar, renunciar– cuando llega a su destino, y la desterritorialización, la maldición o bendición de su itinerancia, recomienza.