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Diego Maradona al ganar el Mundial de fútbol de México 1986

Especial Mundial: Metáforas del fútbol

Argentina: Un hombre, un equipo

"El pasado Mundial de Fútbol me dejó una moraleja interesante: más vale tener como base al mejor equipo del mundo (Barcelona) sin su mega-estrella, que contar con el mejor del mundo (Messi) sin un equipo sólido alrededor". El escritor Eduardo Berti escribe sobre la selección Argentina.

Eduardo Berti*
23 de mayo de 2014

El pasado Mundial de Fútbol me dejó una moraleja interesante: más vale tener como base al mejor equipo del mundo (Barcelona) sin su mega-estrella, que contar con el mejor del mundo (Messi) sin un equipo sólido alrededor. Más vale ser la España de Del Bosque que la Argentina de Maradona como entrenador. El pasado Mundial también confirmó, más allá del flojo papel argentino, que cada vez son menos las selecciones que exhiben un auténtico funcionamiento de equipo. En tal sentido no fue casual que Uruguay diera la sorpresa: contaba con Forlán, Suárez y otros buenos jugadores, pero ante todo Óscar Tabárez logró una cohesión colectiva.

Mi impresión es que las selecciones llegan a los mundiales con más problemas que antes: jugadores agotados por la agenda profesional (¿no convendría que el Mundial se jugase en enero o febrero, plena temporada europea, antes del cansancio y las lesiones finales?), muy poco tiempo para trabajar en los días previos y, además, el fenómeno creciente de la “diáspora” que afecta sobre todo los países exportadores más pobres.

Ignoro si alguien hizo un estudio estadístico a fondo acerca de esto último. Mi sospecha es que hay tantos o más jugadores argentinos repartidos por el mundo (Italia, Inglaterra, Rusia, España, México, Chile…) que la suma de todos los jugadores, titulares y suplentes, de nuestra empobrecida primera división local. La llamada “legión extranjera” no solo dificulta la cohesión (¿cómo armar un equipo con jugadores tan dispersos?), sino que plantea un problema nada menor: qué criterio fijar para optar por los mejores jugadores cuando los parámetros comparativos no son simples. Por supuesto, nadie duda de la calidad de los cracks: Messi, Agüero, Di María, Higuaín. Pero a la hora de formar una defensa (la gran deuda pendiente de la Argentina), ¿es mejor un defensor que se destaca en una liga discreta que un defensor “siete puntos” en una liga mucho más exigente? Cuando el 80% de los candidatos a integrar el seleccionado jugaba en el fútbol local, este dilema casi no existía.

Pocos países como Argentina o Brasil pueden darse el lujo de dejar afuera a jugadores que otras selecciones recibirían con los brazos abiertos (Diego Maradona en Argentina 1978, Ubaldo Fillol en México 1986, Ramón Díaz en Italia 1990, Fernando Redondo en Francia 1998, Javier Zanetti en Alemania 2006, “Cuchu” Cambiasso en Sudáfrica 2010 y, así parece, Carlos Tévez en Brasil 2014) o, más aún, de proveer jugadores a otros equipos: desde Trezeguet con Francia hasta Camoranesi con Italia, por citar casos recientes. La oferta es tan grande que, se cuenta, hace años la prensa francesa le preguntó al técnico de turno de la selección qué pensaba de Gabriel Heinze (eran tiempos en que Heinze era figura en el Paris Saint Germain) y el técnico confesó que no tenía muchos datos acerca de él. Se me objetará, con razón, que esto último ocurrió siempre: que Italia fue campeón en 1934 con algunos jugadores argentinos, que Di Stéfano fue aplaudido no solo en el Real Madrid sino incluso en la selección española, que allá por 1978 estaba Quiroga en el arco peruano… Pero hoy la oferta es tan vasta y dispersa que no asombra, en consecuencia, que al entrenador de turno (por más bueno o malo que sea) le cueste armar algo parecido a un equipo. Más si añadimos otro contratiempo: los jugadores se venden al extranjero cada vez más jóvenes, circunstancia que impide establecer “pequeñas sociedades” (dúos, tríos… cimientos para un equipo) basadas en un conocimiento previo, como el que existe por ejemplo entre Messi y Agüero gracias a su experiencia común en conjuntos juveniles, o como el entendimiento Di María-Higuaín gracias a su paso por el Real Madrid.

Cuando en México, en 1986, Carlos Bilardo armó un equipo (era un equipo, eso no puede negarse a pesar de sus altibajos) alrededor de Maradona, echó mano a jugadores que se conocían muy bien: el dúo Giusti-Burruchaga que había integrado el Independiente campeón del mundo en 1984, el dúo Giusti-Maradona que se conocía de 1979. Algo así hoy parece difícil y explica un poco, creo yo, las falencias colectivas y las más recientes desilusiones. Lejos quedaron los tiempos en los que el aficionado podía recitar, más o menos de memoria, la formación del seleccionado y no (como hoy) solamente los últimos tres o cuatro apellidos, los de esa súper delantera tan envidiable como insuficiente. Pero ¿debería sorprender cuando lo mismo sucede, a escala humilde, en el fútbol local, donde los equipos (Boca, Ríver, San Lorenzo, Rácing, Vélez…) llegan a desmembrarse en pleno campeonato? La incertidumbre de una sociedad que empieza el año sabiendo lo que vale un kilo de pan, pero no lo que valdrá en ocho meses, se parece demasiado a la del hincha que no sabe cómo va a terminar formando su equipo.

Si César Menotti marcó un antes y un después para el fútbol argentino, esto no fue tanto por la victoria de 1978 como por el hecho de que, a partir de su gestión, hubo una real continuidad laboral a nivel del seleccionado, con el objetivo de armar equipos sólidos. Todo lo contrario a lo que sucedía hasta el mundial de 1974, cuando (según relató algún futbolista de entonces) en pleno campo de juego, a punto de empezar el primer partido de Argentina en esa copa del mundo, dos jugadores se estrecharon las manos por primera vez y se dijeron “mucho gusto”. Las últimas desventuras de los equipos argentinos me hicieron pensar que, peligrosamente, parecemos volver a aquellos tiempos de 1974. Máxime cuando, tras el final de la era del entrañable José Pekerman, se ha perdido uno de los mejores instrumentos de cohesión: una política seria y exitosa con los equipos nacionales de juveniles.

Hay un conjunto de síntomas que permiten comprobar el peso que tiene el fútbol en la Argentina: desde las elegantes peluquerías femeninas con partidos en las pantallas de TV hasta los adolescentes que se pasean por la calle tarareando no un tema de rock, sino un cantito de una “barra brava”. Uno de los síntomas más explícitos consiste en ver la cantidad de imágenes, metáforas y expresiones idiomáticas que provienen del fútbol: patear para adelante, transpirar la camiseta, quedarse en orsai, jugar a la defensiva, patear en contra, despejar, ser un crack, pedir la hora, colgarse del travesaño… Compárese, por ejemplo, con el considerable volumen de figuras inspiradas en la carne o en el asado y se verá que el fútbol “gana por goleada”, por usar una de las tantas expresiones. A la inversa, es muy frecuente que se tome al fútbol (sus resultados, su realidad en el campo de juego y también en las tribunas) para hacer con él metáforas de la realidad argentina.

Cito esto porque (pese a que nada impide que Messi, Agüero y un par de “iluminados” más den, tal vez, una sorpresa en Brasil) la peligrosa mezcla de mal equipo y excelentes jugadores vuelve a parecer tentadora como metáfora o síntoma de un país cuyo fracaso en términos de proyecto colectivo resulta más doloroso y más singular si se piensa en el talento y el ingenio individual de buena parte de su población. Lo mismo se dijo con las derrotas en varias finales del equipo argentino en la Copa Davis de tenis (si se acepta el exitismo de que salir subcampeón tiene algo de fracaso), y estas metáforas tientan porque son fáciles. Para mostrar que la cosa es más compleja allí están el equipo de básquet, la selección de hockey femenino o la mística del rugby de Los Pumas: ejemplos de equipos con cohesión, resultados e identidad. Ejemplos que, más que nunca, los que dirigen el fútbol argentino tal vez deberían estudiar y considerar a manera de inspiración. Caso contrario, aquel chiste de hace un par de décadas (que en la Argentina todo anda mal, excepto el fútbol) corre el riesgo de volverse, pronto, pasado de moda.

*Escritor argentino.

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