Home

Especial

Artículo

Carlos Gardel

especial educación sentimental: el tango

De cada amor que tuve tengo heridas

Por: Jaime Andrés Monsalve. Bogotá.

"El poeta hace un inventario de cada amor que tuvo porque, al igual que el ser humano real, el protagonista de los tangos es un reincidente sin remedio".

Muy pocos tangueros llevaron una vida de tango. La gran mayoría fueron padres de familia y esposos abnegados; con rutinas de artista, éxitos mayores o menores, y aventuras no necesariamente emparentadas con el desarraigo o la tribulación. Carlos Gardel no sentía nostalgia por estar anclao en París; nunca se trenzó a cuchilladas (la única vez que se enfrascó en una situación violenta trató de conciliar y se llevó un impacto de bala) y, sobre todo, jamás cayó en el remolino azaroso del amor que cantó en temas como Cuesta abajo o Tomo y obligo. Su filosofía al respecto era más cercana a la alegría de la milonga que a la desazón del tango: para qué hacer infeliz a una, pudiendo hacer felices a muchas, dicen que decía.

Puestos a hacer un inventario de los músicos de tango que llevaron una vida consecuente con su arte (como Andrés Cepeda, compositor y delincuente muerto a cuchilladas; o como Luis Cardei, cantante destrozado por la polio y la hemofilia que Tomás Eloy Martínez convirtió en inefable objeto de culto en la novela El cantor de tango), hubo un artista cuya cotidianidad transcurrió en comunión con su creación. Basta echarle un vistazo a la historia de amor larga y tormentosa del poeta José María Contursi con la protagonista real de su tango Gricel, para entender cómo nacieron líneas de este tenor: “Tengo el corazón hecho pedazos”, “angustia de saber muerta ya la ilusión y la fe”, “mi vida toda fue un engaño”, “sombras nada más entre tu amor y mi amor”. Ernesto Goldar calificó esas letras como capítulos de una “lírica confesional” en la que “el poeta sabe que el amor trae desdicha”.

Lo que Contursi supo de primera mano lo intuyeron sus colegas compositores. Enrique Santos Discépolo asegura que “el amor es un viejo enemigo / que enciende castigos y enseña a llorar” (Canción desesperada). Homero Expósito sabe que antes que amar, “primero hay que saber sufrir” (Naranjo en flor). Cátulo Castillo pone la sal restante en la herida cuando recuerda cómo “quisiste con ternura, y el amor / te devoró de atrás hasta el riñón” (Desencuentro).

La letra del que es considerado el primer tango-canción de la historia, de 1917, es el reclamo de amor de un hombre abandonado en lo mejor de su vida. “Sabiendo que te quería, / que vos eras mi alegría / y mi sueño abrasador”, dice el poema de Pascual Contursi –padre del atribulado José María–, punto de partida del tango como género por excelencia del desamor, la infidelidad, el sentimiento no correspondido y, por añadidura, de la maldición (“has de morir / condenada a ser capricho, / a no ser jamás mujer”, Pobre milonga, de Romero y Jovés), de la venganza (“Todo se arregla en esta vida fiera”; No es más que yo, de Dizeo y Mandarino) o la dipsomanía (“Eche, mozo, más champán / que todo mi dolor bebiendo lo he de ahogar”; La última copa, de Canaro y Caruso). A partir de ese tango fundacional que es Mi noche triste, el hombre que languidece enamorado y muere en soledad acaba con el protagonismo del malevo de antaño, que se blandía a navajazos no por amor, sino por honor. Borges, mientras, lamentaba cómo “una filosofía de puñales lentamente se anula en el olvido”.

“Porque el tango es macho, porque el tango es fuerte”, asegura un poema llevado al disco por Julio Sosa. Una génesis en la que tuvo gran responsabilidad la actividad prostibularia en los barrios porteños de La Boca y Barracas, una danza en la que el hombre es quien lleva la posta (“La milonguera perfecta es una sombra que se adapta a los movimientos masculinos”, dice la sicóloga Magali Saikin en su excelente monografía Tango y género), más un desarrollo que dejó prácticamente de lado a las mujeres como no fuera en el papel de cantantes, casi siempre vestidas de hombre –con las contadas excepciones de las autoras Maruja Pacheco Huergo, Eladia Blázquez y María Luisa Carnelli, que firmaba sus tangos a nombre de Luis Mario para que les prestaran atención–; todo eso explica por qué el género rioplatense es pasto por excelencia del machismo. A menos que se trate de la madre, en cuyo sagrado honor nacieron temas como Manos adoradas, Consejo de oro o Que nunca me falte, nada hay más desconfiable y errático en el tango que la mujer en tanto compañera sentimental. Y si de relaciones hablamos, poco tan sagrado y celebrado como la amistad y los códigos de honor entre hombres, como lo ponen de manifiesto los temas Amigos que yo quiero o La barra de la esquina.

Pero en el género el machismo no consiste solo en ser el más fuerte, sino en ocupar el papel de víctima cuando corresponde. No basta con blandir el puño: ante las realidades de la vida como el abandono del hogar o la infidelidad, el tango se muestra benévolo con el hombre (“Es el destino que me arrastra a serte infiel”; Si soy así, de Botta y Lomuto) e implacable con la mujer (“No mereces ni el balazo / que un hombre decente te acaba de dar”; Anoche a las dos, de Cayol y De los Hoyos). Un ejemplo redondea esa ambivalencia: en Amablemente, milonga muy breve con poema de Iván Diez, un sujeto le perdona la vida a otro al encontrarlo en flagrancia con su mujer, diciéndole que “el hombre no es culpable en estos casos”. Un par de líneas después y luego de mostrar pasmosa serenidad, el cornudo se acerca a la mina “y luego, besuqueándole la frente, / con gran tranquilidad, amablemente, / le fajó treinta y cuatro puñaladas”.

Así las cosas, mientras que “es condición de varón el sufrir” (Sentimiento gaucho, de Canaro y Caruso), la mujer “al nacer, del engaño hizo su sentir. / Miente al llorar, miente al reír” (No te engañes, corazón, de R. Sciammarella). Y entre la desdicha y el reclamo, pero sobre todo entre esas marcadas diferencias en el rasero con que se miden los géneros, así nos enseñaron los tangos lo que es el amor.

“De cada amor que tuve tengo heridas, / heridas que no cierran y sangran todavía”, cuenta el tango Tarde, de José Canet. El poeta hace un inventario de cada amor que tuvo porque, al igual que el ser humano real, el protagonista de los tangos es un reincidente sin remedio. Por eso mismo, si nos atenemos a esta manera particular de querer, hay que recordar el consejo algo más esperanzado de Homero Expósito en El milagro: “Si es amor, corazón, y regresa, / hay que darse al amor como ayer”.