Sobre un sillón hay varios libros, verdaderas joyas: portadas en tela, en cuero, marquesinas en papel con dibujos hechos a mano en las que aparecen caras de negros en la selva, unos gallos de pelea clavando los picos, las alas de un ángel, una paloma. Hay uno verde, y adentro, estos versos: “Un día / limpios los huesos / el coco del cráneo / lleno de agua / bañados de luz / un día”. Firma el caucano Horacio Benavides, ese poeta portentoso y en las sombras. El sillón está en la casa de Iván Hernández, que se bebe con paciencia un café que él mismo cosechó en una finca del suroeste antioqueño, donde las montañas se levantan como farallones que rodean el río Cauca. Son las 10:00 de la mañana de un lunes, pero Iván todavía no despierta del todo.
El apartamento es grande y el comedor está separado de la sala por dos bibliotecas —evocación de escaparates antioqueños muy viejos— en las que hay libros clásicos y una primera edición de Memoria por correspondencia (Laguna Libros, 2011), de Emma Reyes, “el mejor libro que se ha hecho en Colombia en muchos años”, dice Iván, que empieza a despertar por la obra narcótica del tinto, servido en un pequeñísimo pocillo que apenas agarra sin meter los dedos dentro de la oreja. Desde la ventana entra una luz blanquecina y abajo suena una de las quebradas que vienen de la montaña oriental de Medellín. Entre los libros hay una edición de carátula en tela negra, con breves enredaderas estampadas, de Los heraldos negros, de César Vallejo: “Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé/ Golpes como del odio de Dios”.
Frailejón Editores es el nombre de la editorial de Iván, quien dirigió durante 15 años, desde el primer hasta el último libro, la colección Cara o Cruz de Editorial Norma, que en los años noventa publicó grandes clásicos dividiendo cada ejemplar en dos: por un lado, la obra y, por el otro, un reseña biográfica del autor y de la obra. Iván también fue editor de la editorial de la Universidad de Antioquia y profesor de la misma universidad durante casi 30 años, donde enseñó literatura anglosajona y contemporánea hasta que se jubiló. Hace poco dictó un curso en la maestría en Escrituras Creativas de la Universidad Eafit.
—Estoy todavía un poco dormido, porque por la mañana no soy sujeto, pero trato de concentrarme.
Iván nació en Ibagué, pero su vida y sus tradiciones son paisas. Con Norma publicó dos novelas: la primera fue Las hermanas, que cuenta la historia de Raquel y Sara, basada en la historia de su abuela y la hermana, quienes vivieron en su niñez y adolescencia en el nevado y luego bajaron a vivir a Ibagué, donde murieron aferradas, una a su orgullo y dureza, la otra, a la humildad y la dulzura de corazón. Ambas, a la fe ciega. Él mismo dice que esa novela —que tiene un lenguaje medido, austero, con bellas imágenes y una que otra conversación, pero en la que termina pasando poco— es solo viento. Iván dice que no fue el escritor que quiso ser, aunque Álvaro Mutis, Carmen Balcells —que le escribió una carta elogiosa donde le proponía representarlo— y William Ospina, entre otros, celebraron sus novelas. Iván sigue escribiendo con la misma persistencia, con el mismo talento.
—Me gusta mucho la labor de editor. Primero, soñando con hacer los libros; luego, con las dificultades que se presentan, a veces en la edición del texto o en la consecución de los derechos. También me gusta mucho pensar en los detalles de diseño y en la diagramación y trabajar con el autor. Cuando el libro aparece y lo tengo en la mano, realmente me pongo muy contento, porque es una idea que se realizó.
—¿Cómo elige lo que va a publicar?
—A mí me gusta la buena literatura, me gusta editar libros que a mi juicio sean muy buenos y eso más o menos lo he cumplido. En Norma me permitieron hacer los libros que quería. Por momentos, el establecimiento escolar quería los mismos autores y libros, pero fue una pelea bastante bonita. Finalmente se trataba de ofrecer nuevas oportunidades, que no fueran siempre los mismos autores trillados. Quería abrir el abanico a otras literaturas, más allá de lo que se pensaba que era la literatura para los jóvenes.
Iván viste una camisa de cuadros y aún lleva el pelo mojado que le escurre un poco por la frente. Su voz es pastosa y dulce; los ojos, azules, que de tan apagados parecen negros. Aparece en la sala Mayito, la mujer morena que le ayuda con las cosas de la casa. Trae más tinto y el aviso de que en la portería del apartamento está la empresa de envíos, que le ha llegado un paquete. Iván no esperaba nada, pero resulta que sí. Recibe el paquete. Son 100 páginas de papel importado italiano firmadas por el escritor quindiano Carlos Alberto Castrillón, quien publicará con Frailejón el poemario Noticias de Gaza. Todos los libros de Frailejón vienen firmados por el autor y numerados, de 1 a 500, a veces de 1 a 100; los derechos son de los autores; se les paga con el diez por ciento de los libros publicados, nomás. Con cada libro, Iván se embarca en una empresa dispendiosa: una vez está la edición definitiva, le hace el envío al autor, quien firma cada ejemplar en puño y letra. Es parte del lujo, de regodearse en una pequeña obra manual.
—Me retiré de la Universidad cuando me jubilé y quise hacer libros, pero no era fácil porque no contaba con las posibilidades económicas de montar una editorial grande. Empecé a buscar y me encontré con que se podía hacer una con las características de Frailejón. Comenzamos con una colección de poesía colombiana, autores colombianos, escritores de hoy. Así reunimos a algunos de los mejores poetas colombianos de ahora. Empezamos publicando a Piedad Bonnett, a Juan Manuel Roca, a Rómulo Bustos, a Horacio Benavides, a Nelson Romero. A algunos los conocía, eran cercanos, así que les dije: “Si quieren, denme sus libros, hagámoslos; yo trato de hacer ediciones cuidadosas y bonitas”. No hay plata de por medio. A los autores les pago con libros, no les puedo pagar con plata. Poco a poco fuimos encontrando que a muchos de los grandes poetas colombianos de hoy los hemos publicado. Esto fue con la buena voluntad de los escritores, porque de otra manera no hubiera funcionado.
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Es otra mañana de lunes de marzo y en las calles de Envigado venden tamales y morcilla. Aunque el municipio está cerca de Medellín —el límite es apenas una calle muy transitada—, las costumbres se mantienen en el sur del Valle de Aburrá; en sus bares, en sus cantinas, en el comercio, en la plaza de mercado palpita el pueblo montañero. Cerca de la Escuela Superior Tecnológica de Artes Débora Arango está la fachada de una casona vieja con barrotes de hierro en las ventanas, la puerta grande y una imprenta de tarjetas, invitaciones y publicidad. En su interior se encuentra el taller de Pilar Villegas, un pequeño cuarto que huele a pegante y tiene humedad en las paredes. Hay escuadras, marcadores, tijeras, libros, papeles, cartones, una lámpara, una guillotina eléctrica y una prensa manual. Pilar —las manos suaves, una herida en el pulgar izquierdo, delantal azul, gafas encima de los ojos verdes— estudió artes gráficas con enfoque en la producción de libros, en los años ochenta en Italia, cuando todo era manual; un hábito del que nunca se apartó.
—A mí lo que me gusta es el colbón.
Lo que más quiso Pilar durante muchos años fue ilustrar libros infantiles. Sin embargo, encuadernar, trabajar con telas, cueros, maderas y cartones muy finos fue una vocación mucho más fuerte. Cuando pasaron unos años, se capacitó en el Sena y quiso salir a hacer negocio: libros por contrato, álbumes, agendas. Mientras tanto, hacía talleres de literatura infantil para niños.
—En un momento pensé que aquí era bueno que la gente pudiera hacer sus libros y así me encontré con Iván. Empezamos haciendo unos familiares y luego Iván, de creído —se ríe y le guiña un ojo a Iván—, quiso montar una editorial artesanal. Eso al principio era más manejable porque eran 20 o 30 libritos, ahora es más difícil porque son muchos procesos en formatos muy diferentes. Yo me dediqué al taller.
—Tengo más o menos claro lo que quiero, y Pilar interpreta —dice Iván—. Le pido algo y ella dice que no se puede, pero al final lo hace, porque es buenísima.
—Iván sí pone mucho pereque —le responde Pilar, riéndose—. Por ejemplo, a veces llevo 20 libros y resulta que él quería otro formato.
Cada día, Pilar puede encuadernar hasta 15 libros. Une las hojas de papel importado, hace las tapas a la medida, corta las telas importadas, las pega. Se fija que no se pierda detalle, que no queden cortados los párrafos, las estrofas, las ilustraciones.
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El libro es amarillo con lunares de colores. Tiene el lomo azul y cosido a la tela con hilos en cruz. Se llama Parábolas del vuelo —en la marquesina hay un hombre con alas, un Ícaro— y es del poeta cartagenero Rómulo Bustos Aguirre. El poema se llama “La mensajera” y dice: “¿Qué habrá querido contarme la mielera / con su zumbido? / Dio tres vueltas en torno mío / y luego se extravió entre sus propios élitros / Su miel inaudible / Su oscuro evangelio”.
Desde Cartagena, ciudad que soporta con paciencia, Rómulo responde unas preguntas.
—El encuentro con Frailejón fue desde el deseo, en el sentido de que yo conocía los libros de Frailejón, me parecían preciosos, un trabajo artesanal exquisito, con mucho sentido del arte. Y sobre todo, una apuesta por la poesía. Un día me llamó Iván, no lo conocía, y me dijo que le gustaría publicar algo mío. La poesía tiene un estatus paradójico: está por fuera del juego. Es una apuesta arriesgada, y eso es lo que está haciendo Iván.
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Nelson Romero es profesor de Literatura en la Universidad del Tolima y en 2015 ganó el Premio Nacional de Poesía con su libro Música lenta —“En mi casa vive el demonio. / Me echa negrura en la sopa, / negrura en los zapatos / y en los bolsillos negrura. / Es el que me tiene a pan y agua / Me impone la tarea de escribir un libro con negrura / Y si no le obedezco / puede tomarme por las muñecas y arrojarme al abismo. / Así he pasado años fingiendo escribir, / de tanto hacerlo por engaño / uno le va cogiendo amor a la negrura. / Sí, mi escritura obedece al diablo”—, y cree que lo que ha hecho Iván es apostar por la orilla. Su mirada de lector exquisito se concentró en la parte oscura de la literatura, la que cada vez menos tiene las luces de reflectores encima.
—Iván primero es un lector que publica lo que él considera gran poesía. Busca grandes autores en cualquier género. Eso me parece muy importante para un editor independiente, que forme una comunidad de lectores y que esté convencido de su propio olfato intelectual. Esta es una de las editoriales más importantes en Colombia, sobre todo, porque le apuesta a la poesía, género que tiene poca visibilidad. Publica libros artísticos, muy bien cuidados, y publica poetas de otros países poco conocidos. Es un buscador de lo raro.
*Periodista de Semana.