Giuseppe Caputo nació en Barranquilla en 1982. Crédito: Carlos Julio Martínez.

Un mundo huérfano, de Giuseppe Caputo

La cosmología propia de 'Un mundo huérfano'

El debut literario del escritor barranquillero Giuseppe Caputo narra la historia de un padre y un hijo que deciden sobrellevar su escasez material recurriendo a la abundancia simbólica. También trata, con un lenguaje poético, sobre el erotismo, el tiempo y la violencia.

Christopher Tibble* Bogotá
23 de agosto de 2016

A mediados de agosto, los trazos luminosos del cometa Swift-Tuttle alumbraron el cielo. La lluvia de estrellas, anunciada alrededor del mundo, consistió en el descenso hacia la atmósfera de un sinfín de acaloradas partículas de polvo, los restos de la última vez que el cometa se asomó a la Tierra, el 11 de diciembre de 1992. El espectáculo se conoce como las Perseidas porque su brillo proviene de la constelación de Perseo, el semidiós griego. Otros se refieren a esta lluvia cósmica como las Lágrimas de San Lorenzo, pues su pico –el 10 de agosto– coincide con la celebración de ese santo, y con las lágrimas que este derramó mientras quemaba en la hoguera.

Si bien hoy el fenómeno pareciera pertenecer a la ciencia, no es ningún secreto que a través de la historia las culturas han encontrado en sus mitologías la manera de organizar y nombrar el mundo. Y, cada tanto, ocurre que un escritor se emprende en una tarea similar: la de trazar, por medio de su imaginación, una cosmología propia. Ese es el caso de Giuseppe Caputo (1982) y de su ópera prima, Un mundo huérfano, una novela que, mediante un lenguaje estrictamente poético, pulido hasta la saciedad por su autor, funda un universo tan extraño como singular, donde un padre y su hijo deciden sobrellevar la escasez material recurriendo a la abundancia simbólica, en un esfuerzo por, como dice el mismo Caputo, “darles un estatus artístico a las personas cuyas vidas a nadie le importan”.

Cuando le preguntaba, hace años, por mi nacimiento, mi padre me sentaba a su lado, o en las piernas, para hablarme del cielo y las estrellas, y de un planeta en particular que quedaba, según decía, a las afueras del universo… Aunque mi padre, cada vez, inventaba criaturas insólitas, olvidando casi siempre las que había imaginado con anterioridad, una en particular permanecía inmutable en todas sus versiones: el hombre-cometa, que cruzaba el universo a velocidades impresionantes, dejando atrás, en el vacío, pedazos de sí... Su llegada, concluía mi padre, trajo a la Tierra la infinitud de posibilidades que había allá, en el margen del universo.

Un mundo huérfano transcurre en su totalidad durante la noche. La decisión, explica Caputo, nació del deseo de escribir un nocturno, ese subgénero poético de amplia tradición literaria en el que figuran sentimientos de pérdida y melancolía y que se remonta a las composiciones decimonónicas de Frédéric Chopin y Gabriel Fauré. Pero el protagonismo de la noche también corresponde con la homosexualidad del narrador (el hijo), y con esa corriente homoerótica donde se explora la oscuridad en relación con el cuerpo como un lugar de placer, fiesta y violencia. “Entre esos dos polos está la novela –dice Caputo–, entre la algarabía de lo festivo y la oscuridad de la pérdida”.

Padre e hijo viven en un barrio pobre, oscuro y sin faroles, en la Calle de las Luces, cercados por tres enormidades: “La ciudad a un lado –un bosque eléctrico–, el mar al otro, ennegrecido por la ciudad, y el cielo encima, como siempre, reventándose siempre, volviéndose lluvia a veces, un trueno a veces, volviéndose estrellas, volviéndose luna”. Los tres espacios simbolizan, cada uno a su modo, la orfandad. Mientras que la ciudad, un amasijo de los lugares donde ha vivido Caputo (Barranquilla, Bogotá, Barcelona, Nueva York, Iowa), funciona como un espacio anónimo, en el que el narrador encuentra los laberintos para desfogar su deseo sexual, el cielo guarda la imaginada ascendencia y el mar, con sus ofrendas inverosímiles, la ambivalencia espiritual. “Quería que el mar representara lo que ha sido Dios para mí –dice Caputo– primero como un dador que deja cosas, pero que luego se las puede llevar”.

La novela tiene seis capítulos, y cada uno trata alguna preocupación (o interés) de Caputo: la pobreza (o más bien la recursividad ante la pobreza), la violencia, el sexo, la religión, el tiempo (o cómo las emociones afectan la relación de las personas con el tiempo) y la muerte. Caputo inició la investigación en 2011, mientras estudiaba la maestría de Escritura Creativa de la Universidad de Nueva York y la terminó de vuelta en Bogotá, a mediados de 2015, unos meses después de la muerte de su padre. Primero, dice, leyó mucha poesía, después libros sobre sexo, sobre sexualidad, confesiones, teoría queer, así como memorias sobre padres e hijos. Luego armó la estructura, un meticuloso mapa de rimas, personajes y símbolos en el que persiste, como una pátina, un uso lírico del lenguaje.

Era bella, de tan sorprendente, la suciedad del mar: con frecuencia dejaba relojes en la arena, activos muchos, precisos los minuteros y segunderos a la hora exacta. Y con los relojes llegaban palos, algunos de coco y otros de escoba, por lo que Papi a veces barría la espuma, devolviéndola al mar. El mar también traía, entre sus olas, lámparas. Como llegaban apagadas, mi padre decía, cada vez que veía una: “Ojalá una noche la luz sobreviva”. Con ese sentimiento nos devolvíamos a casa, abrazados, despacio, pensando muchas veces en las razones y sinsabores de nuestra pobreza.

La poesía que permea las 216 páginas de Un mundo huérfano interactúa, de la mejor manera posible, con la violencia. Caputo aborda la agresión hacia la comunidad homosexual, por ejemplo, con una serie de cuerpos desmembrados a la orilla del mar, cuya (des)composición se asemeja a una obra de arte. (“Parecían esculturas, esos cuerpos divididos en cuartos y mitades –clavados en estacas, algunos, o empotrados en faroles, algunos, violados para siempre por un árbol–. Parecían de barro, también, y otros, de tan destrozados, parecían barro”). La cercanía entre la violencia y la belleza se debe, según Caputo, a que no son realidades excluyentes: “La violencia no es una destrucción, sino una destrucción creadora, porque produce cosas. Como dice la académica Elaine Scarry, cuando una persona está frente a algo bello, primero se contagia –quiere reproducirla–, después busca que se mantenga presente y finalmente produce en él un cambio de locación. Y creo que la violencia funciona de la misma manera”.

En el tercer capítulo, dedicado al sexo, pero también a la imposibilidad de saciar el deseo, aparece otro tipo de agresión: la que se ejerce dentro de la misma comunidad homosexual, entre sus miembros. El narrador, vestido de mariposa, se adentra en un sauna gay (“...estábamos en un laberinto, y los hombres adentro éramos puertas, paredes o espejos. Caminos, todos, en sí mismos. Túneles, en fin: túneles”). Allí, en un nubarrón de cuerpos y hedonismo, en un espacio donde presuntamente se permiten otros modos de vida, se encuentra con la discriminación por culpa de su atuendo. Con esto, Caputo quería hacer una crítica, por sutil que parezca, a la normalización de la homosexualidad: “La lucha en los años ochenta tuvo un reverso con la epidemia de sida, y todo lo que se avanzó terminó satanizado. Ahora hay una preocupación de que seamos iguales a los heterosexuales, y sí soy crítico de que la escena gay glorifique una masculinidad tradicional. Es nuestra tragedia: nos enamoramos del enemigo”.

Pero la violencia trasciende la esfera de la homosexualidad en la novela. Está también vinculada a la pobreza, que aísla, angustia y rotula, y al hecho de que, cuando la agresión se emplea, convierte en objetos a quienes la reciben. Y es ahí donde Caputo pone en evidencia sus dotes narrativos, afrontando la precariedad con imaginación: permite, en el transcurso de Un mundo huérfano, una comunión entre hechos y símbolos, los superpone. Así, una ventana de un humilde barrio se convierte en una obra de arte, los gritos de los masacrados terminan replicados por una casa que habla y un hombre, anciano e indeseado, se transforma en un columpio.

Pero, latente, bajo las múltiples capas de violencia, símbolos y orfandad, en Un mundo huérfano persiste, como fuerza abrasadora, el afecto: hacia un padre que, de un día a otro, pierde su fortuna y entonces decide recrear el mundo desde la ingenuidad y la bondad; y hacia los desahuciados que, frente a la más cruenta pobreza, develan en pequeñas instancias inmensa ternura. “Hay gestos que en ciertas situaciones se vuelven grandiosos –dice Caputo–, gestos de cuidado en lugares adversos. Me parece que la ternura se subvalora y que puede ser una herramienta política más efectiva que la rabia”.

Al final, Caputo enfrenta la muerte de su padre y el desasosiego de sus múltiples orfandades. Pero recurre, también, a esa palabra que emplea en el transcurso de la novela, que devela la distancia entre las palabras y las cosas, y la posibilidad de encontrar, en su propia cosmología, un alivio: algo.

Caigo –un vacío–. Caigo al mundo donde ya no está él. La gente me aplaude, grita: “¡Buena, mijo, buena!”, y regreso al mar –una vuelta–, a la ciudad, yo solo en el aire. Y entonces algo en el cielo, algo: una luz, un color. La noche termina, dorada y triste.

*Editor de Arcadia