Una inspección de las fuerzas especiales allana la casa de lujo de un narcotraficante en Cali, en noviembre de 1996. Foto: Tom Stoddart Archive/Getty Images.

LITERATURA

‘Los afortunados’, un libro de cuentos sobre Colombia escrito desde la extranjería

De padre estadounidense y madre británica, Julianne Pachico escribe en su lengua materna, el inglés. Pero sus cuentos giran en torno a la Cali de su infancia, y a los efectos de la violencia en quienes más privilegios han tenido en medio del conflicto armado de Colombia.

Felipe Botero Quintana*
24 de julio de 2019

Este artículo forma parte de la edición 165 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

The Lucky Ones, publicado por primera vez en inglés en marzo de 2017 y traducido ahora por Seix Barral al español, es el primer libro de Julianne Pachico. Le valió los elogios de Silvana Paternostro en The New York Times y una extensa reseña en The Atlantic. Marisa Silver, una cineasta y escritora californiana, lo describió como “uno de los debuts más originales e hipnotizantes que he leído en años”. La merecedora de semejante elogio es además colombiana. Pero nosotros aún no sabemos mucho de ella.

Pachico nació en 1985 en Cambridge, Inglaterra, de padre estadounidense y madre inglesa. Cuando llegó al mundo, sus padres llevaban casi diez años viviendo en Colombia. Trabajaban como agrónomos y científicos sociales en Cali, donde permanecieron hasta 2001. Pachico creció entonces entre el mango biche y el río Pance, aunque tan pronto se graduó del colegio hizo un recorrido inverso al que sus padres hicieron unas décadas antes: primero se fue a vivir a Estados Unidos, donde estudió Literatura Comparada, y luego a Inglaterra, donde hizo una maestría en Escritura de Ficción.

No solo el hecho de que Julianne Pachico haya crecido en Cali en los años ochenta y noventa debería llevarnos a leerla. Lo que más atrae es su mirada, particular por su ambivalencia, que revela complejidades de nuestra historia reciente y nuestra realidad actual. Por la lengua en que se expresa, el inglés, Pachico se muestra como extranjera –y para ser leída por una audiencia extranjera–, pero lo que tiene por decir está íntimamente familiarizado con nuestro país.

Se trata de cierto tipo de mirada colombiana, pues Colombias hay muchas –como lo hace evidente Pachico–, y los colombianos vivimos en realidades encapsuladas. Esto es particularmente cierto de quienes nacen y crecen en un entorno “privilegiado” y por ello han estado al margen de la violencia que ha erosionado la vida de la mayor parte de los colombianos en el marco del conflicto armado. Esas personas resultan muchas veces inconscientes del grado de degradación que han alcanzado el conflicto y la realidad socioeconómica que lo fundamenta, e ignoran el rol que ellos y sus familias han tenido en él por el simple hecho de ser colombianos.

Los cuentos de Pachico sugieren, precisamente, que la participación en el conflicto es inevitable. El solo hecho de pertenecer a la estructura piramidal de la sociedad colombiana –que hace que un gran segmento de la población esté al servicio de unos pocos– es ya estar involucrado en él. Y Pachico sugiere que esa participación tiene formas de manifestarse menos evidentes, pero no por ello menos brutales e insidiosas, como la violencia social y la fragmentación producto del clasismo y el racismo en nuestra sociedad.

La mayoría de los personajes forman parte de esa élite, pero en las historias se ven forzados a enfrentar la realidad que padece la mayoría de los colombianos en su cotidianidad. Sea una adolescente caleña cuyos padres dejan al cuidado de una empleada doméstica que desaparece y la deja sola, a la espera de un retorno o un rescate que nunca se da; un profesor gringo secuestrado que imagina dar cátedra de Shakespeare en la selva para evitar la locura; o una colombiana expatriada a quien la culpa y la nostalgia la obligan a devolverse a la Medellín de su infancia –como le sucede a la protagonista de su novela inédita El hormiguero, que se publicará el próximo año en Colombia y Estados Unidos al mismo tiempo–; todos ellos son “afortunados” que en su indefensión, en su desconexión de la realidad que los rodea, en su incapacidad para lidiar con ella, desvalorizan el concepto mismo de “fortuna” y revelan cómo en una sociedad tan desigual como la nuestra nadie está a salvo de la violencia a la que esa desigualdad conduce.

Entre esos personajes hay uno que se destaca por su dualidad y por la volatilidad de su fortuna: Mariela Montoya, hija de un narcotraficante caleño, que estudia en el colegio privado de donde salen la mayoría de los protagonistas de Los afortunados. A través de Mariela y la riqueza de su padre, Pachico explora la manera en que el narcotráfico generó un quiebre en la pirámide social colombiana, abriéndoles campo en la élite a personas que provenían de los márgenes y no habían podido gozar de los beneficios económicos del establecimiento. Pero en lugar de concentrarse en las alianzas que estos “nuevos ricos” establecieron con la clase dirigente colombiana y en el alcance del poder económico y político que lograron amasar –como lo ha hecho la mayoría de series y libros que abordan el mundo del narcotráfico colombiano–, Pachico dirige la mirada a la joven enajenada y solitaria que no puede traducir la riqueza ostentosa de su padre en felicidad ni en bienestar, y que se transforma en una adolescente obesa, incapaz de sostener ninguna amistad, matoneada por sus compañeros de colegio. Mariela es un símbolo del exceso que el narcotráfico trajo a la sociedad colombiana y una metáfora potente del hedonismo irreflexivo y vacío que promueve el capitalismo global, que en último término alcanza su máxima expresión en la cocainomanía y la autofagia visceral a la que este fenómeno ha llevado a Colombia, como lo muestra la autora en su ingenioso cuento “Conejito junkie”.

Otro de los rasgos que caracterizan la obra de Pachico es la vulnerabilidad de sus personajes; o, más precisamente, la forma en que su prosa nos hace entrar en la interioridad de sus “afortunados” y desnuda sus más íntimas inseguridades, miedos, frustraciones, debilidades, culpas, sueños, deseos y fracasos. De hecho, Paternostro describió esa voz diciendo que habla desde una “perspectiva millennial (…) sobre las complejidades de Colombia, llena de angustia existencial”, pues quizás ninguna generación como la nuestra ha estado tan cerca de ver terminado un conflicto, pero se ha visto al mismo tiempo tan abrumada por la complejidad del mundo en la era de la globalización virtual.

Es un gran mérito de Pachico lograr mostrar el estado de confusión, soledad y enajenación que produce enfrentarse a un porvenir tan dotado de posibilidades y, a la vez, tan cargado de las miserias del pasado, con sus inequidades sociales, su violencia y lo que parece ser un descenso en espiral a la destrucción, ya sea por la tragedia ambiental que vivimos o por la polarización política que sigue engendrando conflictos renovados por doquier. Quizá por eso en muchos pasajes de sus cuentos y su novela abundan escenarios posapocalípticos cercanos a la ciencia ficción, que sirven como refugio fantasioso de sus personajes cuando la realidad se vuelve demasiado difícil e incomprensible.

En otras ocasiones no es a un futuro tecnológico al que sus personajes acuden, sino a un pasado idealizado, mítico. A la adolescente caleña abandonada por sus padres le gusta volver a “las novelas de fantasía de su infancia sobre el rey Arturo” a escondidas de sus amigas, con quienes jugaba a ser tigres siberianos perdidos en las estepas solitarias de la antigua Rusia. En otro momento juegan a ser “huérfanas en Londres”, luego de que una de ellas ha muerto en un avión de Avianca que una bomba despedazó mientras sobrevolaba alguna montaña del territorio colombiano.

Matías, el otro protagonista de El hormiguero, fantasea con haber sido un dinosaurio en un pasado remoto de la prehistoria, una “medusa, flotando en la mitad del mar sin cerebro”, una “célula incapaz de desarrollar una mitocondria”. Afirma que prefiere “mil veces” fantasear a revivir los episodios traumáticos de su infancia. ¿Y cuántos colombianos no optarían por lo mismo después de sesenta años de un conflicto tan cruento como el nuestro?

Pero lo interesante de todo ese escapismo fantasioso a un pasado desconectado del presente es que las fantasías de Pachico no se refieren nunca a los orígenes de nuestra nación o a un pasado ideal en la historia de Colombia. Eso se debe a que sus personajes están desarraigados de su propio país, porque, por su condición de “privilegiados” –desconectados de la realidad que padece la mayoría de sus compatriotas–, ya no saben reconocerse como colombianos. Muchos personajes de Pachico son, como ella misma, colombianos expatriados que llevan varios años viviendo en el exterior y que luchan por aferrarse a los vestigios de su pertenencia usando mochilas en los bares de Londres y Nueva York o relatando sus propios roces con la violencia reciente de nuestro país. Esos gestos superficiales nunca parecen ser suficientes para llenar el vacío del desarraigo. Al final del cuento “Honey Bunny”, Pachico ofrece una imagen potente de semejante fracaso: una joven “colombiana”, intoxicada por toda la cocaína que consume en Estados Unidos, tratando de armar el rompecabezas del país de su infancia, que es también el rompecabezas de su propia personalidad, fragmentada por el desarraigo.

La mirada a la vez nativa y extranjera de Julianne Pachico nos obliga a enfrentarnos de nuevo con una pregunta a la que no hemos podido y tal vez nunca podremos responder satisfactoriamente: ¿qué es realmente ser colombiano? Y ante las incertidumbres, paradojas y dolorosas contradicciones sociales que su obra revela, quizás debamos seguir conformándonos con la respuesta que nos dio –en “Ulrica”, de Jorge Luis Borges– otro extranjero:

“Me preguntó de un modo pensativo:

–¿Qué es ser colombiano?

–No sé– le respondí. –Es un acto de fe–”.

*Botero, traductor y filósofo de la Universidad Nacional de Colombia, colabora con nuestra sección digital “Arcadia traduce”, publicada mensualmente en www.revistaarcadia.com.