Mariana Enríquez nació en Buenos Aires en 1973. Crédito: Awakening / Getty Images

ENTREVISTA

Mariana Enríquez: por una literatura irresponsable

Su libro de cuentos 'Los peligros de fumar en la cama' la consagró como una de las mejores narradoras de su generación. 'Este es el mar' (2017), su última novela, mezcla tres mundos de su predilección: el terror fantástico/gótico, la adolescencia y el rock.

Pablo Díaz Marenghi* Buenos Aires
20 de febrero de 2018

Una niña de diez años, de pelo negro azabache, se zambulle en una biblioteca gigante a ver los libros que acumularon su papá –ingeniero– y su mamá –médica–; o al menos eso parece. Revuelve y revuelve entre los estantes hasta que encuentra algo de su interés: La historia interminable, de Michael Ende. Pese a ser una historia infantil, tiene también momentos tenebrosos. Lejos de ahuyentarla, esto la entusiasma mucho más. “La sensación que tenía con la lectura era de algo muy placentero, pero distanciado de lo emocional. El terror fue el género que me permitió emocionarme”, dice Mariana Enríquez, periodista y escritora argentina, al recordar su incursión en la literatura en la infancia en un bar del barrio porteño de San Telmo. Luego llegaría a sus manos Cementerio de animales, de Stephen King, y ya nada sería igual. La ficción de horror le provocaría sensaciones inéditas hasta el momento: “Sentía miedo físico, el no querer mirar atrás, una cosa muy aprehensiva”.

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Luego estudió Comunicación Social en la Universidad de La Plata, ingresó al diario Página 12 (hoy es subeditora de uno de sus suplementos, Radar) y publicó su primera novela, Bajar es lo peor, a los 21 años. La juventud, para Enríquez, es la mejor época de la vida.

En sus cuentos y novelas hay maldiciones lanzadas por linyeras, niños que viven en la calle y desaparecen bajo el halo fantasmal de un ritual, adolescentes que desbordan erotismo y excesos, o personas con malformaciones físicas que se vuelven monstruos. Con Las cosas que perdimos en el fuego (2016, Anagrama), logró prestigio internacional. En 2017 publicó Este es el mar (Random House), donde se dio el gusto de escribir sobre otra de sus obsesiones: el rock y los fans.

A Arcadia le contó cómo entiende la literatura. Le interesa explorar las contradicciones y los temores de los ciudadanos de las grandes urbes a través de elementos góticos, fantásticos y, por supuesto, con su propia experiencia. Cree, de hecho, que la literatura hecha puramente desde la imaginación es imposible, y no puede dejar de ser mujer cuando escribe. Toda una declaración de principios.

Su escritura utiliza elementos del terror y los traduce dentro de ámbitos cotidianos o urbanos. ¿Cómo logra eso?

En el español tenemos una especie de puente roto con la literatura fantástica y el terror. Se traduce poco. Muchos escritores, sobre todo en inglés y en los años setenta, hicieron terror con situaciones cotidianas. Hay un cuento, por ejemplo, “El gemido de los perros apaleados” de Harlan Ellison, basado en el crimen de Kitty Genovese ocurrido en Nueva York en 1964. Cuenta la leyenda que la asesinaron en un descampado rodeado de edificios. El asesino la mata de una manera muy sangrienta y nadie interviene. Nadie llama a la policía ni intenta defenderla. Esta historia ejemplifica la indiferencia de las grandes urbes. Por su lado, el cuento se trata de una chica que se mudó pocos días antes a un departamento, narra el crimen y, a la vez, cómo todos se están comunicando con una especie de extraño ser que vive en el cielo, que se alimenta de ese miedo y de ese crimen. Así, se convierte en un relato de terror urbano que metaforiza esa crueldad. Hace una especie de culto antiguo de la ciudad, que se alimenta de nuestros miedos y de nuestra violencia. La operación que hago, entonces, es trasladar esos miedos al contexto argentino. Elijo un barrio, por ejemplo Constitución, que me sirve psicogeográficamente en muchos sentidos: está en la zona sur abandonada de Buenos Aires; la cuestión de la desigualdad y la paranoia urbana es muy evidente; tiene partes muy feas y otras estéticamente deslumbrantes: casas hermosas con un aire gótico y también mansiones viejas abandonadas; hay religiosidad popular. Me interesa explorar eso. No es que tome un cuento de Poe o de Lovecraft y lo extrapole. Hay un montón de escritores después de ellos, que leí muchísimo, que estaban haciendo algo parecido y los considero mis influencias más inmediatas. No se hace mucho en castellano; de eso sí me puedo jactar.

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¿Cómo se incluyen los desclasados y la desigualdad social en su literatura?

No me parecen realidades lejanas. Entre los escritores hay una tendencia a hablar de estas realidades desde un lugar de observación. Y, en verdad, mi lugar es de cercanía. Al vivir en una ciudad, también hay una cercanía física: todo el mundo tiene en su cuadra una casa tomada y, a dos cuadras, tres personas viviendo en la calle. Por ejemplo, vivo a quince cuadras de una villa. La gente que no pasa por esas situaciones es, para mí, bastante marciana y muy negacionista. Es como si la situación de esas personas fuera esencial y no temporal en la vida, algo que tiene mucho que ver con la suerte. No escribiría desde el punto de vista de una persona que está viviendo en una situación marginal porque no la conozco y me parece un poco irrespetuoso. Me interesa más la mirada del otro sobre eso. Ahí me parece que funciona una de las características de la ficción de horror, que es el miedo al otro. En sociedades desiguales, como la nuestra, esa necesidad de volver al otro monstruoso y esa indiferencia brutal que se suele tener, ese miedo a convertirte en eso otro, atemoriza. Es el miedo que construís para soportarlo. No podés empatizar con eso todo el tiempo. Si fuéramos mejores, esa empatía sería solidaria. Como no lo somos, le tenemos miedo y pensamos que nos van a atacar de alguna manera.

¿Por qué la juventud la estimula tanto para escribir?

Me gusta esa sensación de vida larga que tenés cuando sos joven. Me da para hacer personajes literarios con mucho futuro. Eso me da libertad, pocas ataduras. Son personajes muy maleables y un poco más arriesgados. Hay una especie de locura cuando sos joven, sobre todo en las chicas; de riesgo total, de exploración. Están muy enamoradas de la muerte y de la vida a la vez; de una cosa excesiva, no solamente tóxica. Aparece una relación muy lábil con las cosas, con otra gente, y muy promiscua, en el mejor de los sentidos. Pasás de una amistad a la otra y te olvidás. Los cambios. Lo que más me quedó fue el punk pero tuve una época muy “rolinga”, otra muy hippie, una súper gótica. Me interesa la metamorfosis de la juventud. Es algo que no está formado. Para la literatura es muy bueno.

¿Cómo nació su novela Este es el mar, que cruza la juventud y el rock?

Me atraía mucho la relación enfermiza que podés tener con cuestiones de la cultura pop. El fan. Vivir la vida a través de otro. Me parece que, además, está muy desbalanceado lo que ocurre con los fans varones y las chicas. Hay una diferencia entre la histeria de las chicas y el nerd varón. Me parece que están los dos igual de enfermos. Hay apropiaciones que son alucinantes, como los fan fiction. Este es el mar es una apropiación en ese sentido. En ese momento, estaba investigando los fan fiction. Me interesa que estén en la web, que no tengan copyright. Las chicas destrozan la noción de autor. Me parece muy desafiante, muy punk y muy radical. Es como si la posibilidad tecnológica de poner en común esas fantasías abriera una puerta que hace que no exista el pudor. Este es el mar es una cosa así, pero el músico no existe. El personaje de Helena no es una musa, es una creadora que le tiene que armar una historia al músico para hacerlo famoso. Esa manipulación de tomar la narrativa que te ofrecen, incluso de manera muy corporativa y, pulverizarla de acuerdo a tus fantasías, me parece de lo más potente que se puede hacer en este momento de la cultura popular y masiva. Este es el mar era, además de una excusa para hablar de rock, una fascinación que tenía por ese procedimiento y por esas catacumbas de Internet un poco despreciadas, donde están pasando cosas muy interesantes.

Usted es periodista y escritora. ¿Qué diferencias encuentra entre ambas disciplinas?

En periodismo tenés que ser veraz, trabajar con datos, con metodología, ser claro con el lector. No podés retacear información o inventar cosas. La relación con el lector de literatura es profundamente distinta. El lector ideal de mis obras es un súper yo propio. Escribo para mí o para personas con mis intereses. Después me sorprendo cuando llego a un público más amplio. En el periodismo tengo que tratar de llegar a la mayor cantidad de gente posible. Después, el tema de la responsabilidad. Un artista no puede ser juzgado moralmente o tener un comisario político. Escribí un libro en el que todas las protagonistas son mujeres, pero no quiero hacer eso toda la vida, o ser una escritora que escribe sobre lo femenino, porque me interese mi vida personal. Ojalá algún día pueda construir un personaje creíble totalmente misógino. En la literatura no hay responsabilidad. Podés ser provocador, desagradable, agradable, y no ser ninguna de esas cosas personalmente. El periodista tiene una responsabilidad con la persona que lee y con la fuente: la responsabilidad es doble. Cuando escribo un cuento no tengo que ser respetuosa con nadie. Ni siquiera conmigo. Más allá de que se trabaje con la palabra y de que haya recursos de la literatura que al periodismo le hacen muy bien, me parece que son dos mundos muy diferentes. Nunca sentí que una cosa interfiriera con la otra. No te voy a inventar algo en el periodismo. Hay escritores que hacían las dos cosas y que fueron muy comprometidos en ese sentido. Pienso en Truman Capote o Rodolfo Walsh. Lees Operación masacre y el procedimiento más o menos es de tipo literario. Aun así, ese libro es totalmente periodístico y tiene una responsabilidad muy alta. Pero después, cuando leés sus cuento fantásticos o policiales, encontrás juegos intelectuales, borgeanos. Ahí te das cuenta de que una cosa no contamina la otra.

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¿Se considera, dentro de una tradición de literatura, feminista o femenina?

Feminista para nada. Feminista se puede ser políticamente en la vida cotidiana, pero no me interesa la idea de una literatura feminista, como no me interesa una literatura marxista u otra que tenga una bajada de línea. Lo feminista es ser una mujer escribiendo literatura, que es un terreno más tradicional de los varones. Tiene que ver con las condiciones de producción, no con el contenido literario. Me parece que el gesto feminista es la persistencia, que pidas un tratamiento idéntico al de los autores varones y la libertad de poder escribir el personaje que quiera. Si no puedo tener esa libertad ahí, no la tengo en ningún lado. Literatura femenina es otra cuestión, porque no puedo no ser mujer cuando escribo. Ahí hay cosas que no puedo manejar, que están en lo que escribo. Me interesa la aparición de la experiencia femenina en literatura. Pero hay que tener cuidado con ciertos temas que se le adjudican a lo femenino: la intimidad del hogar, la maternidad, la familia, los cuidados. Me parecen ya obsoletos. Una mujer puede escribir de cualquier cosa. Pensar eso como “la literatura femenina” me parece problemático porque no sabría con qué equipararlo. ¿Qué sería la literatura masculina? ¿Quién es mejor: Raymond Chandler o Patricia Highsmith haciendo policial? Depende del libro. A ella ser mujer no le impidió saber cómo manipular un arma.

* Periodista y docente. Trabaja en la revista ArteZeta.