Mircea Cartarescu. Ilustración: Daniel Villamizar.

Un análisis de su obra

Mircea Cartarescu: sobre piojos, sueños y otras anomalías

El escritor rumano utiliza en sus textos la ironía y lo grotesco para mitigar las huellas de la dictadura que Nicolae Ceausescu extendió en su país durante 22 años, desde 1967 hasta su ejecución en 1989. Un análisis de sus obras traducidas al español.

Hugo Chaparro Valderrama*
27 de noviembre de 2018

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Vigilado por la Unión de Escritores de su país por cometer el pecado de interesarse en los sueños y en el mundo interior de sus personajes antes que en la ideología disfrazada de literatura, a Cartarescu le cambiaron el título de su libro de cuentos Nostalgia (1993), paradójicamente, por El sueño, pues el original recordaba la película de un artista perseguido en la Unión Soviética: Andréi Tarkovsky. El espionaje y la paranoia llegaron al extremo de que la policía exigía declarar la posesión de una máquina de escribir, según cuenta Marian Ochoa de Eribe, traductora de Cartarescu al español, en la introducción del relato El ruletista (Impedimenta, 2010).

Cartarescu hizo entonces de los sueños una manera de salvarse en Bucarest, descrita por él mismo como una ciudad en estado de apocalipsis perpetuo: “Bucarest había aparecido de repente, ya en ruinas, derruida (…). Había sido proyectada como un gran museo al aire libre, el museo de la melancolía y de la ruina de todas las cosas”. La descripción se encuentra al inicio de su novela Solenoide (Impedimenta, 2017), que termina, 800 páginas después, en la destrucción y el caos que de forma inexplicable elevan la ciudad al cielo ante la mirada atónita de los sobrevivientes. Su protagonista es un escritor que enfrenta las anomalías de un mundo que le parece frustrante y lo condena al paso del tiempo. Un ser desesperado que estudia de manera obsesiva los piojos y bacterias que le atormentan el cuerpo, y que nos anuncia, en la primera frase de la novela, “he cogido piojos otra vez”: el insectario reptante de sus páginas.

El escritor rumano comprende que la ficción es un antídoto contra el miedo. Un conjuro a la realidad con la amargura del humor que lo redime de sus desgracias, del peligro de convertirse en otro miembro de la estirpe que fundó Franz Kafka en La metamorfosis (1915). Su desesperación es tragicómica cuando describe la tristeza que lo agobia en el colegio donde trabaja como profesor de Lengua y Literatura Rumana: “El timbre del fin de la clase me pilla siempre desprevenido: no sé si las trompetas del Apocalipsis sonarán con tanta fuerza, pero el sonido que anuncia el final de cada clase puede levantar a los muertos de sus tumbas. Me hago añicos cada vez que suena y me cuesta recuperar mi forma inicial. Los muchachos abandonan la clase en tromba mucho antes que yo y me dejan solo entre los pupitres vacíos y el encerado, que me parecen de repente tan tristes que busco con la mirada, en el techo, un gancho del que ahorcarme”.

La intimidad de los personajes ilustra la vida comunal de Rumania. Borescu, el director del colegio, un funcionario de cabeza perfectamente esférica, cuerpo pequeño y obeso, impregnado de un aroma de polvos y maquillaje, acosador sexual en decadencia, casi tan dictatorial como Ceausescu en su pequeño reino, supone que los chicos son “rumanos ancestrales, quemados por el sol, [que] se casan en octavo y abandonan para siempre las clases. Si vas a su casa a ver qué pasa, te sale un muchachito de catorce años a recibir en la verja, en calzoncillos, y te suelta: ‘Es que… ¿cómo voy a ir a la escuela, señor director? Soy un hombre casado, me da vergüenza...’”.

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Un mundo que huye de la poesía

Cartarescu es un autor que defiende la poesía por encima de cualquier expresión literaria. Otra rareza en un momento en que la monarquía de las novelas, publicadas con ritmo industrial, ha hecho de la poesía algo semejante a una excentricidad; un problema que no es precisamente de la esta, sino de los lectores que se pierden de su compañía.

“La poesía es el gato muerto del mundo consumista, hedonista y mediático que nos rodea. No se puede imaginar una presencia más ausente, una grandeza más humilde, un terror más tierno. Nadie parece valorarla y, sin embargo, no existe nada más valioso. Solo la encontramos en las librerías si tenemos la paciencia de llegar hasta las últimas estanterías del fondo. Los poetas ya no tienen estatuas, como en el siglo XIX, ni reputación, como en el siglo XX. Obsesionadas por las ventas y la rentabilidad, las editoriales huyen de la poesía como alma que lleva el diablo. No se puede imaginar hoy en día un destino más dramático que el del poeta consagrado por completo a su arte”. Cartarescu dijo esto en “La utopía de la lectura”, la conferencia magistral que inauguró la 77ª Feria del Libro de Madrid en mayo de 2018.

Su obra es la metáfora agridulce de un autor que comenzó como poeta. El crítico rumano Ovid S. Crohmalniceanu recuerda con ira, en el prefacio de El sueño (Seix Barral, 1993), que Cartarescu escribió versos recogidos en tres volúmenes: Faros, vitrinas, fotos (1980), Poemas de amor (1983) y El todo (1985), y que los dos últimos fueron rechazados por la imprenta, pues los neonazis maniobraron para que los obreros tipógrafos no ensamblaran los caracteres de “semejantes producciones”.

Solenoide tiene el don de la poesía cercana a “Una carroña”, de Baudelaire, que contrasta los placeres del amor con los hedores de la muerte. Cartarescu hace de los ácaros y los sarcoptos de la sarna, de los héroes matemáticos que han descifrado dimensiones insospechadas para el ser humano, de las mitologías dominadas por dioses amenazantes, piezas de un rompecabezas organizado por la literatura ante las contradicciones implacables entre ficción y realidad. La novela proviene, en gran parte, de los diarios del autor, que conforman el material narrativo y delirante de los sueños que afectan su realidad y la realidad fantástica de sus personajes, advirtiéndole al lector que su vida es la de un ser anónimo.

El recuerdo que tiene el protagonista del encuentro devastador con el grupo de lectores que demolieron su poema “La caída”, en el que cifraba sus esperanzas para ser admirado literariamente, es otro matiz frustrante: “Tal vez tenga otra oportunidad. Tal vez incluso ahora, tantos años después de la reunión del cenáculo que bifurcó mi vida, pueda recuperar algo, pueda escurrirme debajo de la piel del Otro, el que viaja por el mundo y firma autógrafos y escribe libros deslumbrantes en otra tierra, bajo otros cielos. Con solo pensarlo me entran ganas de vomitar”.

Es un escritor que asume su trabajo como una aventura de la sinceridad, no para figurar en un dudoso hit-parade, pues su memoria recuerda e inventa lo que no recuerda; hace de la ficción otra forma de la historia; redescubre su infancia como una época tortuosa; se convierte de repente en un insecto; acepta las sorpresas de la fantasía como algo natural en los misterios de su Bucarest fantasmagórica.

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Kafkarescu

La historia de Solenoide es una justificación del escepticismo y la angustia ante la fealdad del mundo. No es gratuito que “la palabra que encarna la falta de esperanza (…) la única palabra que reúne todo el fracaso de nuestra soledad: ¡socorro!” se repita como un grito que explota visualmente durante diez páginas seguidas hacia el final de la novela, así como la palabra “no” se repite durante una página al final de su relato “REM”, incluido en Nostalgia (Impedimenta, 2012).

La tercera parte de la novela evoca La montaña mágica (1924), de Thomas Mann, pues su protagonista también se sumerge en una melancolía profunda tras ser recluído en un sanatorio. Cartarescu conjura este sentimiento con paseos en el bosque y una descripción hilarante de los malos tratos que reciben los niños por parte del personal médico que está a cargo de ellos, y que los martiriza mientras les quitan los piojos, les sirven una comida repugnante y los obligan a ducharse con agua hirviente, mientras que enfermeras salvajes e inmensamente gordas les frotan el cuerpo con esponjas recias, dejándolos tan rojos como camarones hervidos.

En Solenoide, la ironía y lo grotesco surgen para subrayar el absurdo, representado por las visitas a odontólogos brutales, por el temor que causan a los niños las inyecciones monstruosas en las jornadas de vacunación de la escuela, por los excesos del racismo en contra de los gitanos, por la crueldad infantil y los ultrajes de la pobreza. Cartarescu sobresalta al lector con el horror y la tristeza de sus ficciones, como puede suceder con las desventuras que padece el señor K. y con su frágil humanidad vulnerada en El proceso (1925) y El castillo (1926).

El protagonista de la novela nos confiesa: “No he vivido en vano, me digo a cada instante de mi vida, por no haberme convertido en escritor, por ser un pobre profesor de Lengua Rumana, por no tener familia ni dinero ni fama en este mundo, o por vivir y morir entre ruinas, en la ciudad más triste sobre la faz de la tierra. Sino porque me hicieron una pregunta para la cual no he hallado respuesta, porque pedí y no se me concedió, llamé y no me abrieron, busqué y no encontré. He aquí el fracaso que me aterroriza”.

¿No es este un enigma del oficio literario? ¿Hacerse preguntas que tal vez no tengan respuestas? Cartarescu está a salvo del fracaso. Sus libros tienen el vigor de los clásicos. Interrogan a sus lectores, quienes seguirán descifrando sus enigmas según la época y la comprensión de sus páginas. Algo que ya está sucediendo y que lo ha convertido en un escritor de culto. Un escritor que intenta comprender al ser humano abriendo puertas hacia lo desconocido.

*Escritor, crítico de cine y guionista. Autor de El álbum del sagrado corazón del cine colombiano (2016)