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Fotograma de la película 'Queimada' (1969), de Gillo Pontecorvo, protagonizada por Marlon Brando y Evaristo Márquez. Foto: Collection Christophel © PRODUZIONI EUROPEE ASSOCIATE / LES PRODUCTIONS ARTISTES ASSOCIES.

CINE AFRO EN COLOMBIA

Descolonizar la vida: la historia del cine negro en Colombia

El problema no es que los blancos quieran narrar la historia de los negros. El problema es que los negros no han contado con los medios para poder contar su historia.

William Martínez*
25 de febrero de 2019

Este artículo forma parte de la edición 160 de ARCADIA. Haga clic aquí para leer todo el contenido de la revista.

Entre plantaciones de maíz, en una carretera de San Basilio de Palenque, en el departamento de Bolívar, un hombre negro y espigado cabalgaba una yegua arreando ganado. Un Jeep con cuatro hombres a bordo lo siguió por un par de kilómetros y un coro de alaridos le pidió que se detuviera. Gillo Pontecorvo, director de cine italiano dos veces nominado a los premios Óscar, y Salvo Basile, su asistente, descendieron del carro y le preguntaron cómo se llamaba y de qué vivía. “Evaristo Márquez. Campesino”, susurró en un español a medias, pues solía hablar en lengua palenquera.

Le pidieron desfilar en su yegua para fotografiarlo. Le dijeron que buscaban un actor.

Pontecorvo y su equipo habían aterrizado en Cartagena semanas atrás, a principios de 1968, para filmar Queimada (1969), una película que muestra cómo operaba el colonialismo en América Latina. Tras el rechazo de Sidney Poitier, el primer actor afro en ganar el premio Óscar en 1963, Pontecorvo buscaba un negro que protagonizara el filme junto con Marlon Brando. En ese entonces, Brando ya ocupaba un lugar en el pedestal del cine mundial por sus papeles en Un tranvía llamado deseo (1951) y La ley del silencio (1954), y estaba a un par de años de alcanzar la eternidad con su actuación en El padrino (1972).

Nacido el 23 de agosto de 1939 en San Basilio de Palenque, Evaristo Márquez no sabía leer ni escribir y no había ido nunca a una sala de cine. Enrique, uno de sus hijos, me cuenta que el día del encuentro con Pontecorvo y Basile su padre les respondió, impulsado por una mezcla de confusión y pavor, que no tenía tiempo para fotos. Que debía llevar el lote de ganado a una finca. Que si querían, podían esperarlo en un puente cercano. Cuatro horas después, Márquez reapareció y modeló en su yegua para Pontecorvo. Al cabo de unas semanas, el director dio el sí. Evaristo Márquez, sembrador de maíz, plátano y ñame, se convirtió a los 29 años en el primer afrocolombiano en protagonizar una película.

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Su interpretación de José Dolores, un hombre que dirige la rebelión de su pueblo contra la esclavitud y que, sin quererlo, termina precipitándolo a una nueva esclavitud, la del asalariado, lo llevó a actuar en cuatro películas más: Il dio serpente (1970), Arde (1971), Cumbia (1973) y Mulato (1974). Fueron cinco años de vértigo, en los que viajó, bebió y cortejó mujeres sin reparos; años, también, en los que arreciaron el desasosiego, los pensamientos duros.

“Mi papá me decía que solo tenía tranquilidad cuando regresaba a su Palenque. Empezó a tener conflictos con los directores de cine porque él quería estar más tiempo en Palenque para bañarse en el arroyo y no en una ducha, para ir a comer su fruta al monte y no al centro comercial. Mi papá quería volver a su vida”. En efecto, Evaristo Márquez volvió al pastoreo y a la siembra. Su contacto con el cine se redujo a charlas con estudiantes y periodistas que visitaban su casa y a presentaciones en universidades. El 15 de junio de 2013, a los 73 años, murió esperando una pensión del Estado que nunca llegó.

Evaristo Márquez tuvo un golpe de suerte. Pero la suerte no tocó a nadie más. El cine cambió su entorno, pero él no cambió el curso tradicional del cine negro en Colombia: marginado, minoritario, sin tradición. Márquez fue un relámpago, una aparición súbita, y no el líder de una generación. No tenía por qué serlo. Hoy, cincuenta años después del estreno de Queimada, cuya versión restaurada se proyecta en el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias (FICCI), asistimos a un apogeo, solo relativo, del cine afro en el país.

Hoy existen más festivales de cine negro que nunca. Los más recientes son la Muestra Afro, organizada por la Cinemateca de Bogotá, que ha logrado incrementar su público significativamente al pasar de 397 asistentes en 2016 a 1571 en 2018; el Festival de Cine del Mar de los Siete Colores, en San Andrés; y el Festival de Cine Evaristo Márquez, en San Basilio de Palenque. Los festivales de mayor trayectoria, por su lado, cuentan con un inventario de películas afro que no tiene ninguna institución cultural en el país. El de Kunta Kinte (Medellín), por citar solo un ejemplo, supera los 900 filmes.

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Los cineastas, por otro lado, tienen un nuevo ícono emergente que no tenían hace una década: Jhonny Hendrix Hinestroza, el primer director negro en llegar a una sala de cine comercial del país con Chocó (2012), quien recibió por su más reciente película, Candelaria (2017), premios en el Festival de Cine de Toulouse y en el de Venecia, y quien ha sido productor de una decena de cintas.

Chocó (2012), de Jhonny Hendrix Hinestroza, fue la primera película dirigida por un director negro que logró meterse en la cartelera colombiana.

En 2018, además, nació el primer consejo audiovisual afro de Colombia, Wi Da Monikongo, conformado por organizaciones de todo el país y cuyo objetivo es proponer estrategias para vencer las dificultades que enfrentan los creadores negros.

La mayoría de directores, productores y líderes comunitarios que forman parte de esta nueva camada tienen el mismo norte: creen que la historia de los pueblos afro debe ser contada por personas afro. ¿Cómo se llegó a esto? ¿Por qué una generación de creadores negros menores de cuarenta años rechaza la identidad que algunos blancos y mestizos han construido de ellos? ¿Cuáles son las historias que están contando? Esta es una lucha silenciosa, muy poco documentada, por crear una nueva memoria. En últimas, un intento por descolonizar la vida.

Para comprender este momento histórico, lo primero que habría que decir es que buena parte de las piezas audiovisuales sobre comunidades afro que hay en el país fueron pensadas y creadas por científicos sociales blancos o mestizos, como Nina de Friedemann, Marta Rodríguez y Luis Alfredo Sánchez. Si bien esas piezas, más que nada documentales producidos a partir de los años sesenta, denunciaron por vez primera el profundo racismo y la profunda miseria que vivían los negros en Colombia, se puede cuestionar la veracidad de ciertas ideas.

Según Jaime Arocha, antropólogo y uno de los fundadores del Grupo de Estudios Afrocolombianos de la Universidad Nacional, esto se hace visible en los documentales El oro es triste (1972), de Luis Alfredo Sánchez, y Minería del hambre (1983), de Gloria Triana y Jorge Ruiz. Por un lado, Sánchez sostiene que los indígenas le enseñaron a la gente negra a explotar minas de oro, y esto, dice Arocha, no es cierto. Argumenta que el aprendizaje minero en América se dio por las memorias de esclavos de Ghana y Costa de Marfil, quienes fueron comprados a precios elevados precisamente por su nivel de especialización al extraer y procesar metales preciosos. “Sánchez parece no haber escapado de la teoría que popularizó André Gunder Frank en el decenio de los sesenta que se refiere a que el desarrollo alcanzado en los países del Atlántico norte fue a costa del subdesarrollo de los del sur”, comenta.

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El documental de Triana y Ruiz, por otro lado, pone a los chocoanos en una encrucijada de pobreza y explotación sin fin. Mediante una historia concreta –el Estado colombiano interviene unas minas de oro abandonadas y convierte a los obreros en socios de su propia quiebra–, los directores soslayan las estrategias de los pueblos por torcer su aparente destino. Prueba de esto, expone Arocha, son los llamados “troncos”, agrupaciones de abuelos, padres e hijos que trabajan en una mina y tienen derecho a heredar ese territorio minero a sus descendientes.

Prueba de esto, también, son los saberes adquiridos en el monte que cimientan los diferentes cultivos ancestrales. Si bien ambos documentales levantaron datos sólidos de terreno para afirmar que el Estado, a lo largo de medio siglo, no fue capaz de atender las necesidades básicas del Pacífico colombiano, alientan, para el antropólogo, una creencia perversa: la de que a las personas negras, a diferencia de otras, se les percibe como descendientes de esclavos y, por lo tanto, pasarán el resto de sus días como seres inferiores.

Un eterno dilema

A partir de 2008, con Perro come perro, de Carlos Moreno, el cine colombiano empezó a poner en la pantalla, al menos más regularmente, historias de las comunidades negras. En películas como El vuelco del cangrejo (2009), de Óscar Ruiz Navia; La sociedad del semáforo (2010), de Rubén Mendoza, y La playa D.C. (2012), de Juan Andrés Arango, la guerra no suele estar en primer plano, pero sí lo están el desplazamiento y el problema de la tierra –el eterno dilema del afrocolombiano: o pertenece a un territorio en que es maltratado por invasores o no pertenece a un territorio y es maltratado por eso–. A pesar de que las películas de Arango y Ruiz Navia se basan en las historias personales de los protagonistas, algunos negros no se sienten representados en ellas.

Para explicar el desarraigo, es trascendental el hecho de que ninguno de los directores mencionados arriba sea negro. Antes de pensar que la nuez del tema es un racismo a la inversa, que los negros quieren cerrarle el paso a cualquier blanco o mestizo por motivos de raza, es necesario escuchar voces de gente como Jorge Duque, productor del Festival de Cine Afro Ananse, que se realiza en Cali desde 2010 y es uno de los primeros de su tipo en Colombia.

El primer reparo que Duque percibe en aquellas películas es el lenguaje. En El vuelco del cangrejo (2009), por ejemplo, algunos habitantes de La Barra, una playa de Buenaventura, utilizan acentos y dichos típicos de Quibdó. Ese tipo de distorsiones, cuenta, desconcertaron a muchas de las personas afro que vieron la película en Cali. “Hubo un choque cultural porque el director no fue capaz de diferenciar ese matiz, que a la vista del gran público no se nota, porque para la mayoría de colombianos, todos los negros hablamos igual”, dice.

A Candelaria (2017), el filme más reciente de Jhonny Hendrix Hinestroza, asistieron solo 16.865 personas en Colombia. Tuvo mayor resonancia en Italia y Francia.

Duque también cree que las historias afro contadas por terceros tienden a machacar temas que terminan encasillándolos: el folclor, los logros deportivos, la pornomiseria. Y a esa mirada fascinada por lo freakie o la superación personal le falta vivencia, sensibilidad propia. “¿Cómo una persona puede transmitir la experiencia del racismo si su vida no ha estado atravesada por el racismo?”, se pregunta, y añade: “Cuando usted ha vivido la discriminación, tiene un punto de vista más certero para contar la verdadera raíz del problema. Esta es la oportunidad que puede perderse cuando un blanco es el que narra”.

Más allá de esto, el problema para Duque no es que los blancos quieran narrar la historia de los negros. El problema es que los negros no cuenten con los medios para contar su historia. Un vistazo a los documentales étnicos que ha producido Señal Colombia durante décadas basta para afirmar que son las productoras blancas las que ganan los recursos y cuentan la historia.

Las ideas del productor caleño y del antropólogo Jaime Arocha apuntan a un mismo debate: ¿debe el cine ser un territorio de libertad creativa y estética al contar a los pueblos afro o debe entablar un compromiso histórico, político y ético con estos pueblos para intentar apaciguar la plaga de estereotipos? A esta difícil pregunta se ha enfrentado Jhonny Hendrix Hinestroza, el cineasta quibdoseño que por fin logró meter una película afro en la cartelera colombiana. Chocó (2012) alcanzó una asistencia mediana para el promedio del cine colombiano, 32.007 espectadores según Proimágenes, y su aceptación fue dividida. Mientras unos valoraron su impecable fotografía y la denuncia que hace –la tenacidad de una madre campesina que termina sobreponiéndose a la violencia intrafamiliar–, algunos chocoanos sintieron que hablaba mal de la región.

Arocha y el sociólogo Fernando Urrea coinciden en que Hendrix hizo una valoración desfasada de la familia negra. Así lo expone Arocha en un ensayo que escribió para la más reciente Muestra Afro de la Cinemateca Distrital: “Al recordar las incontables ocasiones en que yo me habi´a conmocionado al ver cómo papás afrobaudoseños subían a sus niños y niñas a sus hamacas para acariciarlos y hacerles cosquillas, o compartir con ellos el pla´tano del desayuno, me dije que el director aprovechari´a la oportunidad para destacar tal afectividad y de ese modo contradecir la nocio´n de familia disfuncional que la propia antropología ha contribuido a difundir de las personas negras. Infortunadamente, Hendrix optó por retratar a Everdiles, el padre, como un rumbero irredimible a quien no le importa pegarle a Chocó en plena calle, frente a sus compinches de domino´”.

Ante estas críticas, Hendrix se defiende diciendo que él denunció problemas del país (el machismo y la minería) y que sus detractores quieren limitar esos problemas a la región Pacífica. Poner al Chocó como escenario se debió simplemente a que es el entorno que mejor conoce. “Recuerdo que cuando la película se estrenó en Berlín, una mujer rusa se acercó y me dijo que gracias por contar su historia. Afuera no vieron una historia afro, sino una historia humana, mientras que adentro algunos vieron un problema de negros. ¡Como si el machismo fuera un problema de raza!”.

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A Hendrix le molesta la etiqueta “cine afro” porque él no hace cine para una comunidad, pero la acepta porque “en un país tan racista como Colombia, hay que poner esos distintivos para existir”. Él siempre ha sentido que sus películas se venden mejor y se discuten más en el exterior que en el país. ¿Qué lo ha llevado a pensar eso? Comentarios como el que le hizo una distribuidora: “Usted es un buen director, pero ya deje de contar historias de negros porque el público no está preparado”. Y constatar la sentencia de esa distribuidora en las filas de las salas: “¡Qué vamos a ver una película de negros!”. Para el cineasta, son los espectadores colombianos, sus murallas en la psique, la primera gran barrera para que el cine afro sea posible.

La segunda gran barrera que detecta Hendrix es la dificultad que tiene la gente de las regiones para acceder a convocatorias como la del Fondo para el Desarrollo Cinematográfico (FDC), que financia la realización de piezas audiovisuales. Para diseñar un plan de inversión, definir un nicho de mercado y escribir una propuesta estructurada, se necesita una educación y una experiencia que muchas veces no se ha adquirido en zonas periféricas.

Ante todos estos cuellos de botella, nacen los festivales de cine afro en las regiones, guiados por los mismos objetivos: reconocer el trabajo de los cineastas negros y difundir el cine afro en su máxima expresión (desde cortometrajes colombianos sobre tradiciones locales e historias de barriada hasta documentales extranjeros que explican la diáspora africana en Europa y América Latina). Los une, además, el trabajo comunitario. El Festival Evaristo Márquez, en San Basilio de Palenque, realiza talleres de fotografía y actuación para que niños y jóvenes aprendan a producir cortometrajes. Los resultados son proyectados en la Casa de la Cultura del corregimiento.

Mientras tanto, el de Kunta Kinte, en Medellín, empieza con un ciclo de cineforos y continúa con talleres de producción audiovisual en los que se han formado 280 niños y jóvenes de seis barrios con población afro (Nuevo Amanecer, Mirador de Calasanz, Ocho de Marzo, Santa Cruz y Limonar). El resultado –seis cortometrajes este año– será proyectado en septiembre en las salas del Colombo Americano.

El documental Minería del hambre (1983), de Gloria Triana y Jorge Ruiz, forma parte de la serie Yuruparí, uno de los registros más relevantes sobre la memoria cultural de Colombia.

El cine afro en Colombia no está circulando en las salas comerciales. Ante el complicado camino de un cineasta para llegar a ellas y su escasez en las regiones (Proimágenes informa que en Chocó solo existe un complejo con cuatro pantallas, en el Valle del Cauca también hay solo uno, ubicado en Buenaventura, y en Tumaco no hay), festivales como Kunta Kinte y Ananse han logrado salir de la cuadra para llegar a los centros culturales de las ciudades.

¿Quiénes lideran estos festivales? Ramón Perea es gestor cultural y líder de Kunta Kinte. Jorge Duque, comunicador social y productor de Ananse. Evaristo Márquez hijo, psicólogo y director del Evaristo Márquez. Liliana Angulo, artista plástica y curadora de la Muestra Afro de la Cinemateca de Bogotá. Todos forman parte del Movimiento Social Afrocolombiano. Eso significa que no se ganan la vida produciendo películas y que el cine es apenas una pata más de su amplio trabajo social. Pero ¿por qué le apuestan especialmente al cine y no a la literatura o al arte? “Porque para nosotros la imagen es poder, un asunto político”, dice Ramón Perea. Es en el cine donde los negros se están representando, donde están decidiendo cómo se quieren contar y donde se están desmarcando de los estereotipos.

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Sin embargo, estos festivales no han encontrado todavía el camino para sostenerse por sí mismos. Dependen del presupuesto que aporten los gobiernos departamentales y el ministerio de Cultura, y en parte esto se debe a que no hay retorno de lo que invierten: cuando no hay semana de festival, sus producciones circulan por canales de YouTube y otras plataformas en internet. Lo que hacen –a excepción de las escasas piezas que realizan para convocatorias públicas del ministerio– es fruto de la necesidad de contar una historia. Su ganancia es simbólica.

“No hemos entrado de lleno en las dinámicas del capitalismo que exigen pensarlo todo a partir de la rentabilidad comercial. Ir en contravía de esa premisa capitalista tiene como consecuencia que la mayoría de los colectivos audiovisuales afro no sean económicamente sostenibles a mediano plazo. Se piensa primero en el mensaje, en cómo transmitirlo, en los recursos necesarios para realizarlo, y la ganancia es solo una: ver el mensaje materializado en un video”, reflexiona Jorge Duque.

El cine afro apenas asoma la cabeza en Colombia y corre el riesgo de desaparecer si no evoluciona. Prueba de esto es el Festival de Cine Evaristo Márquez que, tras su primera versión, no recibió presupuesto institucional para este año. Si no recibe el respaldo de la gobernación de Bolívar, su último recurso, recurrirá a organizar solo un día de proyección.

“Más que una realidad, somos una tendencia”, afirma tajante Duque. Le pregunto por qué. Responde que la afrocolombianidad es un tema de moda, alentado por los discursos multiculturales que han enarbolado los últimos gobiernos, y que mientras esté en boga habrá estímulos, becas, ciertas oportunidades. “Pero ¿qué pasará cuando ya no estemos de moda? En ese momento sabremos si solo fuimos una tendencia, si seguiremos casi invisibles, o si somos una realidad”.

Muestra de cine afro en el FICCI

Ficción:

- Queimada, de Gillo Pontecorvo. Italia-Francia

- Perro bomba, de Juan Cáceres. Chile

- El mal de los siete días, de Víctor González Urrutia. Colombia

Documental:

- El hombre universal, de Andrés Morales. Colombia

Cortometraje:

- Divinas melodías, de Lucas Silva. Colombia

- Cosas de mayores, de Antonio Díaz. Colombia

- Escuchando y viendo aprendí, de Leidy Marcela González Goyeneche. Colombia

- Cayiyo, el niño pescador, de Ernesto Díaz Ruiz. Colombia

- Above The Waves, de Alfred Robinson. Colombia

* Periodista freelance