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Los libros de Carolina Sanín, Margarita García Robayo y Marvel Moreno son tres de los más votados de nuestra Lista Arcadia de mujeres escritoras.

LISTA ARCADIA 2019

Las colombianas más votadas en la Lista Arcadia: las voces que están y las que faltan

Ocho libros de ocho escritoras colombianas aparecen en nuestra lista. Invitamos a la también escritora Yolanda Reyes a escribir al respecto.

Yolanda Reyes*
4 de diciembre de 2019

Dice la escritora Rebeca Solnit que existen bibliotecas fantasma con todas las historias que no se han contado y que, en esas bibliotecas, “los fantasmas superan a los libros por una cifra inimaginablemente vasta”. Las mujeres hemos acumulado siglos de experiencia en el arte de deambular por esas bibliotecas silenciadas, y quizás lo único bueno de la condición fantasmal ha sido la facilidad para transitar por bordes difusos y atravesar estanterías sin ser clasificadas (o vistas, siquiera).

Es esa libertad, o esa facilidad para moverse, la que leo entre las líneas de esta biblioteca de autoras colombianas tan diversas. En contravía de mandatos como ceñirse a los hechos o a los géneros, la preocupación por “hacer un lugar” –un lugar en el lenguaje– y, al mismo tiempo, la certidumbre de no encontrarlo, es la materia de la búsqueda. “Escribir es perder la posición”, se lee en Somos luces abismales de Carolina Sanín, y esa fascinación por el desacomodo la lleva a escudriñar el fondo de la lengua, para pensar todo de nuevo: “Imaginar es estar atento a lo que hay, buscar el lazo entre las cosas, reconocer y desbrozar los caminos que llevan de una a otra, y abrir caminos diferentes”, escribe Sanín con una voz que no tiene nadie más y que da voz a la búsqueda de muchas.

Los ecos de una lengua nueva –“una lengua que se formó lejos de aquí”, escribe Sanín– parecen conectar voces que antes fueron inaudibles. En Afuera crece un mundo, la novela de Adelaida Fernández, la esclava Nay de Gambia pasa de ser el personaje secundario de María, de Jorge Isaacs, a ser la protagonista. Su búsqueda de la identidad y de las cadencias de su lengua antigua paradójicamente se sostienen en la escritura: “Gabriela me enseñó este idioma que ahora me sirve para escribir”, dice Nay, y recrea ese rito de iniciación que es ir pasando los dedos por las letras de Calila y Dimna. Esa conquista de la lengua escrita –tan reciente, en realidad–, para contar la propia historia, y para ser libre, es también el centro de Memoria por correspondencia, la indagación en clave epistolar de la artista Emma Reyes.

Hurgar en las palabras y llevarlas al límite del dolor “porque ellas, que son móviles, que hablan siempre de manera distinta, no petrifican, no hacen las veces de tumba”, escribe Piedad Bonnett en Lo que no tiene nombre, ese libro que, seis años después de publicado, releo en estos días difíciles de 2019 como un duelo que es de todos. Y pienso en Primera persona de Margarita García Robayo, otro libro que también es una voz, primera del singular, que se atreve a decir y a desmitificar estereotipos “femeninos”, y veo cómo unos libros se apoyan sobre otros y cómo han ido expandiendo las posibilidades de leer y de escribir y de albergar tantos temas y registros. Y pienso también en los libros que no he mencionado y en los que aún no leyeron los académicos que hicieron esta lista, y me hacen falta poemas, libros para niños, libros de imágenes, novelas gráficas y libros que ni siquiera se me ocurre que existen, escritos por mujeres.

“Quizás porque un libro se escribe sobre todo para hacerse preguntas”, como dice Piedad Bonnett, me parece coherente con el trabajo de las escritoras colombianas dejar algunos signos de interrogación al lado de las listas. ¿Cuántas formas distintas y posibles de escribir, cuántos formatos y cuántos trabajos en proceso pueden quedar silenciados una vez más? ¿Cómo ampliar las exploraciones y las búsquedas para poner a conversar otras generaciones, otros públicos? ¿De qué hablamos hoy cuando hablamos de literatura o, incluso, de mujeres?

Estas preguntas traen engarzadas más preguntas sobre los tipos de mediación y sobre los escenarios de lectura. ¿Cómo resolver esa tensión entre la necesidad de una organización que oriente la búsqueda y la de una desorganización en la que sea posible explorar algo de lo que casi siempre tiende a quedar por fuera? En otras palabras, ¿cómo recordar que olvidamos cuando hacemos listas, y cómo convertir esa memoria del olvido en una forma de abrir nuevos caminos?

*Escritora y educadora. Fue una de las fundadoras de Espantapájaros. Se ha dedicado a la investigación en pedagogía de la lectura desde la primera infancia y a divulgar obras destacadas de literatura infantil y juvenil. Es autora de libros como Los agujeros negros y Qué raro que me llame Federico.