Me quito el sombrero. Seguir la estela de Fanny Mikey –y sin Fanny– fue el reto que Ana Marta de Pizarro y su equipo afrontaron. Y salieron airosos. El Festival Iberoamericano de Teatro, en su edición número doce, no era inferior a ninguno de sus predecesores. En ciertos aspectos, incluso, ampliaron la gama y el alcance del evento. Pues de eso se trataba; Fanny siempre buscaba que el festival creciera año tras año.
La oferta fue abrumadora. Primero el multitudinario y carnavalesco desfile (con inmensa muñeca de Fanny), y luego óptimos espectáculos de sala, variadas y deslumbrantes funciones callejeras (hasta un Macbeth de Polonia en el Parque Simón Bolívar, con todo y motociclistas), circos inverosímiles, compañías de ballet y de tango, talleres de especialistas en las diversas disciplinas de las artes escénicas, coloquios, conferencias, cuenteros, teatro infantil, eventos diversos para grandes y pequeños en las carpas erigidas en los predios de Compensar y, para los que todavía resistían, buenas rumbas nocturnas que permitían a actores y directores socializar con el público al son de las mejores bandas del país. Uno no sabía ni por dónde empezar.
Yo arranqué la primera noche con Bob Wilson en La última cinta de Krapp de Samuel Beckett. Mi amor por esta obra es grande, y debo decir que esta interpretación me decepcionó. Era más bien El show de Bob Wilson. Admirable, pero poco Beckett, a pesar de su fidelidad al texto. Para comenzar, los estruendosos truenos y relámpagos no ayudaron a crear la atmósfera de apaciguada deses-peración y nostalgia que caracteriza la obra. Si acaso, una leve llovizna hubiera sido más que suficiente.
Sorprendente fue la obra seleccionada para la inauguración oficial: un clásico español, La vida es sueño de Calderón, pero hablado en tártaro. Y la otra sorpresa: la dirección a cargo del colombiano Alejandro González Puche. No resultó fácil para el público. Como es de largos discursos, había mucho para leer, sobre todo si uno no estaba familiarizado con el original, o no lo recordaba bien.
En el curso de los 16 días siguientes se presentaron obras inolvidables. Entre otras, El abrigo (normalmente conocido en español como El capote) de Nikolái Gogol. En este caso no se proyectaron subtítulos. Los actores del Gecko Theater de Inglaterra no necesitaban palabras para sacudirnos con el relato del pobre oficinista ruso que soñaba con tener un nuevo abrigo. Hubo momentos de gran inventiva y comicidad, pero también de drama. Y el fracaso final del protagonista fue en extremo conmovedor. Yo salí del teatro en un raro estado de exaltación y tristeza. Había entendido, además, lo de Dostoievski cuando dijo que toda la literatura de Rusia salió del abrigo de Gogol.
Dostoievski mismo estaba muy bien representado con un montaje de Crimen y castigo del Teatro Mladinsko de Eslovenia. Se trata de una compañía de gran trayectoria y que ha participado en el Festival Iberoamericano con más frecuencia que cualquier otro grupo internacional. Esta vez lograron que el sórdido mundo del gran novelista y sus lúgubres personajes –Raskólnikov, el inspector de policía y demás– tomaran cuerpo ante nuestros ojos. Uno de los mejores recuerdos del festival. Además dejaron una excelente filmación de la obra, grabada en DVD.
Muy diferente, pero también de Eslovenia (junto con Croacia), fue el espectacular Calígula de Tomaz Pandur que se presentó en el Jorge Eliécer Gaitán. A la mayoría le gustó mucho. Confieso que no soy amante de esta clase de teatro. Lo puedo admirar, pero no me conmueve. Los intérpretes eran excelentes; los eslovenos y croatas nos tienen acostumbrados a un alto nivel de actuación. Pero sentí que el magnífico texto, basado nada menos que en la obra homónima de Albert Camus, ganó poco con toda la parafernalia escénica. Es cuestión de gustos. Y lo bueno del festival es la variedad. Todos encontramos espectáculos hechos a nuestra medida.
De los invitados de honor, Cataluña y Baleares, lamento no haber visto más. Me hablaron maravillas de Buika y de Nocturn de Pep Tosar y de La Pantera Imperial de Carles Santos. El festival es excesivo; imposible ver más de la mitad. Me cautivó el catalán Sergi López, solo en escena. Es decir, el actor no contaba con la presencia de ningún otro, pero por arte de magia pobló el espacio vacío con docenas de personajes hechos a su imagen y semejanza. Con razón su obra se titulaba Non Solum, un texto brillante, brillantemente presentado. Durante más de dos horas López nos entretuvo con su ingenio. Es un virtuoso.
De Cataluña (Teatre Lliure de Barcelona) también tuve la suerte de ver la singular obra 2666 basada en la novela homónima de Roberto Bolaño. Una buena adaptación de algo que parecía imposible poner en las tablas. Qué buenos actores, todos. Pero lo malo es la ampliación de las voces. Cuando hay cuatro o cinco españoles hablando uno al otro en escena y el sonido de las voces, de por sí bastante similares, sale de la misma fuente –es decir, de unos bafles escondidos quién sabe dónde– resulta difícil saber cuál de todos está hablando. Hay que estar muy atento, o muy cerca, para mirarles los labios, cosa difícil si están mirando para otro lado, o hacia atrás. Llegué cansado al cuarto acto cuando los personajes empezaron a sembrar una infinita cantidad de cruces mientras se proyectaba una lista interminable de mujeres asesinadas, todo acompañado por los gritos desesperados de una muerta bañada en sangre. Un recurso un tanto obvio, tal vez. Apropiado para una manifestación callejera. Poco sutil en escena.
El teatro “furioso” de Pippo Delbono fue otra dosis fuerte. En su obra Guerra, el italiano aprovecha los inesperados talentos de actores que encuentra en las calles, en los hospitales, en las cárceles. Sus limitaciones físicas, su misma invalidez, proporcionaban un ingrediente adicional. El efecto fue visceral. No salimos del teatro tal como habíamos entrado. Algo nos había pasado, algo de que no nos podríamos escapar aunque quisiéramos.
Tierno y cómico a la vez me pareció el Teatro Delusio de Alemania (Familia Floz). Entre bastidores, tres mimos, haciendo de tramoyistas, preparaban a cantantes, bailarines, espadachines y demás personajes para entrar en escena. Y solo al final nos dimos cuenta de que eran tres actores no más quienes habían hecho todos los papeles, usando grandes y muy expresivas máscaras. Hay que mencionar también a los checos, en el conocido Pato salvaje de Ibsen, pero esta vez en tono de farsa. No quiero imaginar qué habría pensado el gran dramaturgo noruego, pero para los que asistimos esa noche al Teatro Leonardus el resultado fue fabuloso. Fue una de las buenas obras de la primera semana del festival, aunque parece haber pasado un poco inadvertida.
Igualmente inadvertida, para muchos, fue una innovación en el festival. Este año, como parte de los Eventos Especiales, los talleres se iniciaron mucho antes del festival propiamente dicho, algunos a partir de enero. Y sus efectos se sentirán seguramente durante un tiempo indefinido después. En asocio con el Ministerio de Educación, el festival invitó a 75 profesores de colegios públicos, algunos traídos de las regiones más remotas del país, para participar en talleres sobre diversos aspectos del arte teatral. Así mismo el gobierno distrital colaboró con el festival y se pudo seleccionar a 270 participantes del proyecto “Jóvenes conviven por Bogotá”, quienes se inscribieron en talleres que incluían, además de teatro, cursos de fotografía y estímulos en el llamado “arte urbano”. El fruto de estos talleres se ha visto en la Universidad Nacional, tanto en la muestra de fotografía del Museo de Arte como en los grandes murales que aún permanecen en el campus. Además de lo anterior, jóvenes de 14 bandas de música, entre las más de 60 que han aparecido en Bogotá (y que se hacen llamar las Bandas Emergentes), disfrutaron de “encuentros sonoros”. Recibieron “herramientas para el DJ” y clases sobre música para cine y televisión, entre otras muchas materias. En esto, el festival estaba trabajando con un programa juvenil de Cinep que lleva el nombre Haz Click! El “gran evento de cierre” de las bandas tuvo lugar en la Media Torta, en el marco del festival.
Muchas fueron las obras montadas por compañías colombianas. De ellas destaco, en primer lugar, el extraordinario Entre mortales de Juan Carlos Agudelo y su Casa del Silencio. Pero igualmente pude apreciar, y en algunos casos repetir, obras como el excelente Esperando a Godot del grupo El Anhelo del Salmón (estos sí saben de Beckett); El autor intelectual, pequeña pieza original del talentoso Jorge Hugo Marín; y El casamiento de Gombrowicz con el notable elenco de actores que dirige Pawel Nowicki. Eso sin hablar de la laureada obra Mediumuerto que trajo Matacandelas de Medellín, La lección de piano de Jóvenes Creadores del Litoral (del Pacífico, por supuesto) y el delicioso juego teatral en espacios no convencionales, Haberos quedado en casa capullos!, que dirige Manuel Orjuela y Marc Caellas en el barrio La Macarena.
Definitivamente la variedad y la versatilidad son las características del festival. Por ahora una sola sugerencia: en el futuro que repartan una lupa con cada hoja impresa de la programación. Gracias.