Especiales Semana

JUICIO DE RESPONSABILIDADES

Después de la tragedia, el Presidente y el Ejército se reparten las cargas

6 de noviembre de 2020

El sabor amargo que dejó el de senlace de la toma del Palacio de Justicia en Bogotá, comienza a dar paso al inevitable juicio de responsabilidades. La primera reacción frente al saldo de la tragedia invariablemente va cargada de pasiones incluye consideraciones retrospectivas que no podían ser anticipadas en el momento de las decisiones. Muchos "debieron" "han debido" "no han debido" se escuchan en los comentarios sobre los hechos. Sin embargo, las personas que tomaron las decisiones, los responsables, tuvieron que actuar con base en las circunstancias existentes, que lamentablemente no iban acompañadas de una bola de cristal. Cualquier juicio que pretenda tener algo de objetividad debe hacerse sobre esta base.
¿Cómo puede ser juzgado, entonces, el manejo de la crisis por parte del Presidente? En primer lugar, es necesario reconocer que las circunstancias políticas no daban para una negociación. Acusado Betancur por algunos sectores de opinión de haber entregado el país a la guerrilla, rota la tregua por parte del M-19, a escasas dos semanas del atentado contra el Comandante del Ejército, el país estaba sumido en un ambiente de desestabilización institucional con una percepción de un vacío de autoridad.
En circunstancias diferentes, habrían existido dos caminos: una solución pacífica y negociada, o una definición por las vías de hecho. En el caso de Betancur, sin embargo, para que él y su proceso de paz sobrevivieran políticamente, era necesario descartar la primera opción. Un show del M-19 de un mes de toma con avión a Cuba al final y guerrilleros sonrientes haciendo la " V" de la victoria, hubieran representado la muerte política del Presidente y darían piso para que volvieran una vez más los rumores sobre golpe de Estado. Paradójicamente, uno de los comentarios que más se escuchaba era el de que el gobierno no podía exponerse a un episodio como el de la administración Turbay en el caso de la toma de la Embajada de la República Dominicana. Este sentimiento hacía caso omiso del hecho de que el manejo de esa crisis le representó al ex presidente liberal su mayor momento de gloria en toda su carrera política. Otra confusión que se abrió campo fue la de que la toma del Palacio de Justicia se derivaba de una supuesta debilidad del gobierno. La realidad es que el asalto a la Embajada, que era un episodio comparable, tuvo lugar durante la no precisamente débil administración del Estatuto de Seguridad. Sin embargo, como en política funcionan las percepciones y no las realidades, existía una sensación de que, dada la política de paz del presidente Betancur, "esto se véía venir" y, por otro lado, de que era necesario "trazar la raya". La situación general era de por sí suficiente justificación para descartar cualquier transacción, aunque las peticiones de los guerrilleros hubieran sido medianamente "razonables". El Presidente y sus ministros estaban conscientes de este hecho, razón por la cual el concepto de negociación nunca estuvo sobre la mesa de discusiones. El absurdo de las exigencias del M-19 en esta oportunidad, sin embargo, por sí solo eliminaba cualquier posibilidad de darle vueltas al asunto.
Si bien el M-19 había hecho las peticiones de rigor--publicación de las actas de la Comisión de Verificación, de los documentos del FMI, etc.--, su exigencia central era, ni más ni menos, que obligar al Presidente a presentarse al Palacio de Justicia para hacerle un juicio público, presidido por la Corte Suprema de Justicia, teniendo como fiscal a todo el pueblo colombiano, el cual formularía sus denuncias a través de la radio (ver comunicado). Con esta locura de circo romano en que el Presidente iba a ser el cristiano, el M-19 arrinconaba al gobierno y se echaba la soga al cuello.
Era simplemente inconcebible el espectáculo para el mundo de un juicio popular al Presidente de Colombia, por cuenta de unos guerrilleros, en el escenario que simboliza la institucionalidad del país, en plena Plaza de Bolívar, a pocos metros del Congreso y de la Casa de Nariño.
La solución militar era, pues, inevitable. Queda entonces por preguntarse, qué tan viable era, qué tan eficiente fue, cuáles alternativas estratégicas existían y qué responsabilidad le cabe al Presidente de la República en el manejo de un operativo militar, una vez que éste ha sido decidido a nivel político .
En cuanto a la responsabilidad militar del Presidente, aunque éste tiene el título de Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas, en la práctica su función es tomar la decisión, pero no dirigir la operación. Tan es así que durante los tres interminables consejos de ministros que tuvieron lugar durante la tragedia, no hubo ninguna discusión de tipo militar. El Presidente y sus ministros sólo recibían las pocas informaciones que se podían obtener de la confusión existente. La única decisión militar que podía tomar Betancur, y es ahí donde debe centrarse cualquier juicio sobre su responsabilidad, es si debió dar la orden o no de suspender el operativo que se había activado automáticamente dentro de los procedimientos militares previstos. Si alguna vez el Presidente se sintió tentado de dar esta orden, el inesperado incendio en la noche del miércoles cambió dramáticamente la situación. El saldo de muertos que inevitablemente tenia que haber dejado el fuego, hacia más dificil aún cualquier negociación. Si se da por hecho que el país no le habria aceptado una negociación sin muertos, nunca le habría perdonado una liberación de guerrilleros con docenas de victimas civiles. El holocausto lo había conducido al punto de no retorno.
Otro factor importante que hay que tener en cuenta es el de los problemas de comunicación. Después del incendio todos los teléfonos dejaron de operar. No podía haber contacto directo entre un jefe guerrillero y la Casa de Nariño, ni entre algún rehén y la Presidencia. Los mensajes que desesperadamente se intentaron cruzar a través de enviados especiales el jueves en la mañana, inexplicablemente no llegaron nunca a su destino.
Ni el magistrado Reynaldo Arciniegas, enviado por Almarales a eso de las 8:30 a.m. del jueves, llegó a hablar con el Presidente, ni el director del Socorro Nacional, Carlos Martinez Sáenz, pudo entregar la nota que le enviara el gobierno al jefe guerrillero. Todo indica que estas iniciativas se frustraron a nivel de mandos medios. Una guerrillera que no podía tener contacto con sus propios jefes recibió con una ráfaga de ametralladora la aparición de la bandera de la Cruz Roja. Por su parte, el mensaje de Arciniegas fue entregado a los comandantes militares de la operación y habrá que establecer por qué no llegó al Presidente o por qué no hubo posteriormente un contacto directo de Arciniegas y el despacho presidencial.
¿Qué responsabilidad corresponde, entonces, a los militares? Sin duda alguna, la opinión pública señala al M-19 como el gran culpable, pero el alto número de bajas civiles parece exigir algo más que esta simple conclusión en el juicio de responsabilidades. En primer lugar, lo que muchos se preguntan es por qué se suspendieron las medidas especiales de seguridad que se habían tomado para proteger a los magistrados. Si bien es cierto que, en principio, plan descubierto equivale a plan frustrado, también lo es que la amenaza del M-19 no era la única que pendia sobre las cabezas de los magistrados. La mafia venía de tiempo atrás intimidando con llamadas telefónicas, envio de sufragios y coronas de flores a los magistrados y a sus familias. Como lo evidencian el asesinato del ministro Lara Bonilla, la muerte de peatones inocentes, víctimas de la explosión de la bomba puesta frente a la Embajada de los Estados Unidos, y los incontables jueces asesinados en todo el país por los narcotraficantes, éstos no hablan en vano.
En lo que se refiere al operativo en términos militares, es necesario tener en cuenta que en estos casos las Fuerzas Armadas responden automáticamente ante situaciones de orden público, de la misma manera como los bomberos reaccionan ante una alarma de incendio.
Se podría criticar sin embargo que el ataque militar nunca cesó. Fuera de una breve pausa nocturna después del incendio, el hostigamiento fue permanente. No hubo un cese al fuego que permitiera un análisis más frio y nacional de la situación. Esto podría justificarse si se tiene en cuenta que cualquier pausa que se le diera a los guerrilleros, les hubiera permitido consolidarse y tomar el control del edificio en posiciones prácticamente inexpugnables. No se llegó a esto porque el Ejército no dio tregua, pero es evidente que este raciocinio estrictamente estratégico desde el punto de vista militar, iba en detrimento de la salvaguardia de los rehenes.
Las descripciones de algunos sobrevivientes del sangriento final del operativo, dejan la impresión de un fuego indiscriminado, en el cual la consideración principal no parecía ser tanto la vida de los rehenes, como la de terminar de una vez por todas militarmente el episodio. Queda la sensación de que en los últimos momentos, aunque los guerrilleros hubieran deseado rendirse, no habrían podido hacerlo, dado el caos reinante y la ferocidad del ataque.
El saldo rojo final de la batalla hizo que las Fuerzas Armadas, que gozaron de gran popularidad el primer día, la perdieran el segundo. La operación militar era supremamente dificil y se llevó a cabo en forma eficaz.
Se cometieron excesos. Algunos inevitables al fragor de una batalla abierta, intensa y sostenida contra un enemigo con ventajas estratégicas y armado hasta los dientes. Y algunas más cuestionables, como la decisión de haber utilizado rockets contra los puntos estratégicos donde se encontraban tanto los guerrilleros como los rehenes.
Por testimonios como el del magistrado Humberto Murcia Ballén, esto pudo haber costado muchas vidas inocentes, así como haber sido el origen del incendio. Sin embargo, si el Presidente puede descargar parte de su responsabilidad en las Fuerzas Armadas, ya que no le tocaba a él dirigir el desarrollo del operativo, éstas también pueden, en justicia, descargar parte de su responsabilidad en él.
Es posible que la única alternativa para haber podido obtener un resultado menos sangriento hubiera sido aceptar o establecer un diálogo antes del apocalipsis y esta decisión no le correspondía a los generales sino a Belisario Betancur.
Todo lo anterior indica cuán complejo y dificil es establecer claramente hasta dónde va la responsabilidad de cada uno de los comprometidos en la tragedia. En esto radicará parte de la dura tarea que tendrá que asumir el alto tribunal que, al cierre de esta edición, estaba siendo conformado por la Corte Suprema de Justicia y el gobierno.