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REGIÓN

Antioquia, el gran reto en el posconflicto

Los antioqueños sufrieron más que nadie la guerra por cuenta de las acciones de las Farc, el ELN y las AUC. Por eso esperan que el gobierno actúe con vigor en su departamento.

24 de septiembre de 2016

En ningún departamento el conflicto armado dejó una mayor estela de muertos y sangre, de mutilados y desterrados que en Antioquia. Allí los grupos armados causaron 1.645.840 víctimas, desplazaron a 1.364.470 personas, asesinaron a 299.000, desaparecieron a 43.830, secuestraron a 6.184 y violaron a 3.307.

El oriente antioqueño, por ejemplo, vivió situaciones muy dramáticas: cerca de 300.000 personas se desplazaron ante el imperio de los frentes guerrilleros más fuertes de la región: el Noveno y el 47 de las Farc, el Carlos Alirio Buitrago del ELN, y de los paramilitares los bloques Metro y Autodefensas del Magdalena Medio, que cometieron más de 50 masacres. Y sin embargo, hoy ha regresado más del 70 por ciento –atrás quedó el panorama de caseríos tragados por el monte– y en todos los municipios avanza el desminado. San Carlos y San Francisco ya están libres de sospecha de minas.

Precisamente en San Carlos, Pastora Mira, exinspectora de Policía, exconcejal y madre de dos hijos desaparecidos, se asombra de cómo sus paisanos han podido vivir con quienes fueron sus victimarios, los mismos paramilitares que se aliaban con los policías para castigar a los ladrones, a los que señalaban como guerrilleros. Hoy muchos de esos desmovilizados manejan mototaxis, atienden a las mesas de bares, tienen familias, llevan a sus hijos al colegio, se olvidaron de ese pasado en el que empuñaron un fusil.

El posconflicto (después de la desmovilización de los paramilitares) llevó a una víctima a ser alcaldesa en un municipio conservador por tradición. María Patricia Giraldo recuerda todavía esos viernes en que salía del internado en el que estudiaba rumbo a Santa Rita, la vereda en la que nació, la misma de la que su familia tuvo que huir porque los paramilitares los acusaron de ser guerrilleros. “Pero la esperanza llegó de nuevo al pueblo y eligieron alcaldesa a una víctima, porque creían en un proyecto de retorno, de que las familias estuvieran en sus tierras”, dice meses después de entregar el puesto.

En un principio los más desconfiados con la reintegración de los paramilitares a la vida civil eran los propios sancarlitanos, asustados de tanta sangre que vieron correr. Recuerdan que en el pueblo muchas veces llamaban a la Policía para que atendiera un problema sencillo, pero llegaban los hombres de las autodefensas, quienes no amenazaban con la cárcel sino con la muerte para mantener el orden en el pueblo. “Y aquí muchos temían que eso se repitiera, pero hemos sabido convivir, porque todos conocemos el pasado de cada cual”, dice Pastora Mira.

Pero como Antioquia ha sido muy golpeada por el conflicto, muchos siguen con desconfianzas varias. Algunos no creen en el arrepentimiento guerrillero, otros, los que han estado en las zonas de presencia histórica de las Farc, temen que otros grupos armados emergentes, ya con el terreno despejado, lleguen a implantar su negocio, a imponer reglas crueles y, lo que más miedo les da, a hacer ‘limpieza social’, como en los tiempos de Carlos Castaño.

En esas zonas de temor está Ituango, al norte de Antioquia, donde los frentes 18 y 36 han impuesto orden y cultivos, corredores y ley, que se refugiaron en el nudo de Paramillo, de donde no los pudieron sacar ni el Ejército ni las AUC. No pocos campesinos temen la llegada de otro actor armado, uno desconocido y más cruel. Por eso Jorge Jaramillo –presidente de la asociación comunal del municipio, quien día a día está en contacto con los líderes de zonas alejadas– cree que el principal reto del Estado después de firmar la paz con las Farc “será crear confianza en que el gobierno ocupará todo lo que la guerrilla antes llenaba: territorio, y además justicia”.

La lista de requerimientos es larga. Se puede contar, por ejemplo, la necesidad de vías terciarias para sacar los productos de las veredas más lejanas, algunas que están a dos días de camino por trochas imposibles. Por ejemplo, muchos campesinos de El Aro, el corregimiento de Ituango donde los paramilitares cometieron una de las peores masacres de esta guerra, no pueden sacar sus cultivos porque no hay vías, y eso que están a siete horas de la vía al Mar. Qué se puede decir de quienes viven más lejos. Por esto, cuando a mediados de la década pasada el cultivo de coca creció exponencialmente, muchos decidieron dejar el café, el maíz, el fríjol y cultivar la hoja, pues era más fácil cargar con un kilo que con una tonelada de cualquier otro cultivo por el mismo dinero.

Jaramillo recuerda que el problema no es solo sacar los cultivos, sino la dificultad para acceder a un préstamo en algún banco, la imposibilidad de aplicar a los subsidios del Estado, “por eso aquí los campesinos tienen mucha esperanza en la titulación de tierras porque eso garantiza acceder a otros beneficios, por ejemplo, para la siembra, no es justo que uno compre una semilla y el precio esté por las nubes, pero cuando vaya a vender el producto el precio esté baratísimo”.

Hernán Darío Álvarez ve en el desminado que ya empezó en su municipio un buen augurio, pues muchas zonas veredales han estado vedadas por las minas antipersonal. “Aquí 237 personas han caído en un aparato de esos y 44 han muerto, eso es una injusticia y un temor, después del barrido que se haga los campesinos podrán ingresar con mayor tranquilidad para trabajar el campo, que es lo que todos queremos”, dice.

La seguridad, sin embargo, es la preocupación mayúscula. El gobernador Luis Pérez ha dicho que el orden es necesario en el posconflicto, por lo que ha pedido a su secretaria de Gobierno, Victoria Eugenia Ramírez, visitar cada una de las zonas rurales donde se concentrarán los guerrilleros y donde se realizarán planes pilotos de desminado y erradicación de cultivos ilícitos. Uno de los temores de Pérez es que se recrudezca la violencia de las bandas criminales para copar territorios históricos de las Farc, como ya sucede en zonas del Bajo Cauca, en límites con el sur de Bolívar y Córdoba.

Diky Manuel Urrutia, presidente de la Asociación Laboratorio de Emprendimiento y Liderazgo Juvenil de Caucasia, corazón del Bajo Cauca, confirma los temores del gobernador, pues, desde que se desmovilizó el bloque Mineros de las AUC, ha pasado más de un clan criminal por los municipios y cada uno ha dejado sus guerras y sus muertos. “Y una de las soluciones para que eso no pase es que las autoridades hagan presencia, pero no hablo de Policía y Ejército, hablo de proyectos productivos y de emprendimiento para jóvenes, que son los que han alimentado nuestras guerras”.

Las más dispuestas a la paz, al fin de cuentas, son las víctimas, todas esas personas que han tenido que convivir a la fuerza con los actores de la violencia: esos colombianos que de verdad conocen las causas y los efectos de tanta guerra.