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| Foto: Jorge Restrepo

ANÁLISIS

Aprender a vivir sin el enemigo interno

Las Farc dejarán las armas pero no sus ideas socialistas. Sus integrantes ya no serán enemigos violentos del régimen, sino sus adversarios ideológicos. Mucho tendrá que cambiar en la cultura política del país.

24 de septiembre de 2016

En los últimos 50 años la idea de que el Estado y la democracia tenían un enemigo interno marcó a las instituciones y al sistema político como ninguna otra. Durante estas décadas, Ejército y Policía estuvieron más en función de la guerra que de la soberanía o la seguridad ciudadana. Por largos periodos Colombia vivió estados de sitio o de excepción. La justicia estuvo siempre influenciada por las necesidades del conflicto y hasta los medios de comunicación han gastado tinta por toneladas para registrar cada día los avatares de la guerra y sus desastres. Todos ellos, así como la sociedad misma, tendrán que empezar a entender que ya no tienen el enemigo que conocieron por medio siglo.

Al comienzo del Frente Nacional, el Ejército adquirió cierta autonomía en el manejo del orden público. El hito de ese fenómeno fue el famoso discurso que Alberto Lleras Camargo pronunció en el Teatro Patria, por el cual buscaba ubicar a la institución castrense lejos de la política. Pero, como han dicho los historiadores, tras participar en la guerra de Corea y recibir la influencia de la Guerra Fría, las Fuerzas Armadas adquirieron una tendencia anticomunista. Si bien el poder no las tentó como en el resto de América Latina, sí se ideologizaron al extremo. Esta corriente estuvo vigente hasta los años ochenta en todo el continente, con su máxima expresión en las dictaduras del Cono Sur, pero en Colombia permaneció prácticamente hasta hoy por cuenta de la guerra contra las Farc. Dos de los problemas de esta doctrina son que señala como insurgentes acciones que no son armadas y que extiende el concepto de enemigo, propio de la guerra, al adversario político o al disidente social.

Durante la guerra, hubo dos momentos donde esta visión del país se exacerbó. El primero a finales de los años setenta, cuando el Estatuto de Seguridad Nacional del presidente Julio César Turbay Ayala militarizó al país, se presentaron torturas y comenzaron fenómenos como la desaparición forzada. Y el segundo durante el gobierno de Álvaro Uribe, con las capturas masivas en las zonas de rehabilitación de Sucre y Arauca, y en general, con el clima de estigmatización contra la izquierda y los movimientos sociales. Recientemente, incluso, el expresidente tuvo que retractarse de sus señalamientos al periodista Hollman Morris, uno de los más afectados durante su gobierno.

Al respecto, Santos se ha comprometido a desarrollar campañas para que no se estigmatice a los opositores, en el entendido de que esta práctica difunde una cultura que se convierte fácilmente en amenazas y violencia. Aun, parte del cese de hostilidades pactado en La Habana consiste en que las Fuerzas Militares no vuelvan a lanzar epítetos ofensivos contra las Farc –como bandoleros o terroristas– y viceversa. Esto es crucial porque en Colombia siguen asesinando cada semana a un líder social o defensor de derechos humanos, y no hay duda de que el estigma es un factor que incide en este tipo de crímenes.

Posiblemente la última y más grave consecuencia de esta doctrina fue el episodio de los falsos positivos, por el cual los responsables no solo asesinaron a inocentes, sino también a activistas sospechosos de ser, como se decía en algunos cuarteles, guerrilleros vestidos de civil.

Por todo lo anterior, aunque en los acuerdos de La Habana ni una sola línea habla de un cambio de doctrina militar o policial, esto ya está ocurriendo. Como ha dicho el general Óscar Naranjo, cuando cambia la música cambia el baile. De ese modo el Ejército busca una identidad para el posconflicto en torno a la ocupación del territorio, y la Policía, a la seguridad humana.

Ese enemigo interno justificó también una gran distorsión en el rol de la Policía, que en Colombia tiene un carácter altamente militarizado. Dado que esta institución fue blanco permanente de ataques, no solo tuvo que dotarse de armamento de combate, sino que se acantonó en trincheras. Por eso la imagen de algunos pueblos, como los del norte del Cauca, forma parte de una especie de realismo trágico: verdaderos búnkeres blindados al lado de la iglesia o de las escuelas.

Una justicia para un país normal

El concepto del enemigo interno se extendió también a la justicia. Colombia puede ser un caso excepcional en el continente por tener presos por el delito de rebelión, acusados por cuestiones ideológicas. Posiblemente el caso más reciente es el del profesor Miguel Ángel Beltrán, relacionado supuestamente en los computadores de Raúl Reyes como alias Camilo Cienfuegos y quien presuntamente tenía intercambios de adoctrinamiento con la guerrilla. Estuvo preso más de cinco años, y hace pocos días recuperó la libertad porque las pruebas con las que se le condenó fueron consideradas ilegales.

En el pasado hubo casos mucho más graves. Basta recordar el del profesor Alfredo Correa de Andréis, señalado por un testigo anónimo de hacer parte de una red insurgente. Estuvo preso acusado de rebelión, y cuando salió en libertad lo asesinaron en una calle de Barranquilla. Hoy se sabe que todo fue una conspiración entre miembros del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), con aquiescencia de la propia justicia.

La Jurisdicción Especial para la Paz considera asumir muchos casos de estos líderes sociales que están presos o tienen abiertos procesos judiciales, y no cabe duda de que habrá que ver a la luz de una nueva realidad muchos tipos penales hoy vigentes en Colombia. Por lo menos el delito de rebelión tendrá otro significado.

Capítulo aparte merecen los medios de comunicación y sus narrativas. Pablo Emilio Angarita, profesor de la Universidad de Antioquia, presentó el año pasado un libro demoledor sobre el papel del periodismo en la construcción del enemigo. El académico estudió el periodo de 1998 a 2010, es decir, los gobiernos Pastrana y Uribe, y encontró una adhesión fuerte de los periodistas al discurso oficial antiterrorista. Según su análisis, las Farc se constituyeron como el enemigo único del país y fuente de todos sus males, desde el narcotráfico, hasta el secuestro y la violencia sexual. Eso, a su juicio, hizo que la violencia paramilitar pareciera menor o incluso que llegara a justificarse como un mal menor ante la insurgencia.

Con el fin del conflicto las Farc dejan las armas, pero no dejarán de ser marxistas ni comunistas. Y lucharán por llegar al poder con esas ideas y por las vías legales. A lo largo de medio siglo, en Colombia comunismo y guerrilla fueron prácticamente sinónimos. Eso va a cambiar. De hecho en los años recientes una izquierda democrática consolidada ha bajado el estigma de violencia que pesaba sobre ella. Sin embargo, esto es más notorio a nivel central que regional. En muchos lugares del país todavía la militancia comunista se ve como algo peligroso. Y no solo el comunismo, sino actividades tan liberales como el sindicalismo, que lleva una carga negativa en mora de ser superada.

Finalmente, las instituciones del Estado tendrán que actuar distinto. El conflicto ha marcado la focalización de las políticas sociales en los últimos años. Las llamadas zonas rojas siempre fueron excluidas de muchas inversiones en el entendido de que primero había que asegurarlas militarmente. Incluso con ese criterio se ha hecho la restitución de tierras, las políticas de retorno, entre otras. Sin las Farc, los indicadores para priorizar las inversiones serán otros, por ejemplo, el nivel de desigualdad o pobreza, o una valoración de las oportunidades de prosperidad de un territorio. Desaparece la excusa del conflicto para marginalizar a una parte del país y, por el contrario, es posible que zonas otrora olvidadas pasen a protagonizar el futuro.

Sin enemigo interno, Colombia empieza a ser un país normal, como el resto de los de América Latina. Un país donde las diferencias políticas, e incluso la polarización ideológica, no terminen a bala. Los antiguos enemigos ahora serán adversarios políticos y se podrán decir lo que quieran, pero no matarse.