Home

Libros

Artículo

Adelanto

‘El barro y el silencio’, un libro sobre la tragedia de Armero

ARCADIA publica un adelanto exclusivo de la reedición que Laguna Libros publicará de ‘El barro y el silencio’, la crónica en la que Juan David Correa recuerda la historia de sus abuelos, quienes vivieron en Armero hasta que la avalancha de 1985 sepultó el pueblo.

Juan David Correa
13 de noviembre de 2018

En esta crónica, Juan David Correa recuerda a sus abuelos que vivieron en Armero hasta el 13 de noviembre de 1985, cuando una avalancha de barro sepultó el pueblo. Pasados más de treinta años, reconstruye la historia de una familia y un territorio afectados por la dolorosa convergencia de las fuerzas naturales y un gobierno negligente. Este es un intento por entender y una reflexión sobre cómo narrar la tragedia. Es también una invitación a escuchar estas voces para salvarlas del olvido. 

ARCADIA publica este adelanto exclusivo de la reedición de El barro y el silencio que Laguna Libros lanzará el próximo 19 de noviembre.

El barro y el silencio

La mañana del 13 de noviembre de 1985 fue gris. Noviembre suele ser un mes lluvioso en Bogotá, uno de esos meses invernales antes del verano decembrino. Abril, por ejemplo, antecede al sol de mayo y de junio, y noviembre, al sol picante de diciembre. Tal vez no haya existido en la historia de Colombia un noviembre como el de ese año. O quizá me equivoco, pues desde hace setenta años, muchos meses han sido negros para la historia del país. Lo cierto es que nunca antes, en tan solo ocho días, habían ocurrido dos tragedias como las que sucedieron entre el 6 y el 13 de noviembre de 1985.

El 6 de noviembre, a eso de las once de la mañana, un comando de treinta y dos personas del M19 entró al Palacio de Justicia, al mando de Andrés Almarales y Luis Otero, y tomó como rehenes a unas mil personas que se encontraban en el edificio de la Plaza de Bolívar.

Entre el 6 y el 7 de noviembre, cuando el ejército decidió tomarse por asalto el Palacio a sangre y fuego, el país estuvo suspendido en una suerte de película de acción que tuvo todos los ingredientes de una conspiración. Creo que quienes crecimos en esa década no podremos olvidar la voz de Alfonso Reyes Echandía, presidente de la Corte Suprema de Justicia, clamando por radio que cesaran los ataques del ejército. Ni tampoco la entrevista que dio el coronel Alfonso Plazas Vega, en la que le dijo a una periodista que estaba «defendiendo la democracia, maestro». Sin embargo, lo ocurrido ese día no se supo sino muchos años después gracias a libros e informes que dan cuenta de lo pusilánime de un gobierno cercado por los militares.

En esos dos días murieron alrededor de cien personas y doce más fueron desaparecidas y torturadas por el ejército colombiano. El 6 y 7 de noviembre, un tanque cascabel se adueñó de la Plaza de Bolívar y fusiló al organismo central de la justicia colombiana. El 6 de noviembre, la entonces ministra de comunicaciones, Noemí Sanín Posada, mandó a callar los noticieros que dieran cualquier información sobre los hechos del Palacio y pidió que se transmitiera un partido de fútbol, algo que, en aquella época, era poco frecuente.

Durante esos dos días ningún miembro del gobierno arriesgó una salida distinta a la de una toma que fracturó, como el Bogotazo, la historia del país. Durante dos días, en frente de uno de los símbolos del establecimiento colombiano hubo una masacre que hoy, veinticinco años después, no ha podido ser resuelta del todo.

Ese 6 de noviembre yo tenía nueve años, estudiaba en el Colegio San Viator, al norte de Bogotá, y fue la primera vez que sentí que la historia de este país tenía que ver conmigo. Vivía con mi madre, mi hermano y mi padrastro en Usatama, una urbanización en el centro de Bogotá, en la calle 22 con carrera 30. Puedo recordar ese día gracias a dos noticias. La primera: la empleada del servicio nos recogió en el paradero del bus diciendo que la oficina en la que trabajaba mi mamá estaba siendo bombardeada. La segunda: después de las siete de la noche, cuando mi mamá, la abogada Consuelo Ulloa, llegó a sacarnos de la equivocación, pues trabajaba en la Superintendencia de Notariado y Registro, y no en el Palacio de Justicia, comenzaron a verse en el cielo resplandores de las explosiones.

El clima nacional, a mediados de los ochenta, era de miedo y zozobra y produjo una estela de crímenes muy parecida a la ocurrida siete años antes, cuando el presidente Julio César Turbay decretó el Estatuto de Seguridad, concediéndole autonomía a las fuerzas militares para ejercer justicia por su propia mano. Muchos de los magistrados que estaban el día de la toma del Palacio investigaban, precisamente, los desmanes cometidos por las fuerzas armadas en contra de presuntos simpatizantes del Eme y de la izquierda colombiana. Con el ascenso de Belisario Betancur al poder, en 1982, muchos creyeron en la esperanza prometida de una paz que nunca llegó. Las palomas blancas adornaban los muros de Bogotá mientras unos diálogos planteados con sigilo eran blanco de una guerra sucia orquestada por los militares que en secreto pensaban que Belisario, como todo el mundo le decía en Colombia a ese hombre de hablar arrastrado, era una vergüenza para la presunta institucionalidad colombiana. Esos diálogos comenzaron a romperse un año antes cuando un comando del ejército bombardeó el campamento del M19 en Yarumales, Cauca. A partir de diciembre de 1984, cada mes las muertes de los simpatizantes del Eme se hicieron moneda corriente. Uno de sus líderes, Carlos Toledo Plata, fue asesinado en agosto de ese año. Luego hubo enfrentamientos urbanos en barrios como Siloé, en Cali. El Eme pareció perder la ruta de un supuesto diálogo nacional tan solo apoyado por unos pocos y en abril de ese año rompió las negociaciones de paz.

Álvaro Fayad, Andrés Almarales y el comando central, en el que figuraban Carlos Pizarro, Antonio Navarro, Iván Marino Ospina y Luis Otero, decidieron que había que enfrentar al establecimiento remeciéndolo con una acción parecida a la toma de la Embajada de República Dominicana, ocurrida en 1980, cuando un comando se tomó la sede diplomática de la calle 49 con carrera 30, en Bogotá, durante casi dos meses —del 27 de febrero al 25 de abril—, del que salieron triunfadores después de una negociación que terminó con un millón de dólares y un exilio en Cuba de los combatientes del Eme. Animados por esa experiencia previa, planearon el asalto al Palacio para el 17 de octubre, pero su plan fracasó cuando se descubrieron varios planos arquitectónicos en poder de un miliciano del Eme.

Los hechos del Palacio invadieron por esos días la televisión y los periódicos. Yo estaba en los días finales del colegio y lo que ocurrió ese día se disipó con la alegría de salir a vacaciones antes de la navidad. No supe mucho más del Palacio hasta que crecí. Ese, como muchos otros hechos de la realidad nacional, se irían apilando en mi memoria como fotografías del terror que competían, unas con las otras, por el primer puesto. Durante los siguientes cinco o seis años no hubo un mes en el que no se conocieran noticias funestas y desastrosas, con las que crecí como si fueran naturales, partes de un paisaje que se nos antojaba, a mis amigos y conocidos, parte de nuestra vida. Tan natural era todo que vimos explotar un avión en el aire, sentimos cómo una bomba en el edificio del DAS, a tan solo tres cuadras de donde vivíamos, destrozaba los vidrios de nuestras casas y nos dejaba con la sensación de que algo extraño ocurría en nuestras vidas, de que estábamos en un país que era así, que no tenía remedio. La guerra fue para nosotros, apenas unos muchachos de clase media, parte de la vida diaria.

Le puede interesar: La mejor crónica de Iberoamérica según el Premio Gabo

Noticias Destacadas