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El escritor argentino Pablo Ramos

El origen de la ferocidad

Sus libros han conseguido en pocos años imponerse en un mercado en español cada vez más fragmentado. Brutal, escueto y honesto como el que más, Ramos es una de las voces fundamentales de la narrativa argentina contemporánea.

Juan David Correa Ulloa
15 de marzo de 2010

Gabriel, la voz de La ley de la ferocidad y El origen de la tristeza, sus dos novelas, vive días de infierno mientras asiste al entierro de su padre. Uno de esos amaneceres decide, con la nariz taponada por la coca, la cabeza inundada en whisky y el alma lacerada por la rabia, preparar una receta en la cocina de un hotel de mala muerte en Sarandí, un suburbio bonaerense. Mezcla harina, vidrio picado y veneno para ratas. Hornea los panecillos. Sale a la azotea y deja que sus manos espolvoreen, sangrantes, la receta sobre el solar en el que se agolpan miles de palomas. La escena no puede ser más revulsiva: las palomas caen desesperadas sobre el suelo, se estrellan contra los parabrisas de los carros, se confunden con el aire enfermo de esa villa miseria del gran Buenos Aires.

Pablo Ramos estuvo en Bogotá la segunda semana de junio presentando una obra que, de seguro, no dejará inmune a nadie. Y no lo hará, porque este porteño, nacido en Sarandí en 1963, es uno de esos escritores que aparecen cada tiempo para darnos un puño en el hígado. Para bien o para mal, ninguno de sus lectores se queda tranquilo con dos libros que son, de frente, autobiográficos, pero escritos con una belleza tan poética como terrible. Ramos no se arredra: sabe que ha escrito dos historias particulares. No se ufana, pero tampoco es tan inocente como para creer que en su vida no ha ocurrido lo suficiente como para que quien escriba de él no caiga en la tentación de hacer una suerte de prontuario. Ramos creció en la pobreza. Estuvo en la cárcel. En curas de desintoxicación. En talleres literarios. En la calle. Y un buen día decidió largarlo todo y comenzar a escribir. Y lo que salió es de una honestidad brutal. Sentado en un parque bogotano, lleno de palomas, este hombre de no más de 1,70 de estatura, recuerda esa escena de su libro y se ríe, y dice que nada puede ser totalmente autobiográfico, que jamás mataría tantas palomas, que ha hecho cosas peores.

En sus dos novelas hay indicios de lo que podría ser una especie de iniciación literaria, ¿cómo llegó a la literatura?

Comencé a escribir intentando reconstruir una persona. Amé la literatura desde siempre. Leí muchísimo durante toda mi vida. Pero comencé a escribir en una internación contra la adicción. Después de leer una frase de Teresa de Ávila que dice que las palabras llevan a las acciones, alistan el alma, la ordenan y la mueven hacia la ternura, pensé: y yo, ¿quién soy? Y claro, tenía tanto bagaje de ficción que no pude escribir una biografía mía. Así que me di cuenta de que quería comunicar algo. Soy alguien muy emotivo. Empecé a ordenar esos sentimientos, a inventar una situación. Hasta que me di cuenta de que no podía decir lo que quería en términos poéticos. Escribí un cuento. Se lo mostré a un amigo y le pareció bien. Me recomendó el taller literario. Bebía mucho en esa época, me la pasaba borracho y sobrio al mismo tiempo, una mezcla no muy buena, o bueno, buena para pasársela borracho, pero no para escribir. Me recuperé un poco, y cada que quería dejar el taller, la gente me insistía en que yo estaba destinado a esto, a ser escritor. Yo me sentía un deficiente moral. Anduve por cuanta vereda equivocada hay buscando calmar algo que solo pude calmar por este camino, aunque todavía no me acostumbro. Cada vez que tengo que pasar un retén de la policía, veo a ese chico que era yo con tanto miedo y me tengo que decir: “Está todo bien, Pablo, no tenés nada encima”. Por eso no tengo ni tiempo, ni posibilidad de caer en un pensamiento posmoderno, absolutamente imbécil, como pensar que la literatura es algo inútil. A mí la literatura me cambió la vida. Me la cambió cuando conocí escritores como Onetti, Vallejo, Roberto Artl. Yo era de esos adolescentes que leían y vivían el personaje con el libro debajo del brazo: siempre me transformaba, era alguien diferente. Ahora con la escritura creo que tampoco escribo desde un pensamiento de inutilidad. Escribo por esa responsabilidad de que mi literatura puede ser buena o regular, pero trabajo mucho. Creo como Unamuno que se puede tener mucho talento pero se puede ser un imbécil moral. Mis personajes viven conflictos morales profundos. Y ahí radica el valor de la literatura. No porque tenga que ser panfletaria, ni mucho menos… hablo de Shakespeare.

¿Qué le cayó en las manos cuando era, quizás, el niño de su primera novela, El origen de la tristeza?

Mi padre era un tipo recio. Cuando murió mi abuelo, que tenía libros, tiró todo. Él tenía miedo de que me volviera maricón leyendo poesía. Así que a los 13 años me hice monaguillo. Iba a ser cura. Era un delirio. El cura que me recibió tenía en un apartado personal una biblioteca pagana. Yo hice solo la primaria. Así que me leí esa biblioteca a escondidas de él, y por orden. La Isla del Tesoro, primero. Después, Bajo el volcán de Malcolm Lowry: ¡Tenía 14 años, no entendía ni mierda de lo que leía! Ahí pensé, aún sin entender, “si un hombre tiene que ser algo, tiene que ser esto”. Después no paré. Leí Los adioses, La vida breve, todo Onetti. Al final no pude leerme toda la biblioteca porque el tipo se dio cuenta y como era un cura de derecha, que delataba gente en la dictadura militar, pues se opuso. Eso fue lo primero que leí.

¿Y después?

Mucho tiempo después, vagando por Buenos Aires, a los 19 años, me iba a la biblioteca del Congreso, abierta 24 horas. Ahí te daban un sánduche y un té. Me pedía enciclopedias y de paso dormía calientito. Ahí conocí a un escritor uruguayo, algo demente, un tipo muy raro, que tenía su casa, y una pensión que compartía con un artista plástico en donde tenía su estudio. El tipo me propuso que le cuidara ese lugar, a cambio de comida y de un lugar para dormir y claro, una gran biblioteca. Ahí me leía un libro por día. El uruguayo tomaba muchas anfetaminas. Me traía y me decía: “Bueno, este fin de semana Lautréamont, Los cantos de Maldoror”. Yo me metía todo el fin de semana. Cuando el tipo llegaba el lunes, yo estaba temblando, sin haber dormido. Quería bajar de todo ese viaje, y él me decía: “Seguramente no entendiste nada. Este fin de semana que viene, otra vez Lautréamont”. Era un tipo impresionante. Ya no lo veo mucho, porque yo paré con la droga. La droga te ayuda mucho, pero por poco tiempo. A los dos años de estar en ello, ya no querés hacer otra cosa que drogarte. Así que no podía más.

El origen de la tristeza es una novela de infancia, de iniciación, en la que se hunde el paraíso prometido...

Es verdad, es el final de los tiempos felices. Pero más allá de la tristeza, es una novela alegre pues el registro de los niños es distinto. Los amigos, un beso, son cosas felices. Creo que empezamos a ser adultos cuando el pasado nos juega mucho en el presente. Cuando tenemos todos los deseos puestos en el futuro y nos perdemos un café como este. Por toda esa proyección que hacemos cuando crecemos. Más allá de toda esa dureza de esos años, había una felicidad y eso está en esa novela.

Y luego, entre el Gabriel niño, el niño que crece y a quien se le hunde un poco la vida, y el Gabriel desaforado, aquel hombre hecho a quien se le muere su padre y no puede llorarlo, en La ley de la ferocidad, ¿qué hay?

Bueno, ahora viene esa parte de la historia. Otra novela. Que surge de la mirada de la madre de Gabriel. El día que se levanta y no sabe que su marido amaneció muerto. Es una novela desde el punto de vista femenino. Ella contará esa historia, la de su familia. Este libro lo había pensado mucho antes. Pero se me impuso La ley de la ferocidad contada desde el punto de vista de Gabriel y de su padre por una razón: escribo siempre desde el personaje porque detesto la idea literaria, no creo que se necesiten ideas literarias, sino económicas. Cuando la vivencia se vuelve la idea de la vivencia, trato de olvidarla. Porque yo quiero olvidar. No quiero que me pase nada. Quiero que la vida sea una cosa muy chata, muy mediocre, por la cual yo pase sin hacerle daño a nadie, aunque me cuesta un huevo. Ahora, la madre va a contar esa historia, la que hay entre el niño y el adulto porque encontré por fin su propio lenguaje. Eso aparece hoy porque vivo tranquilo, en Salvador de Bahía. Ya casi no voy a Buenos Aires. Cada vez que voy aparece un tipo con una bolsa de armas diciéndome que le guarde aquello, y ese tipo me aguantó mil veces, así que no me puedo negar… Ahora siento miedo. Ahora no quiero volver a la cárcel ni loco. No creo en los códigos de la calle. Es todo mentira. Todo es basura. Todo es traición.

No le molesta exponer tanto su vida… Que le pregunten por verdades que quizá siempre son a medias… Que le exijan confesar si su vida ha sido así de dura...

Sería un hipócrita si digo que no me jode hablar tanto de mi vida, pero lo sería también si dijera que no estoy agradecido con que la gente lea lo que hago. Yo nunca maté palomas, nunca hice muchas cosas de las que están en mis libros. Es un poco lo que decía Sartre: un escritor dinamita su vida y construye con los escombros de su biografía los ladrillos de su literatura. Los críticos no leen mucho a Sartre. El proceso inverso es absurdo: no puedo dinamitar mi literatura y con los escombros construirme una biografía. El álter ego de lo que hago no es Pablo Ramos, es el personaje que construyo para que el lector llegue a mí, de lo contrario le hubiera puesto Pablo Ramos… Sí, me da pudor, pero…

Se lo pregunto también por esa pelea tan argentina entre Florida y Boedo. Entre escritores populares versus cultos, como Borges contra Artl…

Mi solución es: Florida y Boedo. Yo leo todo. Yo amo la literatura. En Argentina se viven haciendo la paja. Hay 20.000 escritores que lo único que hacen es publicarse entre ellos, festejarse entre ellos, está bien… Ahora, cuando leés eso, el 95% no sirve para nada. Rescatando a Mairal, y pocos más, los otros siguen un proceso de encargarse los cuentos los unos a los otros. ¡Por Dios! Eso es publicar antes de escribir. Inundar las librerías de mierda. Lo único que perdura es la literatura. Yo escribo con hambre de eternidad, porque le tengo miedo a la muerte, porque le tengo miedo al olvido, y es absurdo pues no voy a saber si me recordarán, pero escribo así. Y la herramienta que tengo es enfrentarme cada vez a una nueva aventura del lenguaje. Yo busco, y sé que a veces me sobra, pero sigo buscando la belleza.

Sus libros de todos modos son tan poéticos como coloquiales, como brutales…

En una época de mi vida me aterró la bipolaridad, que es un problema que tengo. Hasta que apareció el litio. Pero antes, a mí se me encendía un radio en la cabeza… Cosas que no sabía de dónde venían. El lenguaje me ha ayudado a mezclar eso que menciona. Yo hubiera querido escribir La naranja mecánica por la aventura del joven Álex y por la aventura del lenguaje, ahí están las dos cosas: la vida y la literatura. Esto es un artificio hermoso. El lector y el escritor somos dos bichos del mismo palo. Y cuando se meten conmigo, en lo de popular, en lo del miedo, les contesto lo que dijo el padre Juan Román Riquelme, el diez de la selección argentina, cuando le preguntaron hace poco si estaba de acuerdo en que su hijo a veces se le veía con miedo ante las piernas de sus rivales. El padre lo miró y le dijo: “Cuando jugaba y tenía 12 años en la villa, el que lo marcaba tenía un revólver en la cintura y él igual se lo gambeteaba. ¿A usted le parece que mi hijo le va a tener miedo?”. No tengo miedo de lo que me diga la crítica. Tengo miedo de lo que diga mi madre. Yo escribo con pudor. No quiero escribir de violencia. En todo caso ella me dijo cuando le mostré la última novela: “Me salté pedazos, hijo, pero hasta ahora es lo mejor que escribiste”. Y yo se lo creo.

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