Un grupo migra hacia allá bien lejos, más arriba de Centroamérica, tal vez hacia los Estados Unidos. El número supera los 70: es una multitud diversa, extranjera, cargada de viejos, de niñas, de adolescentes, de hombres recién adultos. Unos y otros vienen de tierras que ya no les ofrecen las bases para las vidas que quieren.
Esas tierras pueden ser ciudades o pueblos donde no poseyeron nada (o no lo suficiente). Sus afectos han sido desajustados y flotan entre pasos cansados: mutan y se depositan en otros rincones de tierras y experiencias imaginadas, que se prometen a sí mismos para sobrellevarse. Algunos viajan por primera vez. Otros, por segunda, tercera y enésima. Salen de muchos países. En la cabeza de todos se precipita con frecuencia el temor de la posible decepción, el fracaso con rostro de catástrofe y los cuerpos envueltos por cadenas. Las vidas de los migrantes se juegan entre riesgos abruptos. Se empaquetan en la suerte del éxodo que practican bajo horizontes violentamente indeterminados.
La celebrada novela mexicana Tierras arrasadas de Emiliano Monge, recién publicada en Colombia por Penguin Random House, se ubica alrededor de la tragedia de más de 70 migrantes. Cuenta cómo estos seres que apuestan la vida por llegar a unas tierras a las que nunca arriban son atrapados por una mafia que los deshace sangrientamente para luego hacerlos mercancía, transacción y utilizarlos como mano de obra barata o servidumbre.
Los migrantes pasan el tiempo hablando, dando cuenta de sí. Se sabe que cada trozo de existencia de cualquiera de ellos puede ser anulado, masacrado, esclavizado o sustituido. Para vivir en los infiernos humanos, y no ser solo alma en pena, unos optan por adaptarse a lo más brutal. Sus cuerpos corren sudorosos entre la persecución policial, la discriminación de locales y al vaivén de posibles estafadores que ejercen como coyotes.
Los espacios de la novela son tierras en las que se violan mujeres y se compran humanos, que quedan en la frontera de dos países cuyos nombres no se mencionan tal vez porque la indagación es universal. Las realidades pasan entre tierras arrasadas que evocan y dan a luz a un infierno como el de Dante en la Divina Comedia, que se encarna constantemente a lo largo de la novela a partir de fragmentos que son citados una y otra vez y ponen a los migrantes, con sus voces, como condenados.
No obstante, los seres migrantes solo son una parte del libro, una fundamental, una acompañada de cientos de testimonios reales recopilados que se ensartan fragmentariamente a lo largo de la novela a manera de verso para recordar a los por lo menos 200.000 migrantes que atraviesan México todos los años.
Como pretende Monge, su novela no es una de blancos y negros sobre seres sufrientes y víctimas contrastadas con seres malos y victimarios. Los protagonistas son dos enamorados traficantes de humanos, Epitafio y Estela. Su amor ocupa el argumento de la novela, así como el proceso de cómo estos dos pierden todo lo que tienen. Podría decirse que lo que denuncia Monge no es a los humanos como tal, sino a las condiciones que pueden convertir a los espacios en ollas exprés que saquen lo peor de la gente. Al mismo tiempo, es una crítica a la idea de negar la vulnerabilidad: a lo largo del libro las peores cosas pasan porque la gente siente que debe adaptarse, imponerse y mostrarse como independiente. La realidad es que dependemos unos de otros.
