En toda su historia, Colombia ha sido un país de víctimas. En cada momento decisivo se invocó el perdón, en bien del país, de su futuro; una especie de borrón y cuenta nueva, el mismo que invocan las parejas mal avenidas. Justicia. Reparación. Todas esas buenas intenciones solo remacharon lo desesperanzador, la impunidad.
Se repitieron como pan de cada día los perdones, el olvido, y otra vez quedó el sabor amargo de la impunidad, su conclusión peor: no se puede creer en la justicia, aquí. En estos nuevos días se da el primer paso de un perdón, un nuevo horizonte para el país, acaso como nunca se dio. Pero asoma mientras tanto la más alta incertidumbre, la misma ineludible impunidad.
Por eso crímenes y corrupción a granel, en toda la historia del país. La impunidad resulta ineludible, pero esta vez, a despecho de ella misma, se quiere y se debe avanzar. Consolidar la paz duradera, no solo emotiva sino inteligente, asida en el sentido común. Por ella y para ella se tienen que reunir todos los esfuerzos, en bien de un país diferente, un país para todos. Suena a sueño, pero hay que soñar y, sobre todo, despertar. Se debe erigir entonces un monumento a la memoria, en todos los frentes, el íntimo, el de cada ciudadano, y el colectivo, en todos los trabajos y los días, el del obrero y el artista, el del médico y el político.
Erigir un monumento, con todas esas armas derretidas, en el corazón del país, monumento que recuerde que hubo víctimas y que la primera de ellas fue el país, un país sembrado de minas, y que ojalá nunca se repita semejante absurdo, semejante guerra loca. Una oración breve y contundente —que no sea el himno nacional—, una oración tan sublime como cualquier padrenuestro, que asome cada mañana en los colegios y escuelas, antes de la jornada, para perpetuar el compromiso, iluminar la memoria de los jóvenes y avisar del sufrimiento que no se repetirá.
Hace 26 años fue asesinado en Segovia, Antioquia, el poeta Julio Daniel Chaparro y el fotógrafo Jorge Torres, justamente cuando trabajaban sobre la paz en el país. El poeta no cumplía aún los 30 años, y era padre de dos hijos. A todos sus amigos su muerte nos mostró de sopetón en qué país vivíamos, en dónde dormíamos, y ya nunca más fuimos los mismos. Nosotros dividimos nuestra historia como amigos: antes y después de Julio Daniel. Que los hicieron arrodillar y les dispararon. Que murieron de pie, bajo una ráfaga. Qué importa. ¿Quiénes fueron los asesinos? Traficantes de droga, miembros del ejército, miembros de la policía, organismos de “seguridad” y, finalmente, las Farc, el ELN. Se aseguró que los habían “confundido con paramilitares”, y que los mataron “por equivocación”.
Sean quienes sean los asesinos, es posible que hayan muerto en su ley, o es posible que estén vivos, que se hayan acogido a este nuevo paso hacia la paz. ¿Lamentan realmente las muertes que causaron, se acuerdan? ¿O fueron tantas las muertes, tantos cientos de muertos, que ya no saben ni quieren saber de qué muertos se trata? ¿Sienten de verdad la desolación que entregaron para siempre a la familia de sus víctimas, esposas, padres, hijos, hermanos, amigos? ¿Las jóvenes vidas que cercenaron “por equivocación” son puestas de pie, ante los ojos del país, para que sean recordadas?
Es inmensa la incertidumbre de las víctimas, pero todavía más inmensa su pérdida, y cómo ante ella nada se puede hacer, entonces mirar como el país entero hacia adelante, y continuar con fuerzas irrebatibles, a despecho de la impunidad. Sí, Colombia es país de víctimas, igual que el mundo, es cierto, pero hay mundos mejores para encontrar.
“Si una noche cualquiera me encuentran muerto
en una calle
Y ven mi boca repleta de insectos rabiosos
Trabajando en mi lengua
No me sufran:
Habrá sucedido que caí antes de escuchar el
balbuceo de mi hijo
Hecho una lluvia de madres desnudas sobre
mi corazón
Con sus manos alzadas como nubes”.
- Julio Daniel Chaparro.