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Este mes en ARCADIA Traduce, compartimos el prólogo de 'El Negro del 'Narciso': una historia del mar' (1897), de Joseph Conrad.

ARCADIA Traduce

Prefacio a ‘El negro del “Narciso”’, de Joseph Conrad

A propósito del aniversario número 120 de la publicación de ‘El corazón de las tinieblas', el filósofo Felipe Botero comparte su traducción del prefacio a ‘El negro del ‘Narciso’’, de Conrad. Además, elabora una bitácora analítica de las problemáticas (lingüísticas, éticas y políticas) de este texto.

Felipe Botero Quintana
9 de abril de 2019

En febrero, marzo y abril de este 2019 se cumplen 120 años de la publicación de El corazón de las tinieblas (o El corazón de la oscuridad) de Joseph Conrad. Es un libro que yo quiero mucho porque cuando lo empecé a leer por primera vez hace ya alrededor de ocho años, su inglés me pareció tan complejo y a la vez tan bello –cuál fue mi sorpresa al enterarme de que esa era la segunda lengua de Conrad, incluso posiblemente la tercera, detrás del polaco y el francés– que sentí que debía intentar traducirlo para aprehender su sentido adecuadamente.

Terminé la traducción, la encuaderné para regalársela a un amigo con quien compartíamos una pasión por la traducción y por Apocalypse Now, la brillante adaptación que Francis Ford Coppola hizo de la novela de Conrad al contexto de la Guerra Vietnam, y después la olvidé, o la dejé de lado, pensando que hasta ahí había llegado ese proyecto. Luego, cuando fui a hacer mi maestría en Inglaterra, en uno de mis cursos me pusieron a leer El agente secreto, otra maravillosa novela de Conrad con la que sentí que había paralelos interesantes para explorar. Así que rescaté la traducción y me puse a revisarla a la luz de la literatura y de las ideas que me estaban alimentando en esa época, principalmente el pensamiento post-colonial que recibía paradójicamente de la boca de un amigo europeo.

Fue entonces cuando albergué la ambición, tímida al principio y cobrando fuerza con el tiempo, de publicar mi traducción acompañada de un cuerpo de notas que mostrara el contexto histórico de la novela de Conrad en todo su horror –el genocidio de la mitad de la población congoleña y la esclavización de la otra mitad a manos de la administración de Leopoldo II, “rey de los Belgas”, entre 1885 y 1908– y señalara los elementos ideológicos que permitieron la realización de su infamia. Elementos ideológicos racistas y colonialistas que, como intento demostrar en mi edición de la novela, permean el pensamiento de Conrad y subyacen a su novela, aunque él no fuera del todo consciente de ello, o más bien, aunque él –por su época, por la sociedad en la que creció y vivió o por un grave defecto de su personalidad– no reconociera la violencia discriminatoria implícita en su propia obra. Elementos ideológicos racistas y colonialistas que tristemente también tuvieron un papel fundamental en el genocidio y la esclavización que tuvo lugar más o menos en la misma época y con algunos personajes compartidos (por ejemplo, el irlandés Roger Casement) en este lado del mundo, en Colombia, en el oscuro episodio de nuestra historia al que no nos hemos enfrentado enteramente todavía, el genocidio de las caucherías. Y, por último, elementos ideológicos racistas y colonialistas que, guardadas las proporciones, siguen ejerciendo un influjo en el pensamiento de nuestra época y que debemos visibilizar para empezar así a desmontarlos y evitar la repetición de la fácil violentación del otro a la que desemboca tantas veces la economía extractiva y el capitalismo salvaje.

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Así pues, para conmemorar el aniversario número 120 de la publicación del original y para celebrar la publicación de mi traducción de esta obra a finales de abril con la editorial Peregrino, para la sección de este mes quise traducir un escrito de Conrad que está muy relacionado con El corazón de las tinieblas y los elementos ideológicos racistas y colonialistas a los que he hecho alusión acá: el prefacio al “Negro del ‘Narciso’”.

Para empezar, hay que destacar que el título original de esta obra en inglés, publicada un año antes de que Conrad empezara a escribir El corazón de las tinieblas, muestra ya el potencial discriminatorio de su obra y su inconsciencia al respecto (pues de otro modo no creo que lo hubiera elegido como título, incluso los racistas no quieren mostrarse como tal): la novela a la que Conrad le escribe el prefacio acá se llama en inglés The Nigger of the “Narcissus”.

Evidentemente el uso de la palabra nigger es extremadamente problemático y racista, aunque ciertos comentaristas maticen el alcance de ese racismo alegando que en la época de Conrad ese término no tenía la inmensa connotación peyorativa y violenta que tiene en nuestros días, pues la palabra “racismo” ni siquiera existía en aquel entonces. No obstante, es evidente que cierta carga violenta y peyorativa sí tenía, como lo demuestra el hecho (violento en sí mismo) que cuando el libro se publicó en Estados Unidos, la editorial –Dodd, Mead and Company– pidió que se le cambiara el título a Los hijos del mar (The Children of the Sea), no porque el título original se considerara ofensivo a la población afroamericana sino porque pensaron que un libro “sobre un negro” no iba a vender. Así pues, alguna connotación racista sí tenía el título y hasta cierto punto Conrad era responsable de ello, pues a su mala escogencia se suma la condescendencia con la que en este prefacio dice, como si se estuviera excusando por poner a una persona negra en el papel protagónico de una de sus novelas, “no hay rincón oscuro de la tierra que no merezca así sea sólo una mirada de pasada, cargada de asombro y compasión. Semejante propósito puede servir, entonces, como justificación del tema de esta obra”.

Por lo demás, el prefacio hace poca alusión a esa obra y debo confesar que yo personalmente no la he leído, así que no podría decir qué tan racista o no racista es la novela en sí (en todo caso Paul Armstrong, el editor de la edición crítica de Heart of Darkness que me suministró gran parte del material que compone mis notas, dice que “la operación del prejuicio racial es un tema central” en ella). La importancia de su prefacio y el motivo por el que lo escogí para la sección de ARCADIA Traduce de este mes es que, en lugar de hablar de la novela, Conrad se dedica acá a hacer una ars poética, una declaración de los principios y fines estéticos que subyacen a su obra. No es una declaración que se destaque por su claridad pero sí por momentos por su belleza y por las ambigüedades poéticas y filosóficas que deja a su paso.

Así pues, antes de pasar al texto, sólo quería compartir con el lector uno de los interrogantes que me quedan a mí después de haber traducido este prefacio: ¿a qué “verdad” se está refiriendo tan insistente y enfáticamente Conrad en este prefacio y qué tan conectada está con los aspectos más problemáticos de su obra, con esos elementos ideológicos racistas y colonialistas a los que hice referencia antes? La idea de una verdad atemporal y ahistórica objeto del arte como la que Conrad sostiene acá recuerda por momentos la caracterización de los africanos en El corazón de las tinieblas como ahistóricos, caracterización que Chinua Achebe señalaba como el principal foco de racismo en la novela en su célebre ensayo de 1977, en el que evidencia magistralmente los aspectos más problemáticos y dolorosos de la obra de Conrad. En efecto, la reducción de los africanos en El corazón de las tinieblas a mera categoría metafísica que se contrapone a la “civilización” europea y su hipocresía, su sinsentido, su codicia termina por perpetuar su invisibilización y deshumanización, por más que Conrad tuviera el propósito opuesto, es decir, visibilizar la deshumanización a la que los africanos estaban siendo víctima a manos de sus colonos europeos en el Estado Libre del Congo (no te dejes engañar por el nombre que le puso a su finca Leopoldo, era todo menos “libre” ese Estado). Y sí, la idea de esa “solidaridad” que une a todos los “hombres” (por supuesto, no “personas”, no “seres” sino la categoría todavía excluyente de “hombres”), “a los muertos con los vivos, a los vivos con los que aún no han nacido”, rezuma a categoría metafísica, huele a filosofía occidental, específicamente a la Voluntad schopenhaueriana en la que se disuelve el principium individuationis, la individualidad de cada quien, para reunirse con la totalidad de todo lo que es. ¿Puede que algo que suena tan bonito como el “latente sentimiento de comunidad con toda la creación que hay en nosotros –  la sutil pero inquebrantable convicción de que existe una solidaridad que une la soledad de innumerables corazones, la solidaridad de nuestros sueños, de nuestra alegría, de nuestra tristeza, de nuestras aspiraciones, de nuestras ilusiones, de nuestra esperanza, de nuestros miedos” estar al servicio de algo tan horrendo (“el horror, el horror”) como el racismo y la reducción del Otro para su posterior aniquilación?

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Prefacio a El negro del “Narciso”, de Joseph Conrad

Una obra que aspire, por más humildemente que lo haga, a la condición de obra de arte debería ostentar su justificación en cada línea que la compone. Y el arte en sí podría ser definido como la determinación unívoca de hacerle la mayor justicia posible al universo de lo visible, al sacar a la luz la verdad, multifacética y a la vez única, que lo subyace en todos sus aspectos. Es un intento de encontrar en sus formas, en sus colores, en su luz, en sus sombras, en cada figura que toma la materia y cada hecho de la vida cotidiana lo que en ellos es fundamental y permanente y esencial –esa cualidad única que ilumina y conmueve– la verdad misma de la existencia. Así pues, el artista es como el pensador o el científico: busca la verdad y apela a ella a su manera. Asombrados por el aspecto que cobra el mundo, el pensador se sumerge en ideas y el científico en hechos –de ahí que, actualmente, ellos apelen a las cualidades de nuestro ser que más nos sirven para esa ardua labor que es vivir. Le hablan con autoridad a nuestro sentido común, a nuestra inteligencia, a nuestro deseo de paz o a nuestro deseo de agitación; no rara vez interpelan nuestros prejuicios, a veces abordan nuestros miedos, con frecuencia se remiten a nuestro egoísmo– pero siempre se dirigen a nuestra credulidad. Y las palabras que dicen son escuchadas con reverencia, pues tienen que ver con asuntos de seriedad: con el cultivo de nuestras mentes y el cuidado adecuado de nuestros cuerpos, con la realización de nuestras ambiciones, con el perfeccionamiento de nuestros medios y la glorificación de nuestros preciados fines.

Confrontado al mismo espectáculo enigmático, el artista se sumerge en su interioridad y en ese solitario paraje de angustia y conflicto encuentra lo que buscaba, si se esfuerza lo suficiente y la fortuna le sonríe. Así, el artista apela a nuestras capacidades menos evidentes: a esa parte de nuestra naturaleza que, por las arduas condiciones de guerra de nuestra existencia, se mantiene fuera de vista por necesidad, camuflada entre las cualidades más feroces y más resistentes –como un frágil cuerpo protegido por una armadura de acero. Su llamado es menos ruidoso, más profundo, menos perceptible, más conmovedor– y se olvida más rápido. Pero aún así, su efecto dura para siempre. La sabiduría de las sucesivas generaciones es cambiante: ideas se descartan, diversos hechos se cuestionan, teorías se derrumban. Pero el artista apela a esa parte de nuestro ser que no depende de la sabiduría –apela a aquello que en nosotros es un don y no una adquisición y que, por consiguiente, es más permanente, más duradero. Apela a nuestra capacidad de gozar y asombrarnos, a la sensación de misterio que rodea nuestras vidas; a nuestro sentido de compasión, de belleza y de dolor; al latente sentimiento de comunidad con toda la creación que hay en nosotros– y a la sutil pero inquebrantable convicción de que existe una solidaridad que une la soledad de innumerables corazones, la solidaridad de nuestros sueños, de nuestra alegría, de nuestra tristeza, de nuestras aspiraciones, de nuestras ilusiones, de nuestra esperanza, de nuestros miedos –la solidaridad que une a todos los hombres los unos a los otros, que mantiene unida a la humanidad– a los muertos con los vivos, a los vivos con los que aún no han nacido.

Es en relación a un pensamiento de ese estilo (o más bien, a un sentimiento de ese estilo) que de algún modo se desarrolla el intento de presentar, en el cuento que sigue, un desconcertante episodio en la oscura vida de unos cuantos individuos, destacados entre la muchedumbre de los aturdidos, la gente común y corriente, los que no tienen voz. Pues si hay algo de verdad en la creencia expuesta arriba, se torna evidente que no hay lugar en el mundo carente de esplendor, que no hay rincón oscuro de la tierra que no merezca así sea sólo una mirada de pasada, cargada de asombro y compasión. Semejante propósito puede servir, entonces, como justificación del tema de esta obra; pero este prefacio, que no es más que la confesión de semejante fin, no puede terminar aquí, pues la confesión no está completa aún.

La ficción –si es que aspira a ser arte– apela al temperamento. Y en verdad debe ser, como la pintura, como la música, como todo arte, el llamado de un temperamento a todos los demás incontables temperamentos, cuyo influjo sutil e irresistible le brinda a los sucesos efímeros su verdadero sentido, y así engendra el ambiente moral, emocional, de un lugar y un tiempo determinado. Semejante llamado, para poder ser efectivo, debe ser una impresión comunicada por los sentidos sensoriales; de hecho tiene que ser así, pues el temperamento, sea individual o colectivo, no es ameno a la persuasión. Así pues, todo arte apela principalmente a los sentidos sensoriales, y así también aquél que se expresa por medio de la palabra escrita, si su deseo más alto es el de alcanzar la fuente secreta de la que manan las emociones reactivas. La literatura debe aspirar esforzadamente a la plasticidad de la escultura, al colorido de la pintura y a la mágica sugestividad de la música – que es el arte de las artes. Y es sólo a través de una devoción total e incansable a la perfecta fusión de forma y sustancia; sólo a través de una preocupación por la manera en que suenan y están escritas las frases, preocupación que no flaquea, que nunca desfallece, es que se puede uno aproximar a la plasticidad, al color, y que la luz de la mágica sugestividad puede ser llamada a aparecer, por un evanescente instante, sobre la superficie corriente de las palabras; de las viejas, viejas palabras, raídas, desfiguradas por eras de uso irreflexivo.

Una entrega sincera a la realización de esta tarea, una determinación de transitar este camino tan lejos como lo lleve su fuerza, de no desalentarse por los errores, el cansancio o los reproches, es la única justificación válida para el escritor de prosa. Y si su consciencia está en paz con ello, su respuesta ante quienes, asentados en la sólida sabiduría que busca una ganancia inmediata, exigen ser instruidos, consolados, divertidos; exigen ser mejorados o inspirados o asustados o impresionados o encantados por lo que escribe, será – La labor que estoy tratando de llevar a cabo por el poder de la palabra escrita es hacerlos escuchar, hacerlos sentir; es ante todo hacerlos ver. Sólo eso –hacerlos ver– ni más ni menos, pero eso lo es todo. Si lo logro, encontrarán en lo escribo exactamente lo que merecen: inspiración, consolación, temor, encanto –todo lo que pidan– y quizás también ese atisbo de verdad que se les olvidó pedir.

Atrapar en un momento de valentía un fugaz atisbo de vida, extrayéndolo del curso despiadado del tiempo, es sólo el comienzo de la labor. La tarea, realizada plenamente con ternura y fe, es levantar a la vista sin vacilaciones, sin miedo y sin espacio para otra decisión, ese fragmento de vida rescatado, a la luz de todas las miradas y con un carácter sincero. Es mostrar sus latidos, su color, su forma; y, a través de su movimiento, de su forma, de su color, evidenciar la sustancia de la verdad – develar el secreto de su fuerza: el vigor y la pasión en el núcleo de cada conmovedor instante. Con una determinación unívoca de ese tipo, si uno se esfuerza lo suficiente y es afortunado, puede que alcance esa claridad, tan sincera que al final la visión forjada de remordimiento o compasión, de terror o alegría, despierte en los corazones de su audiencia ese inescapable sentimiento de solidaridad; esa solidaridad tan misteriosa de origen, de trabajo, de alegría, de esperanza, de destino incierto, que vincula a los hombres los unos con los otros y a toda la humanidad con este mundo que se presenta a nuestros ojos.

Es evidente que quien, para bien o para mal, alberga alguna de las convicciones expresadas arriba, no puede ser fiel a una sola de las fórmulas específicas de su oficio. Lo perenne que hay en ellas –la verdad, que cada una de esas fórmulas sólo imperfectamente vela– permanecerá a su lado como la más preciada de sus posesiones, pero todo el resto –el Realismo, el Romanticismo, el Naturalismo, incluso el implícito sentimentalismo (del que, como la pobreza, es extremadamente difícil deshacerse)– todos esos dioses deben, después de un breve periodo de compañía, abandonarlo; él debe abandonarlos, incluso en el umbral mismo de sus templos, en favor de los titubeos de su propia conciencia y del conocimiento de las mencionadas dificultades de su obra. En esa precaria soledad incluso el clamor supremo del Arte por el Arte pierde la emocionante reverberación de su inmortalidad aparente. Suena demasiado lejano. Ha dejado de ser un clamor y se ha vuelto tan sólo un susurro, muchas veces incomprensible, pero a veces ligeramente alentador.

A veces, acostados cómodamente a la sombra de un árbol al lado del camino, percibimos los movimientos de un trabajador en un campo lejano y, después de un rato, empezamos a preguntarnos lánguidamente qué estará haciendo ese hombre. Observamos los movimientos de su cuerpo, los aspavientos de sus manos, lo vemos agacharse, levantarse, vacilar, empezar de nuevo. Al encanto de semejante observación ociosa se le puede sumar el conocimiento del propósito de su labor. Si sabemos que lo que está intentando hacer es alzar una piedra, cavar una fosa, desarraigar un árbol, observamos con un interés renovado sus esfuerzos; estaríamos incluso dispuestos a perdonar la interrupción de la tranquilidad del paisaje; y quizás, si nos asiste un ánimo fraternal, estaríamos incluso dispuestos a excusar su fracaso. Comprendemos su intención, pues después de todo el hombre lo intentó, quizás no tuvo la suficiente fuerza –o quizás no le alcanzó con sus conocimientos. Lo perdonamos y seguimos con nuestro camino– y olvidamos.

Así es con la labor del hombre de arte. El arte es largo y la vida corta, y el éxito queda lejos. E inseguros acerca de la fuerza que disponemos para emprender tan largo camino, hablamos un poco de los fines del arte –los fines del arte que, como los de la vida, inspiran respeto, temor– los fines difuminados por la niebla. No se llega a ellos con la lógica de una conclusión triunfante; no se revelan como uno de esos secretos sin alma que se denominan Leyes de la Naturaleza. No son menos grandes, sólo más difíciles de alcanzar.

Detener, por el espacio de un respiro, las ocupadas manos de quienes trabajan la tierra, seducir a los hombres hipnotizándolos con la vista de una meta distante para que miren, así sea por un instante, el halo de forma y color, de luz de sol y de sombras, que rodea semejante visión; hacer que paren a mirar, a suspirar, a sonreír – ese es el fin, difícil y evanescente, y reservado sólo para unos cuantos pocos que pueden alcanzarlo. Pero a veces, con esfuerzo y fortuna, semejante tarea se puede llevar a cabo. Y cuando se realiza – ¡mirad! – toda la verdad de la vida está ahí: una visión, un suspiro, una sonrisa– para luego retornar a un descanso eterno.

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