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Así se ve desde un microscopio un organoide cerebral. Este es creado, entre otras cosas, para investigar enfermedades neurológicas humanas.

HAY FESTIVAL 2020

Un fragmento de 'Cómo crear un ser humano', del físico Philip Ball

Un físico británico pide que le extraigan células de un brazo para crear un cerebro miniatura.

Philip Ball
20 de enero de 2020

Un caluroso día de julio de aquel año estaba tumbado en una camilla del Instituto de Neurología del University College de Londres cuando el neurocientífico Ross Paterson me extrajo un pedacito de hombro con el equivalente quirúrgico de un minidescorazonador de manzanas. Una pequeña dosis de anestesia local logró acabar con el dolor; para mi gran alivio, apenas hubo sangre.

Bañado en una solución de nutrientes de un tubo de ensayo, ese pedacito de mi carne fue la semilla de lo que, ocho meses después, tendría el aspecto de un cerebro diminuto.

Mi propio minicerebro estaba formado por aquella pequeña amalgama de neuronas del tamaño de una lenteja. Se conectaron entre sí formando una red densa y podían enviarse y recibir señales, de forma análoga a las neuronas. No diré que estuvieran pensando; seguramente esas señales no fueran mucho más que chispas aleatorias, ruido incoherente, sin ningún significado en absoluto. Sin embargo, nadie sabe realmente lo que pasa dentro de un minicerebro, como tampoco sabemos lo que ocurre en el cerebro formativo de un feto cuando su tamaño es comparable al de un guisante.

Este proceso de cultivo de nuevos tejidos a partir de un trozo de brazo no es la forma de creación de un ser humano, pero algún día podría convertirse en la base para ello.

No está clara la razón por la que alguien, aquí y ahora, pudiera considerarlo una buena idea. Pero la cuestión no es que llegue un día en el que las personas, como los ciudadanos de Un mundo feliz de Aldous Huxley, se generen a partir de glóbulos de células en las cubetas de alguna fábrica de humanos distópica. La cuestión es que una perspectiva así ha dejado manifiestamente de ser imposible. Solo considerar esta cuestión podría darnos motivos para revisar nuestras ideas sobre lo que creemos que somos. El hecho de que un trocito de tu cuerpo se haya cultivado hasta convertirse en un minicerebro en una incubadora a ocho kilómetros de distancia de la ciudad hace que nos demos cuenta, de manera bastante visceral, de por qué la necesidad de esa revisión recae ahora sobre nosotros.

Debería explicar con claridad lo que implica el término minicerebro. Algunos investigadores lo han rechazado, y entiendo sus razones. Las neuronas humanas que crecen de esta manera en un cultivo celular no pueden generar un cerebro, ni siquiera en su forma fetal temprana. Pero estas células nerviosas empiezan a crear, bajo la dirección de su programa genético propio, algunas de las características que muestra un cerebro en desarrollo real. Se vuelven especialistas en alguno de los numerosos tipos de células –no solo de neuronas– que se encuentran en nuestros cerebros maduros. Además, adquieren algunas de las estructuras anatómicas de este órgano: las capas bien definidas de las neuronas vistas en la corteza, los pliegues y circunvoluciones de los tejidos. Es casi como el dibujo que hace un niño de una persona: no se parece mucho, pero se entiende lo que intenta dibujar. Se percibe su potencial de mejora. Un término más neutro que define estas estructuras celulares cultivadas en laboratorios es el de organoide: las células construyen algo que tiene el aspecto de una representación rudimentaria de un órgano del cuerpo, reducido a escala. Es posible cultivar organoides similares a hígados, riñones, retinas, intestinos, así como cerebros, todo en una placa, fuera del cuerpo. Mi pregunta es qué significa esto, para la medicina, la biología fundamental, la filosofía y para nuestro sentido de la identidad.

Ningún manual pudo darme una explicación sobre cómo debería sentirme con respecto a mi minicerebro. Por supuesto, la preocupación por su bienestar no era algo capaz de quitarme el sueño; esa masa de tejido creada a partir de mi propia piel no pasó a ocupar la importancia de una persona. Pero les tenía un cariño extraño a esas células […]. Era algo más que una cuestión de subsistencia de células, se trataba de la vida en todo su esplendor, gloria proliferante, derramada desde una parte de mí.

*Este fragmento surge del capítulo “Mi cerebro en una placa” del libro Cómo crear un ser humano (Turner / Océano 2019), el más reciente del británico.

¿Dónde empieza la vida?

Licenciado en Ciencias Químicas de la Universidad de Oxford con doctorado en Ciencias Físicas de la Universidad de Bristol, Philip Ball, de cincuenta y siete años, es autor de libros que abarcan desde la estructura molecular del agua hasta la física cuántica. Ha publicado en Nature y New Scientist, y se enfoca en la ingeniería genética y sus implicaciones para la humanidad. En su obra más reciente, Cómo crear un ser humano, reflexiona sobre nuestra identidad –¿dónde empieza la vida? ¿Cómo empieza? ¿Qué somos?– a partir de una experiencia: en 2017 pidió que le extrajeran las células de su brazo para cultivarlas en una plaqueta, demostrando que casi cualquier tipo de célula del cuerpo puede convertirse en otra.

EN EL HAY FESTIVAL: Ball conversará el primero de febrero (10-11 a.m.) en el Hotel Sofitel de Cartagena con la periodista británica Rosie Boycott, el periodista estadounidense David Wallace-Wells y el director del Hay Festival, Peter Florence. Al día siguiente (10-11 a.m.), en el Teatro Adolfo Mejía, charlará con la periodista de la BBC Ana Pais.

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