IBAGUÉ

Las lágrimas que forjaron a un ídolo

Pocos saben que el diez de la Selección Colombia pasó su infancia entre disciplina férrea, necesidades, y una mamá y un padrastro que lo dejaron todo para que el niño cumpliera sus sueños.

30 de junio de 2018

Apenas oyó a su nieto llorar desconsolado en la calle, doña Rosa Miryam salió corriendo a auxiliarlo. Un vecino del barrio Arkaparaíso de Ibagué acababa de pinchar el balón que James, de 6 años, había lanzado por encima de la tapia de una casa. Era impensable que detrás de una diablura infantil se escondiera una pierna zurda bendecida que revolcaría las redes de las canchas más importantes de Europa.

Aunque ahora parezca obvio, a James nunca le interesó un juguete distinto a una pelota. Y por eso aquel día –mientras miraba con impotencia el balón desinflado– no hizo sino llorar. La ambición con la que siempre asumió el fútbol vino con la disciplina férrea que le inculcó su padrastro, Juan Carlos Restrepo, el hombre que se convirtió en el soporte moral de una familia que había conocido el abandono.

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Cuando James tenía 3 años, su padre biológico se fue del hogar. También se llama James, también fue futbolista e hizo parte de la Selección Colombia. Pero no triunfó como muchos hubieran querido por las decisiones que él mismo tomó. Y cuando se fue, solo le dejó al niño el talento en la sangre. Si bien en el hogar de James nunca hizo falta nada, tampoco los abrazaba la abundancia. Pilar Rubio, la mamá, se ganaba el salario mínimo en Cementos Diamante, donde conoció a Juan Carlos, con quien James se quedaba después de los entrenamientos a ensayar tiros libres. Siempre lo llevó al límite.

En Brasil 2014 su fama estalló tras llevar a Colombia a cuartos de final, cuando le marcó a Uruguay el gol más importante de la selección en su historia. Cuando Brasil los eliminó, el mundo entero vio a James llorando en las pantallas. Los brasileños fueron a abrazarlo, para reconocer que había sido el mejor de la cancha. Eran lágrimas de impotencia, de desasosiego, como las que derrama un niño cuando el vecino, sin misericordia, le pincha el balón.