HAITÍ

Relato de una tragedia sin precedentes

Jonathan M. Katz corresponsal de AP cuenta cómo vivió el terremotoen Haití.

13 de enero de 2010

PETIONVILLE, Haití (AP) — Estaba sentado en la cama navegando por internet cuando noté un silencio, seguido de un extraño ruido, como si fuera un gruñido. Pensé que era un camión de agua que pasaba. Pero me llamó la atención que sonaba más como si fuera un terremoto.

La casa comenzó a sacudirse. Luego... comenzó a sacudirse en serio. Salí del cuarto con la computadora en la mano y me arrodillé lentamente sobre el piso que ondulaba mientras las ventanas, mis cuadros haitianos y la foto de mi abuelo se estrellaban a mi alrededor.

No sufrí heridas. Además, la escalera estaba aún en su lugar, aunque no la pudiera ver por la nube de polvo y revoque que me ahogaba. Llamé a gritos a Evens, el chofer, traductor y guardaespaldas de la AP en Puerto Príncipe.

"Vámonos", me respondió, para mi sorpresa y alivio.

Salí a la calle en ropa interior, por encima de las piedras y por delante de una grieta del alto de la casa. Primero busqué un teléfono para avisar qué había pasado, luego tendría que superar el temor a las réplicas para volver a entrar en busca de pantalones y zapatos.

Desde entonces, ha sido casi imposible conseguir una conexión de teléfono o de internet. Así que me imagino, aunque no lo sé, que muchos artículos sobre esta noticia incluyen una frase que dice, más o menos: "Sufrir no es novedad en Haití".

Es cierto, en parte. Haití conoce de tragedias, pero nunca sufrió una catástrofe de esta dimensión.

Hace menos de dos años, una tormenta que apenas hubiera interrumpido el tráfico en Miami inundó a Gonaives, la cuarta mayor ciudad haitiana, y dejó cadáveres flotando en las calles. Era la tercera de cuatro tempestades que azotaron a la nación caribeña en un mes.

Apenas dos meses después, una escuela se derrumbó en Petionville, un suburbio de mansiones y chozas, y unas 100 personas murieron. Lo primero que se escuchó parecían sirenas, pero eran las voces aullantes de los padres de los alumnos.

Encontrarse un cadáver en la calle aquí —tras una tormenta o una rebelión— apenas genera más que un comentario.

Ahora nos toca intentar comprender cómo semejante historia de tragedias puede quedar empequeñecida en unos 20 segundos de una tarde de enero.

En el barrio precario detrás de la partida casa de AP, el mismo de la escuela derrumbada, esta vez todas las débiles estructuras colapsaron. La nube blanca de polvo cubría el horizonte y los gritos se oían por todos lados.

La ciudad está en ruinas. El combustible, la comida y el agua escasean. Las madres han perdido a sus hijos, los chicos a sus familias. Barrios enteros duermen en las calles. La gente camina kilómetros por las montañas con sus pocas pertenencias, sin donde ir.

En un país en que no se sabe cuándo será la próxima comida o si habrá una nueva elección, esta vez la diferencia es que todas las instituciones se derrumbaron, literalmente: el Palacio Nacional, la catedral de Nuestra Señora de Haití, el Parlamento. Y lo hicieron al mismo tiempo que la mayoría de la gente perdía a uno o muchos seres queridos.

Mientras toda la ciudad clama por ayuda, logro conectarme a internet lo suficiente para saber que hay algo de asistencia en camino.

Pero, ¿qué sucederá cuando esa ayuda, como suele pasar aquí, se termine? ¿Habrá un día después?