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ADIOS AL DICTADOR

Con Erich Honecker muere el último vestigio del poder de la Alemania comunista.

4 de julio de 1994

POCOS COMO ERICH HOnecker, el líder germano-oriental muerto la semana pasada en Santiago de Chile, simbolizan con su vida entera las penurias, la gloria, las mentiras, las contradicciones y el fracaso de quienes pusieron todas sus ilusiones en el triunfo del comunismo. Miembro de ese partido desde los 10 años, preso por los nazis, acólito de los soviéticos y dirigente de mano dura, la historia lo recordará como un hombre frío y autoritario, pero también como alguien que, después de tantos años en la vida pública, cuando llegó la desgracia ni siquiera tenía una casa particular en donde buscar el refugio de la reflexión.
Honecker nació el 25 de agosto de 1912 en Wiebelskirchen, en la región occidental alemana de Saarland. Su padre era un minero de carbón. A una edad muy temprana se convirtió en integrante de la Liga Espartaco, y desde los 17 fue miembro formal del Partido Comunista. En 1930 viajó a Moscú para recibir instrucción política y al año siguiente se convirtió en funcionario de la organización juvenil. En esas funciones fue puesto preso por los nazis en 1935, y permaneció en esa condición hasta 1945, cuandó fue liberado por los rusos.
De inmediato entró en contacto con el grupo de tendencia estalinista de Walter Ulbricht, una facción que desempeñó luego un papel preponderante en la toma de la administración de Berlín por parte de los comunistas, en la posterior división formal del país y en la represión por parte de las tropas soviéticas de la revuelta protagonizada por los obreros estealemanes en 1953.
Impulsado por su fe ciega en las bondades del "socialismo real" y con una inquebrantable lealtad a su jefe Ulbricht, Honecker siguió escalando posiciones dentro del Comité Central y el Politburó, y en 1961 fue el encargado de construir el infausto Muro de Berlín, diseñado para detener el desangre de mano de obra que afectaba a Alemania Oriental por el éxodo de obreros hacia la Occidental. Y en 1971 se hizo cargo del gobierno ante la renuncia de Ulbricht, quien ya tenía 78 años.
Honecker era el heredero lógico, lo que no impidió que iniciara entonces una serie de medidas destinadas a alejarse del estalinismo y darle un carácter más alemán a su comunismo. En diciembre de 1972, menos de un año después de asumir el poder, las dos Alemanias firmaron lo cual se llamó el Acuerdo Básico, lo que dio paso a que al año siguiente se reconocieran mutuamente e intercambiaran embajadores. Con ese viraje Honecker consiguió en poco tiempo el reconocimiento internacional y el asiento en las Naciones Unidas que Ulbricht no logró en más de 20 años en el poder.
La economía estealemana, impulsada por la relativa moderación política de Honecker, se convirtió en el motor del bloque socialista, en parte debido a los continuados vínculos que mantuvo con Bonn e incluso con Washington. En pocos años los alemanes orientales consiguieron una relativa prosperidad e independencia de Moscú. Tal vez por eso mismo Honecker no pudo ver lo que se acercaba. Su reacción ante la nueva política de transparencia y reestructuración del dirigente soviético Mijail Gorbachov no produjo en él ninguna emoción porque consideraba que todo eso ya se había conseguido en Alemania. Cuando se produjo el éxodo masivo de trabajadores en 1989, al abrirse la frontera húngara, Honecker no estaba preparado para las nuevas realidades. El 18 de octubre de 1989 su gobierno cayó por su propio peso. Con ello, el mundo entero conoció hasta qué punto era precaria la economía estealemana y cómo se había dilapidado el medio ambiente en pos del sueño socialista.
Comenzó entonces su último calvario, pues fue acusado primero de traición y luego de haber dado la orden de disparar contra quienes intentaban cruzar el muro, lo que produjo muchas muertes. Trasladado a Rusia por orden de Gorbachov, el nuevo presidente, Boris Yeltsin, lo deportó por presiones alemanas. Y cuando se esperaba su condena, la Corte puso las razones humanitarias por delante de las legales y lo dejó ir. Tenía cáncer terminal del hígado, pero aún saludaba con el puño en alto.
Viajó a Chile, donde pasó sus últimos meses en el domicilio de su hija, casada con un chileno que había estado exiliado en Alemania Oriental durante los años de Pinochet. Moría así uno de los últimos símbolos de la Guerra Fría, un hombre que, equivocado o no, vivió sus convicciones hasta el último día de su vida.-