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El presidente chino Hu Jintao pasa revista a las tropas militares en la celebración de los 60 años de la República Popular de China. Al fondo, un retrato de su fundador, Mao Zedong

CHINA

Adiós a Mao

La espectacular celebración de los 60 años de la República Popular, a pesar de las permanentes referencias a su fundador, fue en realidad una despedida para siempre.

3 de octubre de 2009

El simbolismo fue evidente. El presidente Hu Jintao atravesó la plaza de Tiananmen en una imponente limosina Red Flag de seis metros de largo, fabricada en China, ataviado con un traje gris estilo Mao, y pasó revista a las tropas militares bajo la mirada atenta del 'gran timonel', cuyo inmenso retrato fue retocado para la ocasión. Miles de soldados, misiles y tanques desfilaron por la avenida Chang An mientras aviones de última tecnología surcaban el aire. China, el gran poder emergente, se mostró al mundo como una nación poderosa, segura de sí misma y orgullosa de su progreso.

Al izar la bandera roja, el silencio, más que el regocijo esperado de una celebración, inundaba la plaza. El gobierno había prohibido a los ciudadanos salir de sus casas. Hu, frente a 30.000 espectadores escogidos de antemano, exaltó la continuidad que ha permitido una nueva etapa de desarrollo. Habló en el mismo sitio donde hace 60 años Mao Zedong proclamó el nacimiento de la República Popular de China. Pero a pesar del culto al fundador, que todavía se mantiene, y de todos los guiños a su figura en el desfile del jueves, para nadie pasó inadvertido que su recuerdo no es más que nostalgia exenta de ideología.

En efecto, como dijo a SEMANA Alan Liu, profesor emérito de ciencia política de la Universidad de California, Santa Bárbara, "Por un lado, el Partido Comunista se mantiene en el poder y manifiesta su fidelidad al marxismo-leninismo, pero por el otro, que el partido siga vivo hoy se debe precisamente a la deserción de los principios marxistas".

Han pasado 60 años, pero los cambios operados en el país hacen que parezca un siglo. Mao y el ejército rojo llegaron al poder el primero de octubre de 1949 tras derrotar al gobierno nacionalista de Chiang Kai Chek, quien, exiliado con su aparato estatal en Taiwán, reclamó hasta su muerte la legitimidad del poder chino. Mao, empeñado en convertir su país al comunismo agrario, lanzó el programa llamado Gran Salto Hacia adelante, que buscaba industrializar el país y colectivizar la propiedad del campo, pero llevó a que más de 28 millones de personas murieran de hambre. Y a mediados de los años 60, ya anciano, permitió la revolución cultural que, con el pretexto de evitar cualquier vestigio de aburguesamiento, acabó con la personalidad y liquidó a los mejores intelectuales de la época. Pero a pesar de esos hitos, Mao consiguió poner de nuevo de pie su país. Para R. Bin Wong, director del Centro Asiático de la Universidad de California, "China se recuperó de más de un siglo de gobiernos fracasados, guerra civil e invasión extranjera. El gobierno central reafirmó el control y ordenó a la sociedad".

Pero fue sólo en 1978, después de la muerte de Mao, cuando empezó la etapa actual de la revolución bajo el pragmatismo de Deng Ziaoping, una de las víctimas de la revolución cultural. Deng afirmaba "no importa si el gato es negro o blanco, siempre que cace ratones". Sin cambiar el régimen de partido único, China se abrió a la economía de mercado. La ideología comunista pasó a segundo plano, pero seguía siendo exaltada. Aunque el partido mantiene un férreo control central, el capitalismo permea la sólida estructura económica del país. Nada puede ser más lejano de la herencia radical de Mao.

China es una gran paradoja. El gigante asiático es al mismo tiempo una potencia y un país en desarrollo. Tras dos décadas de crecer a más del 8 por ciento anual, es la tercera economía más importante del mundo, después de Estados Unidos y Japón, y una de las primeras en salir de la crisis global. Los indicadores de analfabetismo y la expectativa de vida han mejorado y más de 21 millones de estudiantes tienen acceso a educación superior. Pero al dividir su producto interno bruto entre la enorme población de más 1.300 millones de personas, China queda rezagada entre las potencias. Unos 200 millones de habitantes todavía viven en la pobreza.

Aunque los últimos años han estado marcados por su llamado "ascenso pacífico", que tuvo su vitrina en los Olímpicos de Beijing 2008, el gigante asiático tiene muchos problemas por resolver. Su récord en derechos humanos sigue siendo malo. La masacre de Tiananmen en 1989, cuando el gobierno reprimió con violencia las protestas de los estudiantes, dejó claro que no tolera la disidencia. A pesar de que los Juegos Olímpicos trajeron algún grado de apertura y mayor libertad de prensa, los controles siguen siendo rígidos. "Aunque en el desfile del jueves presentaron a China como una nación segura de sí misma, lo que sobresalió fue la inseguridad del partido. ¿Por qué tanto despliegue policial?", dijo a SEMANA desde Beijing el profesor de ciencia política de la Universidad de Columbia Xiabo Lu, quien asistió a las celebraciones.

El gobierno proclama que la nación unitaria y multiétnica es una "sociedad armónica", pero en la práctica predomina la mayoritaria etnia Han, a la que pertenecen más de 1.000 millones de chinos. El tema de las minorías sigue siendo problemático, como recordaron los disturbios en la provincia de Xinjiang con la minoría Uigur este año y los desmanes del año pasado en el Tíbet. Esto se debe a que los uigures y los tibetanos son las dos etnias que menos se acomodan en el proyecto de la República Popular, y las extensas regiones fronterizas donde habitan son los únicos lugares donde los Han todavía son minoría. Sin embargo, la migración promovida por el gobierno apunta a cambiar esa realidad demográfica, algo que han rechazado muchas organizaciones de derechos humanos.

Otro de los diversos retos que atormentan a China, según el profesor Xiabo, es la presión de modernizarse y cumplir, al mismo tiempo, con estándares internacionales de desarrollo sostenible. Tiene que proveer las necesidades básicas de la población más numerosa del mundo, posicionarse como potencia global y, al mismo tiempo, entender que la energía no es infinita y que el medio ambiente está en peligro. El auge económico ha producido un desastre ambiental gigantesco. La polución del aire es crítica, pues el carbón sigue siendo la principal fuente de energía y las enfermedades respiratorias son un problema de salud pública. China es responsable del 20 por ciento de los gases de efecto invernadero y, según un estudio del Banco Mundial, de las 20 ciudades más contaminadas del planeta, 16 están en China.

Pero tal vez el reto más grande para los dirigentes del partido es definir el papel que China desempeñará en el nivel global. ¿Será una potencia guerrera, como algunos temen, o un colaborador pacifista que ayudará a mantener el orden mundial? Eso está por verse, pero si algo ha dejado claro la República Popular, es que sus dirigentes son conscientes de que la supervivencia de China siempre ha dependido de un gobierno central más fuerte que las fuerzas separatistas que han plagado su milenaria historia.