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E S T A D O S    <NOBR>U N I D O S</NOBR>

Al centro de la tormenta

SEMANA reproduce, en exclusiva, el artículo escrito en ‘The New York Times’ por el periodista a quien George W. Bush insultó sin saber que tenía abierto el micrófono.

ADAM CLYMER
16 de octubre de 2000

He estado escribiendo artículos para periódicos durante 40 años. Nunca me he sentido tentado por el mundo del periodismo de radio o televisión. ¿Por qué me invitaron entonces a aparecer en el show de David Letterman? (...)

Estoy acostumbrado a vivir en medio de las grandes noticias. Estuve revisando los afiches noticiosos de la Plaza Roja cuando depusieron a Nikita Khrushev. Estuve sentado con Lyndon B. Johnson cuando él felicitó a Mike Mansfield por la aprobación de la ley electoral de 1965. Estuve parado en el jardín de la Casa Blanca cuando Richard Nixon renunció.

Sin embargo formar parte de la historia es muy distinto de observarla y la semana pasada yo parecía ser la noticia. El lunes el gobernador George W. Bush me vio durante una manifestación partidista en Naperville, Illinois. Sin percatarse de que los micrófonos estaban abiertos le dijo a su compañero de fórmula, Dick Cheney, que yo era un... “xxx”(grosería de alto calibre) de las Grandes Ligas” .

No era de ningún modo la primera vez que yo había sido atacado, aunque sí era la primera ocasión en que se me otorgaba el honor de una grosería de semejante porte. (...)

Pero todos esos ataques habían provenido de las extremas y nadie los tomó en serio. Tal vez el señor Bush merece más credibilidad. Después de todo yo a veces voto por los candidatos de su partido, así como voto a veces por los candidatos demócratas. El se preocupa por la educación y quiere que su partido atraiga a los afroamericanos y a los hispanos. Por supuesto que él no es un centrista como pretende, pero ¿qué político lo es? (Tal vez el prenominado Joseph I. Lieberman). En cualquier caso el señor Bush no es un fanático derechista, de modo que responder a sus palabras diciendo que son observaciones de extremista no es de ningún modo la respuesta apropiada. (...)

Cuando los reporteros me preguntaron qué tenía él en contra mía les sugerí que le preguntaran. El, mientras tanto, se limitó a decir: “Lamento que un comentario privado que le hice al candidato a la vicepresidencia haya salido al aire”.

Después de eso traté de pasar al segundo plano, que es donde los periodistas tratamos de mantenernos mientras trabajamos en una campaña a pesar de las docenas de fotógrafos y de camarógrafos que acechan cualquier movimiento. Yo estaba en Illinois dando cuenta de la presencia del señor Cheney, pero cuando él se dirigió hacia una puerta en la cual le iban a tomar fotos antes de subirse el tren las cámaras me estaban enfocando a mí y no a él. Súbitamente mi correo de voz se llenó de mensajes. Era el Día del Trabajo y yo parecía ser la noticia del día. Las estaciones de radio en Fénix y Escocia, en Seattle y en Australia, la BBC y una cadena deportiva dijeron que me necesitaban para informar a sus escuchas y televidentes. Entre los que llamaron estaban Buenos días América, El show de la mañana de la CBS y Larry King en vivo, de la CNN.

Tuve todo el tiempo de escuchar los mensajes porque el señor Cheney, ansioso por evitar la tormenta que había desatado el señor Bush, no quería hablar oficialmente con los reporteros que viajaban con él. En consecuencia, no pude formularle la pregunta que tenía preparada para él y que era el motivo de mi viaje, a saber: por qué le da únicamente el 1 por ciento de su ingreso a obras de caridad.

Casi todas las llamadas consis-

tían en invitaciones para que hablara, las cuales rechacé, o en mensajes de aliento de amigos, algunos de los cuales denotaban envidia. “¿Puedes darme tu autógrafo?”, me preguntó un colega del The New York Times. “¡Estamos tan orgullosos de ti!”, me dijo un amigo demócrata desde Austin, Texas. Algunos amigos republicanos también me llamaron para insistir en que su partido no tenía una posición monolítica en relación con el tema de Adam Clymer. Pero en el correo electrónico las cosas fueron muy distintas. Un sitio web de extrema derecha publicó mi dirección electrónica, instando a sus simpatizantes a que salieran a la carga, de modo que cerca de 300 mensajes agresivos inundaron el sistema y lo bloquearon.

Al día siguiente busqué al señor Cheney, quien discutió conmigo el tema de las donaciones y defendió el monto de sus contribuciones. En un vuelo a Allentown, Pennsilvania, dijo que deberían contabilizarse a su favor no solamente las donaciones directas sino también las donaciones obtenidas por él de empresas privadas y las intervenciones públicas gratuitas que hace en favor de grupos de actividad benéfica sin ánimo de lucro. (...)

La comitiva de Cheney alcanzó al señor Bush con el propósito de que su candidato a la vicepresidencia pudiera presentarlo en Allentown, Bethlehem y Scranton. Cada vez que nos deteníamos al lado de algún receptor de televisión un canal de noticias por cable estaba mostrando la escena en que el señor Bush le murmuraba al señor Cheney cosas sobre mí; luego venía un comentario acerca del impacto de la imprudencia sobre la campaña y el futuro de la civilización occidental.

Ya el miércoles la avalancha de correo electrónico estaba agotándose, aunque todavía me pidieron que respaldara la producción de una camiseta que conmemorara el comentario y alguien más envió un mensaje diciendo que estaba creando un sitio en Internet para mis admiradores.

Al regresar a la oficina mis colegas me preguntaron si el señor Bush me había ofrecido excusas. Yo no recibí ningún mensaje suyo ni de sus asistentes, que estaban ocupados diciéndoles a los reporteros que yo me había portado muy mal con él cuando había informado en abril que “Texas ha registrado uno de los peores desempeños en materia de salud de todo el país en muchas décadas” y que el gobernador Bush no había hecho mayor cosa para solucionar el problema.

En realidad estoy orgulloso del artículo, el cual ganó muchos lectores la semana pasada cuando la gente se interesó por saber qué era lo que le estaba molestando al gobernador. (...)

Los periodistas no estamos exentos del impacto de cosas dichas involuntariamente en un micrófono. Hace aproximadamente 18 meses publiqué un artículo en que describía el enorme esfuerzo que estaba haciendo el señor Bush en materia de estudio de los problemas nacionales. En una nota interna adjunta al artículo comenté en tono de broma que tal vez él necesitaba aquel tutorial más que otros. Pero en tanto que mis notas similares en que he hecho chistes acerca, por ejemplo, del presidente Clinton, se mantuvieron en privado, por un espectacular error de edición mi chanza resultó publicada. A través de una nota editorial el Times explicó la situación.

Ahora tal vez el vicepresidente Al Gore, cuyos asistentes parecen encantados con todo este asunto, me pueda hacer el favor de realizar una metida de pata semejante a ver si puedo regresar a cubrir la campaña política en vez de formar parte de ella.