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OPINIÓN

Obama y Trump: El bello y la bestia

Qué significa el cambio de Obama a Trump en la Presidencia de Estados Unidos.

Antonio Caballero
21 de enero de 2017

En la historia de los Estados Unidos hay un precedente indicativo de una sucesión como la actual de Barack Obama por Donald Trump: de un presidente decente –dentro de lo que cabe: el emperador-filósofo romano Marco Aurelio dejó escrito que un emperador no puede ser un hombre decente– por un bárbaro. (Y si se me permite comenzar este artículo con una nota semierudita, también hay ese precedente remoto: la sucesión del propio Marco Aurelio por su hijo Cómodo, que fue, como va a ser Trump, la repetición de un Calígula o un Nerón: una bestia en el poder supremo). Volviendo al precedente en el imperio actual: el de Jimmy Carter sucedido por Ronald Reagan. Y, para los amantes de las coincidencias aritméticas, un dato: tanto Carter como Obama llegaron al poder con una aprobación en las encuestas superior al 80 por ciento; y tanto Reagan como Trump con menos del 50 por ciento. Medio país desconfía.

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Reagan no resultó una bestia parda en fin de cuentas. Pero llegó, como Trump, con todas las intenciones de serlo bajo el mismo eslogan estampado en la cachucha: “Make America Great Again” (“Devolverles la grandeza a los Estados Unidos”). Tuvo la suerte de que en su turno de poder se derrumbó blandamente la Unión Soviética de enfrente, con lo cual no tuvo que bombardearla, como había prometido en su campaña. Y en cuanto a Irán, parte de lo que llamaba “el Eje del Mal”, lo atacó mucho verbalmente, pero le vendió armas bajo cuerda para su guerra con Irak –tal como se las vendió a Irak para su guerra con Irán. Una diferencia con Trump: Reagan tenía experiencia de gobierno. En sus ocho años como gobernador de California, el estado más grande y rico de la Unión, había mostrado que podía ser llevado de cabestro por las instituciones y por sus consejeros –como cuando, en sus tiempos de actor de cine, recitaba los parlamentos que le escribía su guionista. En cambio Trump es llevado de su propio parecer. Se manda solo.

En este artículo de despedida y de saludo, salgamos primero de la primera. De lo que en años recientes se ha dado en llamar pomposamente “legado”: el legado de Barack Obama, primer presidente negro de los Estados Unidos.

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El mismo lo dibujó con lucidez en su discurso de adioses en Chicago, que hizo llorar a la gente (y uno no se imagina a Donald Trump haciendo llorar a nadie de emoción: de desesperación, tal vez). Obama resumió, con su elocuencia característica, lo que había podido hacer y lo que no (“Yes, we can” (Sí, podemos), había sido su lema de campaña). Y lo cierto es que no pudo tanto como prometía, y mucho menos de lo que auguraba la alta ola de esperanza que despertó en sus votantes. No pudo, por ejemplo, desempantanar a su país de las guerras perdidas en que lo había metido su predecesor George W. Bush en Afganistán y en Irak. Por cuenta de la prolongación de esas guerras apareció un nuevo enemigo, el Estado Islamico (Isis) en sustitución del debilitado Al Qaeda (a cuyo jefe nominal, Osama bin Laden, Obama sí pudo dar de baja en una de esas cinematográficas operaciones de comandos que a veces les salen bien a los militares gringos). Y, por añadidura, se embarcó en dos o tres más: Libia, Siria, Yemen. Sin hablar de sus intervenciones mortíferas con drones teledirigidos contra enemigos en países con los cuales el suyo no está en guerra, con varios millares de bajas y de víctimas colaterales: gente que pasaba por ahí. Cuando un humorista de la televisión le preguntó que por qué le habían dado el Premio Nobel de la Paz en 2009, el presidente tuvo que reconocer que no tenía ni idea.

Se lo dieron por sus admirables discursos: el de la raza y la esclavitud en su campaña electoral de 2008, en Filadelfia; el de El Cairo en 2009 sobre el mundo musulmán. Fue un premio a su retórica, que ya por sí sola lo había llevado sin escalas del desconocimiento absoluto a la Presidencia de los Estados Unidos.

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Más fracasos: no pudo cerrar Guantánamo, la vergüenza de cárcel fuera de toda ley que instaló Bush en su base militar de Cuba. No pudo, pese a su raza –o a causa de ella–, arbitrar el paso histórico a una nación menos discriminatoria: bajo su gobierno arreciaron los casos de policías blancos matando muchachos negros y de jurados de blancos absolviendo a los policías. No pudo ni siquiera reequilibrar ideológicamente la Corte Suprema, escorada a la derecha, porque no se lo permitieron las mayorías republicanas que dominan el Congreso. Y esa fue sin duda la principal causa de sus frustraciones: la oposición cerrada de un Partido Republicano cada vez más volcado hacia la extrema derecha. Pero otra causa eficiente de su incapacidad para lograr cambios de fondo estuvo en lo que he llamado varias veces en esta revista el peso de la púrpura: un presidente de los Estados Unidos, sea blanco o negro o amarillo, azul o rojo, es ante todo un presidente de los Estados Unidos: y ese vasto monstruo social, económico y político, ese imperio que niega su nombre, tiene su propia y colosal inercia. No la cambia ni Superman. Y no era el caso.

Sin embargo, lo cierto es que Barack Obama sí pudo hacer unas cuantas cosas de muy grande importancia. Rescató la quebrada industria automovilística norteamericana. Consiguió llevar la economía a una situación de casi pleno empleo, sacándola de la Gran Recesión en que la habían sumido los abusos de los bancos descontrolados bajo Bush (y desde Reagan). Y les impuso algunos controles –aunque no demasiados: al principio porque no se atrevía por miedo a perder la reelección. Después, por su curiosa tendencia a la pereza: a dejar para mañana lo que convendría hacer hoy. Trató de recuperar el tiempo perdido al final, imponiendo mediante directivas presidenciales las reformas que no consiguió hacer pasar por ley en el Congreso. Y su triunfo más tangible: el llamado Obamacare, que garantiza la protección en salud a más de 20 millones de ciudadanos que antes no podían pagarla. No es el sistema de cobertura público y universal, a la europea, que Obama planteaba, y ni siquiera la reforma de la salud diseñada por Hillary Clinton en los tiempos de la Presidencia de su marido. Pero en términos del capitalismo privado norteamericano, tan suspicaz frente a las intromisiones ‘comunistoides’ del gobierno federal, es un avance gigantesco.

En lo internacional, logró que los Estados Unidos entraran a formar parte del Acuerdo de París sobre el cambio climático, que muchos republicanos (y Trump) siguen poniendo en duda, al tiempo que en la normativa interior imponía severos controles a las industrias más contaminantes (petróleo, carbón) y a las reglamentaciones sobre aire y agua limpios. Pudo llegar a un acuerdo con Irán sobre su desarrollo nuclear no armamentístico (y por esta vez, como lo recordó él mismo, “sin disparar un tiro”). Restableció las relaciones diplomáticas con Cuba y comenzó a normalizarlas en otros campos al cabo de más de medio siglo de abiertas hostilidades. Y por primera vez en la historia sancionó la arrogancia expansionista de la derecha de Israel, absteniéndose de vetar en la ONU una resolución condenatoria de su construcción abusiva de colonias en territorio ajeno, palestino. En su despedida del 10 de enero dejó una serie de consejos que parecen un no solicitado programa de gobierno para su sucesor en la Casa Blanca.

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Va exactamente en contra de todo lo que Trump ha hecho o anunciado. Obama recomienda no mentir (sobre el cambio climático, por ejemplo); no utilizar la tortura (como en Guantánamo); no pretender volver al aislacionismo (como en el siglo XIX); no practicar la discriminación (por raza, por origen, por religión, por género, por orientación sexual); aceptar la inmigración de los pardos (“those brown kids”), que representan en los Estados Unidos una parte creciente de los trabajadores: olvidando que él mismo, en sus ocho años, deportó a casi 3 millones de inmigrantes indocumentados (casi todos hombres y latinoamericanos), muchos más que cualquiera de sus predecesores; luchar contra la creciente acumulación de la riqueza en “the top one percent” (el uno por ciento de los superricos), que fue el estribillo del precandidato Bernie Sanders durante la campaña.

Como era de esperarse, Obama remató su despedida con la habitual invocación de los políticos norteamericanos (desde George Washington) al “excepcionalismo” de su gran país: “Isis no podrá con nosotros, a menos de que traicionemos nuestros principios”. “Rusia y China no pueden rivalizar con nuestra influencia en el mundo a menos de que nos convirtamos simplemente en un país grande que matonea a sus vecinos más pequeños” (ahí, arrastrado por su propia elocuencia, el orador olvida de un plumazo los dos tercios o tres cuartos de la historia de los Estados Unidos).

Es más que probable que todos los logros de los ocho años de la Presidencia de Barack Obama los desbarate Donald Trump de un soplo, como destruía el lobo feroz de la fábula la casita del bosque de los tres ingenuos cerditos. Y eso se debe al verdadero fracaso mayor del gobernante saliente: que fue incapaz de ganar para su partido las elecciones parlamentarias –del año 10, del 12, del 14, del 16– y, sobre todo, perdió hace tres meses las elecciones de su sucesión (con la ayuda, es verdad, de la candidata Hillary Clinton).

Ganó Donald Trump, que acaba de tomar posesión este viernes con un discurso que fue en su brevedad, de cabo a rabo, simplemente la reiteración insistente de su lema de campaña: “Make America Great Again”. Ganó Trump, un multimillonario empresario de hoteles y casinos y concursos de belleza y realities de televisión; un niño rico que no fue a Vietnam cuando la leva obligatoria por una excusa médica de juanetes en los pies que luego se curaron solos; un magnate cuya fortuna oscila entre los 3.700 y los 10.000 millones de dólares: la primera cifra es el experimentado cálculo de la revista económica Forbes; la segunda es la que calcula el propio Trump, y la diferencia está en el distinto valor que la una y el otro le atribuyen al nombre del magnate. Aunque el voto popular favoreció a Clinton en más de 3 millones, su complicada traducción a los términos del Colegio Electoral dio una victoria arrolladora a Trump. Y la diferencia entre el presidente saliente y el entrante no puede ser más grande. Negro el uno, blanco el otro, flaco y elegante el uno y el otro ventripotente y vulgar.

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Los pediatras anglosajones distinguen en la vida de los niños una etapa que va del año y medio a los 3 años de edad, y que llaman la del “toddler”: el niño que ya sabe andar, pero anda tropezándose y bamboleándose: y así es también por dentro. Dentro de esa etapa el momento crucial son los 2 años: “The terrible twos”, los terribles 2 años. Donald Trump tiene exactamente esa edad de perverso polimorfo. Todos los hombres y mujeres conservan, desde su nacimiento y hasta su lecho de muerte, una misma edad emocional, constante e invariable, que puede ir desde un año hasta 17. Barack Obama, por ejemplo, tiene 17: es un adolescente ya salido de las inseguridades de la pubertad, elegante, elocuente y sentimental, consciente de sí mismo y del mundo, preparado para tomar decisiones de adulto. Esos mismos 17 años emocionales y espirituales tenía cuando su edad física era de 10 y vio por última vez a su padre, o de 15 y fumaba marihuana (aspirándola: no como el bebé Bill Clinton, que lo hacía sin aspirarla), o de 43 y se reveló con un elocuentísimo discurso en la Convención Demócrata de 2004. Siempre igual de elegante, igual de elocuente y sentimental. Igual. A Donald Trump le pasa lo mismo –como nos pasa a todos. Solo que la edad que tiene Trump desde que nació hace 70 años, y que conservará hasta que se muera, es de 2 años. Los terribles “twos”. En términos freudianos está en su “etapa anal”: cuando el niño, por la presión social (de sus padres) aprende a controlar sus esfínteres. No puede ya refocilarse en el placer sin trabas de la evacuación, sino que tiene que aceptar reglas que no le gustan: preferiría, como antes, que alguien viniera a limpiar (en el caso de Trump, los abogados que lo han rescatado de sus cuatro bancarrotas de negociante sin escrúpulos).

No le gustan las reglas, ni los tratados internacionales que coartan la arbitrariedad, ni las obligaciones contractuales, ni el deber de pagar impuestos. Está en la edad de los berrinches para imponer su voluntad: como todos los niños de 2 años. Como ellos, pone cara de estar furioso siempre, apretando los labios majestuosamente en su ancha cara carnuda. Nunca sonríe – esa sonrisa mecánica y obligatoria de los presidentes norteamericanos, de los políticos norteamericanos, de los norteamericanos en general, al menos desde Franklin Roosevelt y hasta la falsa sonrisa fijada con colbón de Hillary Clinton–, ni se ríe: solo retuerce la boca en una mueca de astucia marraja de malo de película.

Miren cómo habla, en el modo prelingüístico de los 2 años que los lingüistas llaman holofrases: frases compuestas por una sola palabra o por el injerto de dos fragmentos de palabras para significar toda una idea compleja basándose en la entonación, el ademán y el cotexto.

La holofrase favorita de Trump es “disaster”, “desastre”, que le sirve para calificar todo lo que ha hecho Obama en sus ocho años de gobierno, o lo que hizo Hillary en sus cuatro de secretaria de Estado. Y eso a pesar de que “disaster” es una palabra trisílaba, y Trump prefiere el encadenamiento de monosílabos, como el de su propio apellido. Los de dos sílabas, como Clinton o Putin, los contrae a una sola: Clin’nn, Put’nn. El de Obama lo pronuncia completo, con ostentosa dificultad, para hacer notar que se trata de un apellido extranjero. Maneja un muy breve lapso de atención. Se distrae en la mitad de una frase –aún de sus breves y mutiladas holofrases – para hablar de otra cosa. Le pasa incluso en sus tuits de 140 caracteres, a los que es adicto y que forman una especie de deshilvanado monólogo interior joyceano salpicado de insultos y de opiniones sobre cosas que no conoce. Es incapaz de leer textos largos: y por eso rechazaba los resúmenes de seguridad, pese a ser resúmenes, que como presidente electo le empezó a pasar la CIA todas las mañanas. Dijo que no los necesita, porque para eso es “a smart person”: un tipo muy listo, como le explicó a Clinton sobre su habilidad para no haber pagado impuestos en los últimos 20 años. Y que si pasa algo, que le avisen, que estará disponible en un minuto.

¿Y qué va a hacer en el poder ese presidente de 2 años de edad? Ya se dijo: barbaridades, como los más infantiloides emperadores de Roma, como Calígula o Nerón: incendios y espectáculos de circo con gente devorada por las fieras.

Aunque no tan vistosos como los prometidos. El anunciado muro en la frontera con México, que según él será “muy bello” (“very beautiful”) y pagarán los propios mexicanos por la fuerza, cortando el chorro de las remesas a México de los indocumentados, en realidad no se hará: no es más que una maniobra de distracción. (Trump, por su edad emocional, es un experto en esa clase de manipulaciones para llamar la atención). La expulsión de 2 millones de “inmigrantes criminales” tampoco ocurrirá: solo 178.000 tienen prontuario. Y la deportación de otros 11 millones no será fácil en la práctica, por la pequeña puerta de hierro para las deportaciones que tiene la parte ya edificada del muro fronterizo a la altura de Tijuana-San Diego. El rechazo de la inmigración de musulmanes tampoco será sencilla. El retiro de Estados Unidos de los acuerdos climáticos de París no será solo cosa de una “desfirma”, como la que hizo Bush con el Protocolo de Kioto: tomará por lo menos cuatro años, pues ya forma parte de la legislación internacional. Reversar los acuerdos internacionales de libre comercio, poniendo aranceles de este lado del muro y sanciones contra quienes los pongan del otro lado, tampoco es cosa de coser y cantar. Preguntó Trump que por qué en Nueva York todo el mundo tiene un Mercedes-Benz y en cambio en Alemania nadie tiene un Chevrolet; le contestó el vicecanciller alemán: “Que hagan carros mejores”.

Tal como le sucedió a Obama con sus reformas, Trump verá que sus contrarreformas se estrellan contra la inercia del gigantesco aparataje del imperio.

Pero sí podrá, como ha anunciado, recortar los impuestos para el 1 por ciento de los más ricos de la población. Desmantelar el Obamacare, que está prendido con alfileres. Volver a fomentar las industrias contaminantes del carbón y el petróleo (su nombrado secretario de Estado es el presidente de la petrolera Exxon, la empresa más contaminante de la tierra). Denunciar el acuerdo nuclear con Irán. Restablecer la tortura en las cárceles secretas de la CIA y de los militares. Fortalecer “la ley y el orden” (como Reagan, como Nixon) dándole manos libres a la Policía, “sin corrección política”. Reforzar la Segunda Enmienda que defienden los fanáticos de la Asociación del Rifle: “Armas para defenderse de quienes estén armados”.

Hace ocho años, Barack Obama traía la esperanza. Donald Trump trae el miedo. Su gobierno va a ser, para resumirlo en una habitual palabra suya, un desastre.

Solo falta que, pasados los primeros cuatro años desastrosos, los norteamericanos decidan buscar otra vez un presidente sensato que venga a barrer el estropicio, como hizo Obama con los horrores del legado de George W. Bush. Y llegará entonces el momento de repetir otro precedente de la historia de los Estados Unidos: el de un expresidente –en este caso el mismo Obama– que lanza su candidatura presidencial: eso fue lo que hizo el expresidente Teodoro Roosevelt en 1912, terminado el primer cuatrienio de su sucesor William Taft. Para entonces tendrá Obama 60 años: diez menos de los que tiene Trump ahora.

Una advertencia: Teodoro Roosevelt perdió las elecciones de 1912.