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Bajo el volcán

La situación entre Israel y los palestinos llega al punto de no retorno y la solución no se ve en el horizonte.

8 de abril de 2002

El conflicto entre Israel y los pales-tinos llegó a nuevos extremos la semana pasada cuando las tropas israelíes llevaron a cabo su operación de limpieza en varias ciudades de los territorios ocupados, en busca de ‘romper la infraestructura terrorista’ contra sus propios centros urbanos, mientras los palestinos, armados en

forma precaria, resistían con todas sus fuerzas. Con cada día que pasaba la situación se parecía más a una guerra de guerrillas capaz de arrastrar a la región entera a una conflagración internacional de consecuencias imprevisibles.

El presidente de la Autoridad Palestina, Yasser Arafat, declarado enemigo por el gobierno israelí de Ariel Sharon bajo la acusación de instigar los atentados suicidas que han causado 41 bajas israelíes en la última semana, permanecía al cierre de esta edición cercado en lo que queda de sus oficinas, dispuesto a dejarse matar para convertirse en mártir de la causa nacionalista de su pueblo, mientras su adversario lo invitaba a tomar el camino del exilio. Ninguna de las manifestaciones hechas por ambos dirigentes servían para imaginar una salida pacífica al conflicto.

Por lo que parece, la situación ha llegado a un punto de no retorno. Los ataques del ejército israelí han dejado pocas dudas acerca de las intenciones de Sharon: destruir la Autoridad Nacional Palestina, sacar del ruedo a Arafat y buscar que surja una nueva dirigencia más manejable que conduzca a su pueblo a una convivencia con Israel en los términos dictados por éste.

Pero nada garantiza que el camino escogido por Sharon sea el adecuado. El propio ministro de Defensa de Israel, Benjamin ben-Eliezer, ante el Parlamento o Knesset, dijo que la campaña lanzada el 29 de marzo como “un operativo de amplio alcance contra el terrorismo palestino” no lograría su objetivo anunciado de detener las acciones suicidas contra las ciudades israelíes. Y no pocos comentaristas, dentro y fuera de ese país, afirmaban que las operaciones, lejos de conseguir su objetivo, podrían resultar abiertamente contraproducentes.

Si la operación estaba destinada a acabar políticamente a Arafat el fracaso resultaba evidente. Los soldados israelíes no sólo no lograron probar la afirmación de Sharon de que el palestino es “irrelevante”, sino que lo convirtieron en un héroe no sólo del pueblo palestino sino del mundo árabe. Consiguieron sofocar las críticas internas a Arafat y hacer que, hoy por hoy, la inmensa mayoría de los palestinos estén con él.

Y tampoco logró que los suicidas palestinos dejaran de detonar sus cinturones bomba en lugares concurridos de las ciudades israelíes, pues se produjeron seis atentados de esa naturaleza en igual número de días, luego de iniciada la ofensiva. Si Sharon dijo recientemente que su propósito era hacer sufrir a los palestinos hasta que se rindieran, lo único que consiguió fue que se multiplicaran los dispuestos a morir por su causa. Al fin y al cabo es un hecho reconocido que la inmensa mayoría del pueblo palestino está de acuerdo con que, desde que Sharon enterró los acuerdos de paz de Oslo al comenzar su gobierno, la única forma de terminar la ocupación israelí es la violencia.

Lo cierto es que la marcha de los tanques y las tropas por las calles de ciudades semidestruidas y sin servicios básicos y combatiendo contra hombres equipados apenas con armas ligeras no contribuyó a proyectar ante el mundo la imagen de un país en lucha contra el terrorismo. Más bien por el contrario, el arresto indiscriminado de todos los hombres entre los 15 y los 70 años y los múltiples incidentes en los que las tropas disparaban en forma indiscriminada condujeron a que en el mundo se multiplicaran no sólo las protestas callejeras antiisraelíes sino las críticas por parte de dignatarios extranjeros. Desde el secretario de Estado norteamericano Colin Powell hasta naciones que rara vez se manifiestan en estos temas, muchos se preguntaron qué podría motivar a Israel a destruir viviendas y matar civiles por decenas. Y el jueves en la noche el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó una resolución que exige a Israel retirar sus tropas en forma inmediata e icondicional.

La situación se complicó aún más cuando se iniciaron combates en la frontera del Líbano con las milicias del Hizbolá, que tienen el apoyo de Siria e Irán, y cuando Egipto, uno de los tres países árabes que tiene relaciones con Israel, anunció la suspensión de todos sus vínculos con ese país, excepto los diplomáticos. La movida del presidente Hosni Mubarak fue un síntoma de lo que sucede en muchos países árabes, donde la presión popular antiisraelí juega en contra de las actitudes moderadas.

El presidente norteamericano George W. Bush, sometido a críticas internas y externas por su falta de acción, resolvió cambiar su política y enviar a Powell a la región en busca de conseguir un alto al fuego. Su interés principal, como ha quedado demostrado en las últimas semanas, es mantener la casa en orden para tener manos libres para su muy anunciada campaña contra Saddam Hussein. Para muchos, la única posibilidad de que Sharon decida dar un segundo aire a las posibilidades de paz con los palestinos provendría de la presión norteamericana.

Comentaristas israelíes le critican a su primer ministro la tendencia a embarcarse en operaciones espec-taculares sin pensar demasiado en su resolución. Recuerdan la invasión al Líbano en 1982, que le costó a Sharon el puesto de ministro de Defensa por las matanzas de Sabra y Chatila y a Israel una situación inmanejable que sólo terminó 18 años después con la retirada israelí. Hoy se preguntan qué tiene pensado su primer ministro para salir de una situación en la que las cartas parecen echadas definitivamente y en la que la seguridad de su pueblo, su gran bandera electoral, está en entredicho indefinidamente.