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Balseros del desierto

La frontera entre México y Estados Unidos es el escenario de un drama mucho mayor que el del estrecho de la Florida.

10 de julio de 2000

La hija de Yolanda González, a pesar de todo, tuvo suerte. Su madre prefirió darle toda el agua que llevaba y morir para que ella viviera. Yolanda, una humilde mujer de 19 años, falleció con ella en sus brazos mientras buscaba inútilmente una sombra que la salvara del calor mortal de 53 grados centígrados.

El caso de Yolanda, una de las tres muertes por deshidratación que se presentaron en el desierto de Arizona entre el martes y el jueves de la semana anterior, fue una más de las miles de tragedias similares que se viven en esa frontera infernal. Según las estadísticas del gobierno mexicano, al menos 320.000 emigrantes ilegales intentan ingresar al territorio de Estados Unidos, desafiando las condiciones inhumanas del camino o la falta casi absoluta de humanidad que les espera al norte de la frontera.

Porque la verdad es que en el remoto caso de que Yolanda hubiera superado el desierto a su llegada habría sido recibida en forma muy diferente a los cubanos que logran llegar a las costas de la Florida. Mientras éstos tienen asegurada residencia y trabajo por romper las leyes de inmigración, a los mexicanos y centroamericanos les espera la persecución implacable y a veces la muerte. No sólo se trata de la estafa de que son objeto por parte de ‘coyotes’ que les cobran por llevarlos, muchas veces con mentiras mortales, ni de la brutalidad de la patrulla fronteriza. A finales de mayo el asesinato de un ilegal, Eusebio de Haro, natural de Guanajuato, perseguido como en una cacería deportiva por una pareja de hacendados texanos a quienes había pedido agua y comida, reveló una realidad aterradora: la creciente costumbre de los propietarios fronterizos de tomarse la justicia por su propia mano.

Los mexicanos han puesto, con toda razón, el grito en el cielo. En la reciente reunión de la Organización de Estados Americanos, celebrada en Ottawa, Canadá, la canciller Rosario Green acusó, sin nombrarlo, al gobierno de Estados Unidos de aplicar un doble estándar en cuanto al respeto por los inmigrantes: “No podemos aceptar, dijo, que los derechos humanos se condicionen sólo a aquellas personas que son ‘legales”. En su clamor fue respaldada, entre otros, por el canciller nicaragüense Eduardo Montealegre, quien señaló la “particular vulnerabilidad y fragilidad que afectan la seguridad de los migrantes”.

La situación ha alcanzado tal grado de volatilidad que un activista mexicano de la zona fronteriza, Carlos Ibarra Pérez, presidente del Comité de Defensa de los Ciudadanos, anunció en el estado de Tamaulipas que pagaría 10.000 dólares a quien asesinara a un guardia fronterizo norteamericano. “Si hay ciudadanos norteamericanos diciendo que van a matar inmigrantes ¿por qué nosotros no podemos matar agentes?”, dijo en conferencia de prensa. La manifestación fue rechazada por las autoridades a ambos lados de la frontera. Pero es, sin duda, un síntoma preocupante de una problemática desatendida.