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Xi Jinping, el hombre del partido, el hijo de la República Popular, no está en una pequeña escaramuza faccionalista para imponer a su gente dentro del Partido.

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Caerán tigres y moscas

Esa expresión de Xi Jinping resume la amplitud de su campaña anticorrupción, que sigue encarcelando personalidades. La movida, de dimensiones históricas, parece ser crucial para la supervivencia del país.

3 de marzo de 2019

Por Guillermo Puyana (*)

El último fue un tigre de rayas gruesas. Fang Fenghui, exjefe del Estado Mayor del Ejército Popular de Liberación de China, fue condenado a cadena perpetua el 20 de febrero por un tribunal militar.  Los cargos: haber aceptado sobornos y tener una fortuna inexplicada. En 2017 Fang hizo parte de la delegación china para el primer encuentro con el presidente Donald Trump. Su firma está junto a la del general Joe Dunford en el acuerdo sino-norteamericano de diálogo estratégico. Y tuvo un papel importante en los acercamientos de Estados Unidos y Corea del Norte en lo que a China concernía.

Poco antes lo había precedido otro tigre, Ma Jian, ex jefe de la muy poderosa agencia de inteligencia de China, adscrita al Ministerio de Seguridad Estatal. Ma, viceministro a cargo de la inteligencia y la contrainteligencia, recibió cadena perpetua el 28 de diciembre.  Ma se declaró culpable y no apeló la sentencia; la agencia de noticias Xinhua reportó: “sus derechos políticos fueron revocados de por vida y toda su fortuna personal confiscada”.

Y más atrás hubo otro togre, Meng Hongwei, vinculado al sistema de seguridad como viceministro de Seguridad Pública y presidente de Interpol desde noviembre de 2016. En esa mismísima calidad partió de Paris el 20 de septiembre con rumbo a Beijing, hizo una escala en Estocolmo y aterrizó en la capital china el 25 donde de inmediato lo detuvieron.   La captura del jefe de la “mayor organización policial del mundo” presagiaba una tormenta diplomática intercontinental.  Interpol pidió información a Beijing sobre lo que sucedía y le respondieron con la carta de renuncia de Meng a su presidencia.  

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Ya no era un problema que concerniera a Interpol y pasaba a ser un asunto interno. Los intentos de la esposa de Meng de jugar la carta internacional y señalar que su esposo bien podría haber muerto no han tenido eco. Porque China no quiere interferencias en su campaña anticorrupción, la más grande desde 1951.  

También pasó por manos de las autoridades sin duda la más vistosa y deslumbrante de las personalidades del alto mundo social chino. Fan Bingbing, una especie de Madonna oriental:  modelo, actriz, productora y cantante, todo un emblema de la reforma y apertura, nació en 1981. La conocen en el mundo como Blink, la mutante que teletransporta creando curvaturas en el espacio-tiempo en X Men: Days of Future Past.  El 1 de julio de 2018 desapareció de la escena pública y los diarios reportaron su detención.  Como en China la evasión fiscal sólo es delito para los reincidentes, Fan tuvo que pagar 128 millones de dólares de multa para salir en libertad sin cargos criminales.   

La estrella dijo en una declaración pública de arrepentimiento que “recientemente he sufrido un dolor sin precedentes, estoy muy avergonzada por lo que he hecho. Sinceramente me discupo con todos, acepto todas las sanciones que me han impuesto de acuerdo con la ley por las autoridades tributarias”.  Y le alcanzó para reconocer que “sin las buenas políticas del Partido [Comunista] y el Estado y el amor del pueblo, no existiría Fan Bingbing”. No podía ser menos, pues por la décima parte de su evasión condenaron a cadena perpetua a Ma Jian y a otros los han puesto en el pasillo de los condenados a muerte.

Fan tenía todo para ser un tigresa: dinero, fama, poder mediático, prestigio, exposición internacional, una carrera rutilante y una vida llena de lujos, pero no era más que una mosca, sin duda la más grande y verde de todas las que han caido.   Ser tigre o mosca depende solo del nivel de poder que se ostente, sino sobre todo a la jerarquía que se tenga en el gobierno, el partido o el ejército. Tigres son los altos dignatarios del gobierno, el ejército y el partido, todos los demás son moscas.

Caerán tigres y moscas” había prometido Xi Jinping a pocas semanas de su elección en 2012 como secretario general del Partido Comunista y presidente de su Comisión Militar Central, dos instancias del poder indispensables que un líder sea considerado “núcleo dirigente” de una generación política. De hecho los tiene desde antes de su elección como presidente de la República Popular, cargo al que llegó Xi en marzo de 2013.  Para Xi la corrupción representaba la mayor amenaza a la estabilidad social de China y el principal desafío a la legitimidad del Partido Comunista. Al lanzar su conjuro anticorrupción dejó claro que como el problema carcome las bases sociales del partido y le arrebata la legitimidad, combatirlo exige un enfoque global. Y que no puede enfocarse en un sector político o social, ni a una región, ni a un área de la economía. La lucha es general, contra los tigres que representan a funcionarios de nivel viceministerial y superiores y oficiales del ejército con rango de mayor general en adelante. Y también contra las moscas, todos los funcionarios y oficiales de rangos inferiores a los tigres, y los particulares, por importantes y poderosos que sean.

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Lo que el mundo creyó una metáfora de un discurso de posesión, con el tiempo resultó ser nada retórico; al cabo de cinco años han caído casi 2.500 tigres y moscas, de ellos 597 han sido sentenciados con penas que van desde los 15 años de prisión a la muerte.  Las cadenas perpetuas y a muerte están claramente concentradas en los tigres y a más alto el rango de poder del que abusaron, más grave la condena.

La magnitud y profundidad de la campaña y la gravedad del problema  se reflejan también en que en que en seis años los jueces chinos han procesado a 45 miembros del Comité Central del Partido Comunista Chino, mientras que entre 1949 y 2013 enjuiciaron a 35.  En las crisis políticas y luchas faccionalistas de la era de Mao y Deng cayeron por razones ideológicas miembros del poderoso Politburó (25 miembros del Comité Central) y del aún más poderoso Comité Permanente del Politburó (7 miembros). Salvo esos antecedentes, esta es la primera vez que el gobierno persigue y sanciona personas en ese nivel por corrupción.

La mayor parte de los analistas occidentales suele dar rienda suelta a su cíclica obsesión por vaticinar el siguiente colapso de China. Creen que la mayor lucha anticorrupción de la historia china sólo es una pelea entre facciones, desatada por un conjetural afán de Xi para perpetuarse en el poder. De ese modo trivializan la preocupación central sobre los efectos de la corrupción en las bases de la sólida alianza social que mantiene al Partico Comunista Chino rozagante en el poder a 70 años de su ascenso. No hay que olvidar que por ese mismo aniversario el Partido Comunista Soviético hacía su cuenta regresiva hacia su final dos años más tarde. Ya andaba rengo por su expansionismo, la pesadez de su burocratismo, la ineptitud inconmensurable de su liderazgo y, como no, la extensión de la corrupción.

En la visión corta de molde conspirativo, Xi Jinping necesita purgar a sus adversarios y poner al mando a sus leales. Es decir,  aquellos que militan en lo que se llama Nuevo Ejército Zhijiang para referirse a la base de apoyo que construyó Xi entre 2002 y 2007 en Zhejiang cuando fue Secretario del Partido Comunista de esa provincia.  Pero el nivel de poder de Xi, sólo ostentado en China por cuatro personas en 70 años, se explica solamente como el resultado de haber construido su prestigio dentro del partido y haberse ganado el respaldo amplio que explica que la transición haya sido predecible y no haya tenido alteraciones.  A ese nivel hoy en China no hay tales luchas faccionalistas para resolver mediante la purga disfrazada de campaña antiroccupción. Hoy impera un consenso de unidad sobre la importancia de actuar de consuno para erradicar el principal factor de riesgo político que existe en China, precisamente por su efecto corrosivo sobre la legitimidad política del Partido Comunista.

La trayectoria personal de Xi Jinping explica sus posiciones políticas y el énfasis en devolver al partido su prestigio:  su gran obra al lado de su Nuevo Ejército Zhijiang fue la lucha anticorrupción en una de las provincias más prósperas de China.  Él y sus aliados de la época tienen en común que nacieron entre 1950 y 1960. Es decir, son hijos de la República Popular que pasaron su adolescencia y joven adultez en la frenética e hiperideologizada Revolución Cultural (1966-1976). Pero estaban lo suficientemente jóvenes en 1980 para redirigir sus vidas y sus carreras cuando llegó el reverzaso hacia el énfasis en desarrollarse y enriquecerse de la era Deng. No es la generación heróica que ganó la guerra y vivió las privaciones de la primera época de la reconstrucción del país luego de la devastadora sucesión de guerras desde 1842 hasta 1949. Pero tampoco es la generación frustrada que sale de la Revolución Cultural a una lucha cotidiana por enriquecerse y a vivir la crisis emocional e ideológica de un cambio de paradigma tan radical. Es decir, del simbólico soldado Lei Feng que todo lo daba por el pueblo y por el país, a los nuevos ejemplos construidos en el slogan “ser rico es glorioso” que inexactamente se atribuye a Deng Xiaoping. Pero esa frase moldeó la cultura nacional hacia el derrotismo y el complejo con occidente, y sobre todo quebró los diques ideológicos que rechazaban la corrupción porque despreciaban la riqueza personal.   

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Xi Jinping es la amalgama de una experiencia postrevolucionaria de una generación en alerta sobre la necesidad de llevar al país hacia una prosperidad equitativa lo más opulenta posible.  Porque esa es la utopía socialista, que camina por senderos plagados de peligros. Amenazas mayores y más lacerantes surgidas del envilecimiento de su propia población cuando cae en las redes de la codicia y el afán de lucro y usa los atajos de la corrupción pública y privada. Esa es la “contaminación espiritual” frente a la que el partido llamó a la alerta general en la década de los ochentas.

El dilema chino siempre ha sido cómo controlar los efectos sociales nocivos del enriquecimiento, desde los primeros años de la fundación de la República Popular.  Al ganar la guerra y concentrarse en la reconstrucción y el desarrollo, China vivió un impulso de su economía. Pero con la riqueza persistieron comportamientos contrarios al orden social que se imponía bajo la regla del Partido Comunista.  El núcleo dirigente liderado por Mao consideraba estos vicios contrarrevolucionarios, máculas burguesas y capitalistas que no desaparecieron con el triunfo del Partido Comunista. Y que había que combatir pues deslegitimaban a la nueva china desde su tuétano.

En 1951 Mao lanzó una campaña de escala nacional contra los “tres males” (corrupción, despilfarro y burocratismo) que extendió a los “cinco males” (soborno, evasión de impuestos, engaño en contratos con el Estado, apropiación de bienes del Estado y hurto de información económica).  Mao también exigía atrapar tigres y moscas. “Necesitamos una buena limpieza de todo el Partido, limpieza en la que se pongan al descubierto todos los casos de corrupción administrativa sea grande, mediana o pequeña”.

Cuando China entró en la frenética espiral de crecimiento a partir de los años ochenta, el problema de los males y vicios asociados al enriqueciento volvio a presentarse. Pero esta vez  con algo de complacencia oficial reflejada el slogan “ser rico er glorioso”.  El Estado lanzó más campañas anticorrupción de efecto controlado, pues la China de Deng aborrecía las movilizaciones masivas nacionales de la época de Mao.   

Xi Jinping es todo un hijo de la República Popular y una hechura del Partido, nunca ha sido un  outsider y tiene un currículo que muestra su ascenso paulatino, lento, escalonado y disciplinado en las estructuras del Partido y del gobierno. Llegó al círculo externo del poder, el Comité Central, en 1997 y vio pasar diez años antes de llegar al primer anillo, el Comité Permanente del Politburó. Todavía le faltaban inco años más para llegar a secretario general en el XVIII Cogreso del Partido Comunista.

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El ascenso de Xi es más parecido a una transición cuidadosamente acordada entre liderazgos en medio de un clima altamente predecible y estable que a una sangrienta lucha de facciones para imponer al Nuevo Ejército Zhijiang. Es equivocado ver campaña de Xi contra tigres y moscas como una estrategia de un individuo para consolidar una camarilla en el Partido Comunista. En efecto, en China el faccionalismo se identifica con la división y la debilidad del país, todo lo contrario de Xi Jinping, a quien  Kerry Brown describe como un “Party Man”. Sabe que es inmensamente poderoso porque el partido que dirige es poderoso. Pero tambièn que él mismo carece de poder individual por fuera de la estructura del partido. Xi es fuerte si su partido es fuerte.

Cuando Xi se inauguró como lider de la nueva generación de dirigentes reveló sus cromosomas partidistas y dijo que la caza de tigres y moscas era esencial. Porque de no hacerlo se distanciarían del pueblo: “perderíamos nuestras raíces, nuestro espíritu y nuestra fuerza”.

La narrativa histórica enraizada habla del papel descollante del Partido Comunista Chino en la liberación de China de su peor periodo de humiilación histórica. En ella  Xi representa un núcleo dirigente que ve con claridad que su país es poderoso no obstante y a pesar de Occidente. Y que sus amenazas son internas y que una de las peores es la corrupción. Mao la veía como una manifestación de la lucha de clases, pero destacaba sobre todo su efecto corrosivo sobre la sociedad. Igual que a Mao, a Xi le inquieta que la corrosión disuelva los valores en la sociedad y destruya la legitimidad política.

China vive una época de satisfacción histórica: está a 30 años de cumplir 100 como República Popular con su poderío aún en ascenso. Pero está rodeada de desafíos internacionales por las tensiones que surgen desde potencias hegemónicas y agresoras como Estados Unidos y Japón. Será determinante la forma en que enfrente  sus dos más apremiantes problemas internos: la inequidad y la corrupción. No hay que olvidar que cuando éstas se desbordaron en las épocas dinásticas y los años de debilidad institucional de la república de Sun Yatsen, acabaron con la cohesión social que nutría los sistemas políticos.

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Xi Jinping, el hombre del partido, el hijo de la República Popular, no está en una pequeña escaramuza faccionalista para imponer a su gente dentro del Partido. Anda más bien en una gran guerra contra un enemigo soterrado y silencioso que destruye la legitimidad del sistema. Del mismo que, en términos chinos, acaba con la unidad social en la que se edifica la estabilidad política sobre la que está montada la estrategia de desarrollo económico que tan impresionantes resultados ha dado al país.  Ya consolidado en el poder con las reformas constitucionales que le permiten elevarse como el líder más poderoso desde 1976, Xi tiene varios años por delante aún al mando de su generación de liderazgo. Y es muy plausible que sigan cayendo tigres y moscas.

(*) Experto sinólogo