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CRIMEN SIN CASTIGO

La absolución de la brutalidad policial incendia Los Angeles y renueva el debate sobre el racismo en Estados Unidos.

1 de junio de 1992

CUANDO SE CONOCIO EL VEREDICTO DEL jurado de la Corte de Simi Valley, California, el alcalde de Los Angeles Tom Bradley supo que habría grandes problemas de orden público. Durante todo el año pasado el tema había estado presente en las calles de Los Angeles, desde que el 3 de marzo de 1991 cuatro policías protagonizaron el caso más sonado de brutalidad de los últimos tiempos. Los comentarios especulaban sobre la severidad de la condena, pero casi nadie creía que se les declararía inocentes. Por eso, la sorpresa dio paso a la indignación y ésta a la ira. Si los agresores de Rodney King habían perpetrado su delito con total justificación, cualquier cosa podría pasarle a la población negra de Los Angeles.
La indignación parece completamente justificada. Esa noche varios carros de la policía detuvieron tras una corta persecución a un automóvil Hyundai del que descendió un hombre de color. Uno de los uniformados le descargó en el pecho una pistola eléctrica de 50 mil voltios, antes de que tres de sus compañeros comenzaran a golpearle en los riñones, el abdomen, el cuello y el rostro con sus bolillos. Entre tanto, un helicóptero bañaba la escena con sus reflectores para mejorar la visibilidad y 11 policías más observaban sin intervenir. No fueron más de tres minutos, pero al terminar, Rodney King tenia 11 fracturas en el cráneo, una en el pómulo, un codo roto, una quemadura en el pecho, lesiones internas, conmoción cerebral y le faltaban varios dientes.
Todo ello no hubiera pasado de ser una más de las historias de brutalidad policíaca que circulan en los barrios bajos de Los Angeles, nunca bien comprobadas. De hecho la oficina del sur de California de la Unión Norteamericana de Derechos Civiles recibe un promedio de 55 quejas semanales principalmente de ciudadanos negros y de origen latinoamericano, contra el comportamiento policial. Pero esta vez, un vecino blanco llamado George Holliday tenía a mano su cámara de video casero y grabó todo el incidente. A las pocas horas el país -y el mundo entero- era testigo casi presencial del intento de asesinato. El comentario general fue que esta vez los argumentos policiales, que siempre pesaban más que los del afectado, no podrían ganarle a las imágenes.
Los responsables -el sargento Stacey Koon y los agentes Laurence Powell, Timothy Wind y Theodore Briseño- presentaron reportes contradictorios y presumiblemente falsos. Por ejemplo, sostuvieron que habían iniciado la persecución tras determinar por el radar que el carro sospechoso iba a 185 kilómetros por hora, aunque en las grabaciones del radio no hay ninguna mención a su velocidad y la fábrica del Hyundai modelo 88 certificó que ese automóvil no puede correr más allá de los 160 kilómetros por hora. Los policías sostuvieron también que la paliza había comenzado cuando King había hecho el ademán de meterse la mano a un bolsillo, lo que en la cultura policíaca es considerado una actitud amenazante. Pero un testigo aseguró que King rogaba a sus agresores que dejaran de pegarle, mientras los policías hacían chistes y se reían de su víctima. Y por sobre todo ello estaba el video, que mostraba la escena patética de un hombre indefenso en manos de verdaderos criminales.
El proceso contra los asesores comenzó bien y, sin embargo, no iba a ser tan fácil. El presidente George Bush declaró desde Washington que estaba "asqueado" por la escena, y que esperaba que el caso llegara hasta las últimas consecuencias. Sólo tres semanas después del incidente los cuatro responsables directos estaban bajo arresto, los 11 del coro eran investigados y el jefe de policía de Los Angeles, Daryl Gates, se encontraba bajo presiones para que renunciara a su cargo, en medio de una explosión de denuncias que tenían un denominador común doble: violencia policíaca y racismo. En primer lugar de las críticas estaba el régimen legal de la policía de Los Angeles, que ,tiene autonomía casi total, hasta el punto de que el puesto de jefe no puede ser destituido por el alcalde o la comisión ,de policía sino por justa causa, que se traduce en mala conducta o negligencia deliberada.
El asunto comenzó a oler mal cuando el jefe de policía resistió todas las presiones y se quedó en el cargo. Daryl Gates es un funcionario de carrera caracterizado por sus conceptos sobre las minorías étnicas ("Los latinos son perezosos", "los negros mueren más rápido que la gente normal ", "los inmigrantes judíos de Europa Oriental son espías") . Actitudes que, según los sociólogos, no le hacen responsable por todas las acciones de sus subalternos, pero establecen el tono de su relación con esas razas.
Pero si la comunidad negra de Los Angeles estaba dispuesta a aceptar la permanencia de Gates, la absolución de los acusados estaba por fuera de todas las expectativas. El proceso fue trasladado a la localidad predominantemente blanca de Simi Valley, porque uno de los abogados defensores vendió con éxito la idea de que en la ciudad los acusados estaban expuestos al linchamiento. La ausencia de negros entre los 12 miembros del jurado se convirtió en otro mal indicio. A medida que se acercaba el veredicto, las posiciones a su alrededor se radicalizaban, y comenzaba a ganar adeptos la tesis de la defensa según la cual la paliza fue justificada por la actitud agresiva de King.
La tesis central de los defensores recogió algo que resulta innegable: que con el crecimiento de la violencia en las calles de Estados Unidos, los policías adquieren una predisposición sicológica hacia la violencia. Pero eso no alcanza a tapar que los derechos humanos de las minorías, y en especial de los negros, están en un segundo plano. No bien conocido el veredicto, las turbas se apoderaron con rapidez inusitada de un área extensa de Los Angeles que resultó saqueada e incendiada. Bush y Bradley convocaron a la cordura, pero el saldo de muertos no pudo evitarse. Para muchos analistas, el caso de Rodney King se convirtió en una espina en el zapato de Washington, porque de ahora en adelante será muy fácil argumentar que mal puede el presidente de Estados Unidos convertirse en el defensor de los derechos humanos en el resto del mundo, cuando no es capaz de garantizar los de sus propios ciudadanos. -