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El primer levantamiento contra el presidente Menem demuestra que la amenaza militar subsiste.

7 de enero de 1991

Todo comenzó a las 3:30 de la madrugada. Fue entonces cuando los amotinados tomaron, en perfecta coordinación, cinco de los más importantes edificios militares de Buenos Aires. Se iniciaba la última y más sangrienta de los llamados "Carapintadas", una facción sediciosa del ejército argentino, para la cual el reloj parece haberse detenido en los años 70.
Al despuntar el día, los revoltosos tenían el control del Cuartel General del Ejército, situado en el Edificio Libertador, frente a la Casa Rosada, la residencia oficial del presidente de la república. La reacción de las fuerzas leales al gobierno del presidente Carlos Saúl Menem no tardó. Pero a diferencia de los anteriores levantamientos, esta vez la represión fue violenta. El cuartel general fue escenario de varias horas de intenso tiroteo, mientras cuatro aviones de combate sobrevolaban los alrededores, aparentemente dispuestos a bombardear el edificio, La jornada terminaría con más de 20 muertos, entre ellos varios civiles. Se trataba del primer alzamiento "carapintada" contra Menem, escenificado precisamente cuando se esperaba la visita del presidente norteamericano George Bush. Según el mayor Hugo Abete, portavoz de los alzados, su objetivo no era cuestionar la presidencia de Menem, sino obtener el relevo de la comandancia del ejército, a la cual no consideraban "representativa". Un tema manoseado, que movió a las tres intentonas que enfrentó el anterior gobierno de Raúl Alfonsín -en Semana Santa de 1987 y enero y diciembre de 1988. Los cabecillas ideológicos de los "carapintadas", los archiconocidos Mohamed Alí Seineldin y Aldo Rico, insisten en que el suyo es un conflicto interno con los altos mandos.
Pero detrás de ese motivo aparente, se esconde a los ojos de muchos observadores, la existencia de un importante sector del ejército animado por un implicito desprecio por la autoridad civil, a la que no ha podido asimilar.
En esta ocasión, las calles más concurridas de Buenos Aires fueron escenario de los combates. Mientras tanto, miles de ciudadanos disfrutaban del sol estival, inconscientes del peligro de ser alcanzados por una bala perdida. Pero muy conscientes, tal vez, de la amenaza del militarismo en un país que ya ha sufrido bastante por cuenta de sus organismos castrenses.