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DE WASHINGTON VIENE UN EMBARQUE

Armas a Iran a cambio de rehenes norteamericanos, el último escándalo de la administración Reagan

15 de diciembre de 1986


La liberación de David Jacobsen, un norteamericano secuestrado en el Líbano hacía más de un año por chiítas pro iraníes, tenía todos los visos necesarios para convertirse en uno de los grandes hits de la administración Reagan. Y por poco lo es, si no hubiera sido por la historia un tanto extraña que algunos días después publicó la prensa libanesa sobre la visita semanas atrás del antiguo asesor en seguridad nacional de la Casa Blanca, Robert McFarlane, a Teherán con un peculiar regalo: un ponqué en forma de llave y una Biblia autografiada por el propio presidente Reagan.

Si la noticia se hubiera producido en otro lugar, quizás no hubiera pasado de ser algo anecdótico. Pero el hecho de que un hombre que fuera hasta hace muy poco uno de los asesores cercanos al presidente Reagan viajara precisamente a Irán, uno de los países más duramente atacados por los Estados Unidos por su apoyo al terrorismo antiamericanista, no podía ser visto ingenuamente por nadie, por más ponqué en mano que se tuviera.

La historia puso al descubierto uno de los planes secretos más intrincados de la actual administración y estuvo a punto de generar la renuncia del secretario de Estado, George Shultz. Durante un año y medio, los Estados Unidos habían estado enviando a Irán, no sólo mensajes diplomáticos sino también repuestos para armamento y equipo militar por más de 60 millones de dólares, mientras en público miembros de la administración pregonaban a los cuatro vientos su determinación de no negociar con gobiernos que apoyaran el terrorismo y pedían reiteradamente a los países amigos suspender la venta de armas a Irán para tratar de poner fin a su guerra de seis años con Irak.

A cambio, Estados Unidos había obtenido la liberación de los rehenes del avión de la TWA en el Líbano y la de tres rehenes más, incluida la de Jacobsen la semana anterior.

El plan
El plan había comenzado a tomar forma a mediados del 85, precisamente a raíz del secuestro del jet de la TWA, cuando las esperanzas de que Siria contribuyera a la liberación de los rehenes estaban prácticamente agotadas.

Si bien para los líderes religiosos iraníes Estados Unidos seguía siendo el "imperio del demonio", había algo por lo cual estaban dispuestos a hacer prácticamente cualquier cosa: repuestos para su flota de aviones adquirida por el sha antes de 1979, y que se encontraba casi en su totalidad en tierra desde que el embargo decretado por Carter les había impedido comprar los elementos necesarios para repararla. Fue entonces cuando apareció Israel con su ofrecimiento de servir de intermediario. Así, no sólo los Estados Unidos obviaban sus problemas legales, sino que además los israelíes podían a su vez seguir encubriendo sus propios suministros de armamento a Irán. A McFarlane, entonces director del Consejo Nacional de Seguridad, le sonó la idea más por el aliciente de lograr una pronta liberación de los rehenes que pensando en el futuro de las relaciones entre los dos países y, con la aprobación del presidente Reagan y la del entonces primer ministro israelí Shimon Peres, se puso a funcionar el plan, dirigido por McFarlane y a su lado, el teniente de la marina Oliver North, un experto en contraterrorismo.

Si bien otros niveles de la administración, como el Departamento de Estado, estaban enterados, el plan lo manejaba exclusivamente el Consejo Nacional de Seguridad, al punto que ni siquiera la CIA, involucrada habitualmente en este tipo de acciones, lo conocía. El costo de los embarques, alrededor de 10 millones de dólares cada uno, era financiado en su totalidad por Estados Unidos, que proporcionaba las partes y los equipos para ser llevados a Teherán, o compensaba a Israel con versiones más modernas del armamento que él mismo enviaba.

La crisis Shultz
Si bien la responsabilidad de las negociaciones era exclusivamente del propio presidente Reagan, y la más afectada con las revelaciones es la propia administración y su credibilidad frente a la opinión pública, el Congreso y los países amigos, las revelaciones estuvieron, paradójicamente, a punto de cobrar la cabeza de quien tenía muy poco que ver con el asunto: el secretario de Estado, George Shultz.

Shultz, aunque conocía la existencia del plan, no sólo se había opuesto a él sino que precisamente porque no compartía el sentir de la administración, se había mantenido completamente al margen. Por eso mismo, ignoraba por completo los últimos desenvolvimientos, incluida la visita de McFarlane a Teherán apenas unos pocos días antes de que Jacobsen fuera liberado después de otra entrega de armas.

Cuando el secretario conoció durante su visita a París las publicaciones de la prensa, reaccionó enfurecido y mandó a los periodistas a que "le preguntaran a la Casa Blanca" y no a él por el asunto. Al descubrirse el plan, era Shultz el primero que había quedado a los ojos de la opinión pública como un solemne mentiroso. Hacía apenas un mes y medio, el 1° de octubre, el secretario de Estado se había reunido en las Naciones Unidas en Nueva York con los ministros de Relaciones Exteriores de los países árabes y les había dicho que debido a la "intransigencia" de Irán en la búsqueda de una paz negociada con Irak, Estados Unidos había intensificado sus esfuerzos para lograr que los países amigos no le vendieran armas al gobierno de Teherán. El disgusto de Shultz fue tal, que se llegó a rumorar durante varios días la posibilidad de su renuncia, que él se encargó de desmentir más tarde.

Habla Reagan
Inicialmente, la respuesta oficial a la avalancha de informaciones que iban apareciendo diariamente en la prensa fue prácticamente nula. Sólo unos cuantos días después de las primeras revelaciones, el vocero de la Casa Blanca, Larry Speakes, se refirió al tema para afirmar, sin admitir aún los hechos que "ninguna ley ha sido violada". El lunes de la semana pasada, sin embargo, el presidente Reagan se reunió con el Consejo Nacional de Seguridad, del que hace parte Shultz y el jueves tuvo que reconocer por la televisión que había enviado a McFarlane con el fin de "elevar el nivel diplomático de los contactos" con las autoridades iraníes y había autorizado la transferencia de "pequeñas cantidades" de armas a ese país. Reagan aseguró, sin embargo, en que no había pagado un rescate por los estadounidenses secuestrados en el Líbano, que no apoyaba a los iraníes en su guerra con Irak, y que era totalmente falsa la versión de que había violado secretamente la política norteamericana de no negociar con los terroristas.

El Presidente justificó las gestiones secretas diciendo que estaban encaminadas a reanudar las relaciones con Irán, poner fin a la guerra con Irak, eliminar el terrorismo y la subversión fomentados por el Estado y buscar el retorno a salvo de todos los rehenes. "Debido a la publicidad de la semana pasada, toda la iniciativa corre serios riesgos ahora", dijo.

Reacciones
Las reacciones en el mundo fueron disímiles. Mientras Francia, que ha adoptado una actitud similar con respecto a Siria, aplaudió la posición de Washington, lo mismo que Italia, los británicos se abstuvieron de hacer comentarios aduciendo que aún no tenían elementos de juicio suficientes. Pero los más sorprendidos fueron sin duda alguna los árabes, quienes vieron totalmente desvirtuada la reiterada afirmación de Washington en el sentido de que Estados Unidos permanecería neutral en la guerra del Golfo Pérsico.

Al interior de los Estados Unidos aunque naturalmente los hechos crearon desconcierto, quizás no fueron muchos los sorprendidos. Al fin y al cabo lo de Irán es otra mentira más que se suma a la ya larga lista que tiene en su haber la administración Reagan. Está de por medio, además, la liberación de los rehenes que aún se encuentran secuestrados, frente a lo cual la opinión pública se puede tornar más benévola, aunque en el fondo se siga preguntando cuál será el precio que se tendrá que pagar la próxima vez.~