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DERROTA ATOMICA

La trascendental negativa a la aprobación del tratado contra las pruebas nucleares parece <BR>una 'vendetta' contra Clinton.

15 de noviembre de 1999

Con el sol cada vez más a sus espaldas y terminando una presidencia marcada por los éxitos,
pero también por múltiples controversias, Bill Clinton quería dejar un legado histórico capaz de hacer olvidar
escándalos como el de su romance furtivo con Monica Lewinsky. Para ello nada mejor que la ratificación del
tratado que prohíbe las pruebas nucleares, que el presidente promovió y firmó de primero, con bombo y
platillos, en la sede de Naciones Unidas en Nueva York en 1996. Estaba planteado como los cimientos de
un mundo futuro libre de la amenaza de una guerra atómica.
Pero la semana pasada la bancada republicana del Senado, haciendo uso de su mayoría invencible, le
negó esa posibilidad y, de paso, pareció demostrar que ningún tema es tan trascendental como para dejar
de lado su odio hacia el presidente demócrata. En defensa de su actitud adujeron que la ratificación
podría poner en condiciones de inferioridad a Estados Unidos frente a los países que aún habiendo firmado y
ratificado el tratado hicieran trampa. El líder de la bancada, el senador Trent Lott, dijo después de la votación
que "algunos de los senadores más sensatos que hayan servido en esta corporación estaban de acuerdo en
que era imposible verificar el cumplimiento de otros países. Este era un tratado fallido".
Sin embargo la mayoría de los observadores coincidió en que en la actitud republicana prevaleció un
interés partidista centrado en hacerle daño a Clinton.
Para ello señalan que la decisión paró en seco un camino hacia el desarme nuclear iniciado desde que un
presidente republicano tan emblemático como Dwight Eisenhower, quien propuso en 1958 la prohibición de las
pruebas atómicas en una actitud seguida, siempre con la anuencia del Congreso, por todos los presidentes
posteriores de uno y otro partido.
Otros argumentan que aunque en los temas internos son frecuentes las batallas entre la Casa Blanca y el
Capitolio, en los temas internacionales lo usual es que los senadores dejen el camino libre al Ejecutivo. Tanto
es así que la última vez que un acuerdo internacional de trascendencia fue negado por el Senado se
produjo en 1919, con consecuencias funestas. En esa oportunidad el Senado negó la ratificación de la paz
de Versalles que creaba la Liga de las Naciones. Curiosamente el presidente era también un
demócrata, Woodrow Wilson, y los republicanos le odiaban (ver recuadro).
Lo cierto es que los republicanos se jugaron una carta peligrosa porque, como dijo a SEMANA una analista
de Washington, "los demócratas tienen ahora la posibilidad de presentar a sus adversarios como en
contravía de la historia. Con su actitud han puesto en seria duda el liderazgo moral de Washington en cuanto
a la paz mundial". Efectivamente, el vicepresidente-candidato Al Gore dijo en su primera propaganda
televisiva que esa votación "va contra la marea de la historia".
El golpe en Pakistán, una potencia nuclear con antecedentes belicistas (ver recuadro), y la reacción
unánime de los líderes del mundo entero, parecieron subrayar lo inconveniente de la actitud de los
republicanos. Sobre todo porque se abrió la posibilidad para que el tratado fracase si otros países con
bomba atómica siguen ese ejemplo. Se requieren 44 ratificaciones para que entre en vigencia, pero sólo se
han presentado 26.
A pesar de todo Clinton y sus copartidarios parecían contentos al final de la semana. El presidente aseguró
que su país seguirá cumpliendo su moratoria unilateral a las pruebas nucleares y pidió a los demás países
seguir su ejemplo, mientras vaticinaba que Estados Unidos tarde o temprano terminaría ratificando el tratado.
Parecía seguro de que, a la larga, la historia estaría de su lado.


Enfrentamiento histórico
Desde el tratado de Versalles, que fue negado en 1919, ningún tratado internacional de los alcances
del enterrado la semana pasada había sido derrotado en el Congreso norteamericano. En esa ocasión el
presidente humillado fue Woodrow Wilson, quien hacia el final de la Primera Guerra Mundial había
promovido la creación de la Liga de las Naciones como mecanismo de prevención de conflictos.
Wilson tenía una visión idealista y aun desde antes de la terminación de las hostilidades decidió asumir
personalmente el reto de la paz. Viajó a París para participar en las negociaciones pero descuidó el
manejo de las minucias políticas. No llevó a ningún republicano en su delegación y, para empeorar las
cosas, tuvo que renunciar a varios de sus principios para conseguir un acuerdo viable. Cuando regresó a
Washington se encontró con que había surgido una apasionada oposición hacia el tratado de paz y su
corolario, la Liga de Naciones. Wilson rehusó negociar con el presidente de la comisión de relaciones
exteriores, Henry Cabot Lodge, quien no ocultaba su desprecio por el mandatario. Muchos sostenían que
Wilson había sido manipulado por los gobernantes europeos, más sofisticados en esos temas.
Lo cierto es que el tratado fue derrotado y Estados Unidos nunca entró a la Liga de Naciones, lo cual hirió de
muerte a esta organización y excluyó a Estados Unidos de los esfuerzos por evitar la Segunda Guerra
Mundial.


Pakistán caliente
En otras circunstancias un golpe militar en Pakistán no hubiera impresionado a nadie. Al fin y al cabo el
cuartelazo es una arraigada tradición en Islamabad y los militares siempre han jugado un papel exagerado en
la vida del país. Lo que puso en el centro de atención mundial la caída del primer ministro Nawar Sharif fue la
circunstancia de que Pakistán tiene bomba atómica y un viejo y apasionado litigio con la India.
Que el poder de una potencia nuclear tercermundista esté en manos de un general como Pervaiz Musharraf, un
reconocido halcón, hizo ver con claridad la gravedad del fracaso de la ratificación por Estados Unidos del
tratado contra las pruebas nucleares.
Pakistán y la India fueron creados en 1947 cuando el Imperio Británico dividió ese extenso territorio
subcontinental por sus límites religiosos: el primero con mayoría musulmana y la segunda
predominantemente hinduista. Desde entonces los dos países han librado tres guerras, dos de ellas sobre la
región de Cachemira.
La inevitable carrera armamentista llegó a un punto inquietante cuando ambos países resolvieron producir su
propia bomba atómica.
A mediados de este año las hostilidades volvieron a prenderse cuando un contingente de combatientes
islámicos paquistaníes ingresó al sector indio de Cachemira. Citado a Washington, Sharif aceptó retirar a los
invasores, lo cual, a la larga, le costó el puesto a manos de Musharraf, quien estaba detrás de la operación
y no fue consultado. Ese mismo militar tiene hoy, sin manejo civil alguno, el control sobre el gatillo
nuclear en una región inestable por excelencia.