Home

Mundo

Artículo

La campaña de Donald Trump parecía perdida una semana antes de la elecciones. Al final, los blancos con bajo nivel educativo votaron masivamente y lo catapultaron a la Casa Blanca. | Foto: A.P.

PORTADA

Cómo encajar el golpe que representa Donald Trump

El candidato republicano sorprendió al mundo entero con su victoria, pero ahora tendrá que gobernar un país profundamente dividido que parece al borde de un estallido social.

12 de noviembre de 2016

La política de Estados Unidos y del mundo acaba de vivir un verdadero cataclismo. El resultado de las elecciones presidenciales en ese país, que condujo a la Casa Blanca al magnate republicano Donald Trump y que dejó tendida en la lona a la candidata demócrata Hillary Clinton, no solo sorprendió a miles de personas que venían creyendo en las encuestas. También ha desnudado y agravado un fenómeno inquietante que se nota incluso en las calles de Miami a Seattle y de Nueva York a Los Ángeles. Se trata de una enorme grieta que parte en dos a la sociedad estadounidense. 

El miércoles a las dos de la mañana se supo a ciencia cierta que Trump era el nuevo presidente. Tras un larguísimo martes, la noticia de que el magnate había ganado en el estado de Pensilvania con sus 20 delegados al Colegio Electoral confirmó su victoria. Al final obtuvo un total de 290, con lo cual superaba los 270 que requería. Otros estados como Michigan, Ohio y Wisconsin, en el medio oeste, así como Carolina del Norte y la muy codiciada Florida le dieron la estocada definitiva a Hillary Clinton, que se quedó con 228 delegados.

Lo curioso es que mientras que Trump fue primero en el Colegio Electoral, la exsecretaria de Estado lo sobrepasó en el número de votos ciudadanos. Ella logró 60,2 millones, y él no pasó de los sesenta. Eso quiere decir que ella habría ganado las elecciones si en Estados Unidos hubiera una democracia directa. Es decir, si los ciudadanos votaran por el nombre de cada candidato a la Casa Blanca y no por los de los delegados de cada uno de los 50 estados al Colegio Electoral.

Pero el abismo que separa hoy a los gringos va mucho más allá de los números. Lo que quedó claro con la elección de Trump es que a cada una de las dos partes del conglomerado social la inspiran valores diferentes. Una mitad piensa que Estados Unidos se erige como una potencia gracias sobre todo a la inmigración. A los llegados de Italia y de Irlanda, a los que cruzaron el Atlántico desde Alemania, a los que atravesaron el Pacífico desde Japón o China, y también a los mexicanos y dominicanos y colombianos. Esa mitad cree en el melting pot, en el respeto a la diversidad, en los compromisos internacionales, en el aborto regulado, en el control a las armas, en la legalización de la marihuana, en que el Estado debe ofrecer ciertos servicios, en la democracia, en el libre comercio y en la libertad de expresión. Es una mitad comprensiva e incluyente. Es la mitad que encarna, con todo y sus defectos, el presidente Barack Obama. Y la que pretendía encarnar Hillary Clinton.

La otra mitad cree todo lo contrario. Que la marihuana no debe ser legal jamás. Que la sentencia Roe contra Wade, que desde los años setenta autoriza el aborto en ciertas ocasiones, debe revaluarse. Que hay que revisar los tratados de libre comercio como el TLC porque producen desempleo. Que hay que deportar a miles de inmigrantes sin papeles, levantar un muro en la frontera con México y dificultar la entrada a los musulmanes. Que hay que desmontar el sistema de seguro de salud para quien no lo tiene. Que Estados Unidos debe salirse de la Otan por obsoleta. Que hay que echar atrás los acuerdos con Irán. Que debe reinstaurarse la tortura. Y que para luchar contra Estado Islámico no debe descartarse usar una bomba nuclear. Esa es la mitad que encarna Donald Trump.

El problema es que esta segunda mitad fue la que ganó las elecciones del 8 de noviembre. Y Donald Trump, que la representa, es, tal como dice en The New Yorker el profesor de la Universidad de Connecticut Jelani Cobb, “la antítesis, la refutación de Barack Obama. De un Obama que hace 12 años pronunció en la Convención Demócrata en Boston aquel discurso donde dijo que no hay unos Estados Unidos negros ni unos Estados Unidos blancos sino unos Estados Unidos de América, y que tampoco hay unos Estados Unidos latinos ni unos Estados Unidos asiáticos sino unos Estados Unidos de América”.

¿Quién votó entonces por Trump, y quién por Hillary Clinton? Por ella votaron los estados tradicionalmente demócratas como California en la costa oeste, así como muchos de la costa este que siempre respaldan a la centro-izquierda: Massachusetts, Nueva York, Rhode Island. Por Trump lo hicieron los estados del sur y del centro del país. Pero lo cierto es que encontró la victoria en zonas donde prima el descontento porque las familias no progresan económicamente. En particular, del Rust Belt (‘el cinturón del óxido’) de los Grandes Lagos, donde los trabajadores de la industria automotriz han sido particularmente castigados por las deslocalizaciones. 

 Si se analiza la votación por segmentos, el candidato republicano concentró el 58 por ciento del voto blanco, mientras Hillary Clinton obtuvo el 37 por ciento. Ella recibió el 88 por ciento del voto negro, él obtuvo el 8 por ciento. Por ella sufragaron el 54 por ciento de las mujeres y por él el 42 por ciento, un porcentaje que parece alto después de las denuncias de acoso sexual contra Trump a lo largo de la campaña. Y en cuanto a los hispanos, el 65 por ciento se decantó por Hillary mientras que el 29 por ciento lo hizo por Trump, una cifra asombrosamente alta después de la andanada de insultos del hoy presidente electo contra los mexicanos.

No deja de ser paradójico que a los desempleados blancos o a los trabajadores de clase media sin título universitario los represente un multimillonario como Trump, que vive en un rascacielos con lavamanos de oro y vuela en un Boeing 757 propio, y no Barack Obama, un afroamericano humilde educado a pulso, hijo de un keniano que criaba cabras y de una gringa de clase media. Y si no lo logró Hillary Clinton fue además porque representaba al establishment y porque no sedujo nunca un electorado que la consideraba una mujer mentirosa. 

Sea como fuere, la verdad es que Trump llevó a cabo una campaña digna de estudio. Se enfrentó a todo y a todos. Pudo con Hillary y su marido, el expresidente Bill Clinton. Con Obama y a su esposa, la espectacular Michelle. Con el vicepresidente Joe Biden. Con los grandes empresarios. Con la gran prensa como The New York Times y The Washington Post. Con casi todo Hollywood. Con los dos expresidentes Bush. Y con el rechazo de toda la comunidad internacional. Además, no solo llegó a la Presidencia, sino que los republicanos conservaron el control del Senado y la Cámara de Representantes, con lo cual tiene abonado el terreno para impulsar sus proyectos de ley.

Hoy, Estados Unidos está más dividido que nunca. Una de sus mitades salió a manifestarse contra el presidente electo en Portland y Boston, Nueva York y Chicago. La otra, está celebrando y reclamando la victoria de Trump como el regreso de los blancos al poder. Algunos de ellos, abiertamente racistas, están celebrando su triunfo como la derrota del multiculturalismo, las políticas progresistas y sobre todo del primer presidente negro de Estados Unidos. Tanto, que el propio David Duke, un controvertido miembro del ultrarracista Ku Klux Klan, celebró la victoria y agradeció el apoyo de Julian Assange, el líder de Wikileaks, cuyas revelaciones de correos, presumiblemente provenientes de la Rusia de Vladimir Putin, tuvieron que ver con la derrota de Hillary.

La pregunta es si las dos mitades podrán sentarse juntas y acercarse como lo hicieron Obama y Trump el jueves en la Casa Blanca, aunque solo haya sido para mostrar una apariencia de normalidad. No parece fácil, y menos cuando se especula que en el gabinete de Trump habrá gente muy radical como el exalcalde de Nueva York Rudolph Giuliani, quien se dice va a ser el fiscal general; el expresidente del Congreso Newt Gingrich, que suena como secretario de Estado, y la excandidata a la Vicepresidencia y exgobernadora de Alaska Sarah Palin, de quien se especula será secretaria del Interior.

Por ahora, Estados Unidos y el planeta están encajando el golpe que representa la victoria de Trump. El próximo paso consiste en aceptar que el principal encargado de preservar el orden mundial es quien más ha amenazado con perturbarlo. No va a ser fácil, y la angustia cunde.