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Al-Assad es presentado por la propaganda oficial como un fanático de la fotografía y del ciclismo, alguien sencillo que viste ‘blue jeans’.

SIRIA

El carnicero de Damasco

Testarudo, sanguinario y con falsos aires de reformador, el dictador Bashar al-Assad arrastra a su país hacia una guerra civil que podría despedazar el Medio Oriente.

11 de febrero de 2012

Bashar Al-Assad no tenía por qué ser un tirano. Oftalmólogo, joven y occidentalizado, el poder terminó en sus manos por casualidad, cuando su hermano mayor murió en un accidente. Autócrata que se vendió como el gran reformador de Siria, 12 años después de su ascenso tiene las manos manchadas con la sangre de 5.000 de sus compatriotas, quienes piden democracia y libertad desde marzo del año pasado. Completamente acorralado en la escena internacional, su obstinación por ignorar a su pueblo tiene a Siria al borde de la guerra civil. Promete llevarse todo en su caída, sembrando el caos en una de las regiones más frágiles e inflamables del mundo.

Aunque las revueltas empezaron hace diez meses, en las últimas dos semanas Siria se ahoga en la violencia. Primero el Ejército Libre de Siria, formado por miles de desertores de las fuerzas regulares, se tomó varios suburbios de Damasco, la capital. Los que Al-Assad llama "terroristas" y "pandilleros" avisaron que tienen con qué amenazarlo. El dictador castigó la osadía de la rebelión. Desde entonces, no pasa un día sin que la dictadura mate, incendie, viole o bombardee.

Homs, con 1 millón de habitantes, es la capital de la revolución, una ciudad mártir que está asediada por el régimen hace más de diez meses. Pero desde la semana pasada el horror es cotidiano. En menos de diez días cientos de cadáveres han alimentado las morgues de la ciudad. Desde las colinas, tanques, morteros y artillería pesada disparan una lluvia de proyectiles. En las calles, los francotiradores acechan. Ir a comprar pan es jugarse la vida. Homs es un ratonera, donde nadie se salva de ser una presa.

El terror llega hasta los hospitales. Según testimonios publicados por la ONG Médicos Sin Fronteras, los médicos que se atreven a atender opositores son encarcelados. Los heridos son amputados y llevados directamente a las cárceles del régimen donde agonizan. La Unicef también denunció que más de 400 niños han muerto y "que hay reportes de menores arrestados, torturados y violados".

La situación es crítica. Tomás Alcoverro, periodista español que lleva 30 años en la región, le dijo a SEMANA que "hay armas llegando, los insurrectos están ganando terreno y están más organizados, pero el régimen tiene 400.000 soldados, 2 millones y medio de militantes, y está dispuesto a arrasar ciudades enteras para mantenerse en el poder". Por eso, como explicó el economista sirio Jam Ehsani a esta revista, "la crisis aún puede durar. Con su violencia, y sin intervención extranjera, el régimen puede aguantar más de lo que muchos creen".

Mientras en las calles la gente es masacrada, el régimen ganó un respiro en la ONU. Después de la fallida misión de la Liga Árabe, que exploraba posibles salidas, la semana pasada Rusia vetó en el Consejo de Seguridad un plan que preveía el fin de los "ataques a los derechos humanos", una transferencia del poder al vicepresidente y la posibilidad de tomar "medidas suplementarias". Para Moscú, socio de Damasco desde la Guerra Fría, es la puerta abierta a una intervención militar de Occidente como en Libia. Pero el Kremlin también tiene una base naval en el puerto de Tartus sobre el Mediterráneo y le ha vendido a Damasco más de 4.000 millones de dólares en armas en los últimos años.

La posición rusa terminó de aislar a Al-Assad. Estados Unidos, casi toda la Unión Europea y varios países árabes retiraron a sus embajadores en Damasco. El ballet diplomático siguió con una visita a Damasco de Serguei Lavrov, canciller ruso, quien afirmó que "el presidente Al-Assad está comprometido con acabar la violencia". Pocos le creyeron. "Al-Assad piensa que puede ganar usando la fuerza antes de que el mundo actúe. Sin el veto, siente que tiene una licencia para matar, que es invulnerable", le dijo a SEMANA Walid Saffour, el presidente del Comité de Derechos Humanos de Siria, uno de los principales órganos de la oposición.

El régimen fue impuesto por su padre Hafez al-Assad, quien se tomó el poder en 1971. Hijo de campesinos pobres alauitas, una rama minoritaria del Islam chiita considerada por la mayoría sunita del país como una "secta esotérica", se enroló en el Ejército y abrazó el partido Baath, nacionalista y socialista. La violencia y las intrigas fueron su camino. Convirtió a la pequeña y dividida Siria en una pieza clave en el Medio Oriente, un modelo de estabilidad que se enfrentó a Israel, que le hablaba de tú a tú a Washington y que avasalló al Líbano.

Basil al-Assad, el hijo mayor del clan, un militar de carrera, buen mozo y bravucón, era el heredero designado. Bashar creció a la sombra de su hermano, libre de escoger su camino. Estudió Medicina y en 1992 viajó al Reino Unido a especializarse en Oftalmología. Pero ese año Basil falleció en un accidente y el destino de Bashar cambió para siempre. Quería ser doctor, pero le tocó ser dictador.

Hafez, envejecido, le confió una división blindada y le enseñó a marchas forzadas los tejemanejes del Estado. Escaló posiciones en el Ejército, uno de los pilares del régimen, y se construyó un perfil de político moderno, de alguien sencillo, apasionado por el ciclismo y la fotografía. Alto y con una mirada aparentemente inofensiva, creó la primera empresa de informática en Siria, lideró una cruzada anticorrupción con la que se deshizo de los que no estaban de su lado. Y sacó a relucir su matrimonio con Asma Fawaz al-Akhras, una inglesa de origen sirio espigada y atractiva que conoció en Londres.

En 2000 un cáncer se llevó a Hafez. En pocas semanas su hijo fue designado director del partido Baath, nombrado mariscal de campo y elegido presidente con 97 por ciento de los votos. Heredó un sistema opaco pero prometió hacer grandes reformas. Se sintió un aire fresco en Siria. Cientos de prisioneros políticos fueron liberados, se abrieron cafés internet y clubes de diálogo donde se hablaba de derechos humanos, democracia y política. Muchos pensaron que había llegado la primavera de Damasco. Pero el soplo de libertad no duró ni siquiera un año. La vieja guardia ultraconservadora aún vigilaba.

Los opositores regresaron a las cárceles, la censura volvió y la modernización económica, esencial para salvar un sistema estatizado, favoreció a la familia Al-Assad y a sus cortesanos. Como dijo Walid Saffour "Bashar fue aclamado como un reformador, pero salió igual de tirano que su padre. Los dos masacraron, encarcelaron y convirtieron a Siria en su finca. El difunto Al-Assad construyó un régimen irreformable. Reformarlo quiere decir destruirlo".

El Estado se volvió un negocio familiar. Sus hermanos, sus cuñados y sus primos dominan el Ejército y la economía. A sus aliados y su clan los recompensó con puestos. Bashar también heredó de su padre una multitud de servicios secretos, fuerzas especiales y cuerpos de élite dominados por los alauitas, que luchan a muerte por su supervivencia, concientes de que en una era pos-Assad, pasarían de privilegiados a perseguidos.

Pero en marzo pasado, en la ciudad de Dar'a decenas de jóvenes gritando "¡Ya no hay miedo, ya no hay miedo, después de hoy, ya no hay miedo!" abrieron las primeras grietas en el imperio de los Al-Assad. Desde entonces el joven tirano insiste en que va a cumplir sus promesas de reformas, denuncia un "complot contra el pueblo sirio" y advierte que su caída podría "ser un terremoto que podría devastar toda la región".

Y eso es tal vez lo único en que tenga razón. El régimen garantiza el frágil equilibrio del Medio Oriente. Los 22 millones de sirios se dividen entre una mayoría musulmana sunita y por chiitas, alauitas, ismaelitas, drusos, cristianos, kurdos, armenios y varios miles de refugiados palestinos e iraquíes. Tiene fronteras con Turquía, Irak, Jordania, Líbano e Israel. También es un aliado fiel de Irán, de Hezbolá y de Hamás. Por eso, cualquier cambio en Damasco va a sacudir la zona.

Human Rights Watch calificó la administración de Al-Assad como "una década perdida". Tristemente, como le explicó a SEMANA Volker Perthes, autor de Siria bajo Bashar Al-Assad, "si Siria, tal como parece, se desliza hacia una guerra civil, el dictador no solo perdió una década, sino que está hundiendo su país en un futuro mucho más oscuro".