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Christian Schmidt-Häuer durante un invierno en la Unión Soviética, donde se desempeñaba como corresponsal para ‘Die Zeit’. El periodista estaba en Berlín cuando empezó la construcción del muro en agosto de 1961.

CRÓNICA

El corresponsal de la Guerra Fría

El reportero Christian Schmidt-Häuer cuenta cómo debió narrar la Guerra Fría.

Christian Schmidt-Häuer, traducción de Camilo Jiménez
8 de noviembre de 2009

1. El hombre de la escalera
 
Las juntas de cemento están húmedas todavía. Los ojos de la gente, también. Rojos de llanto y perplejos, los ojos ven lo que sucede, se mueven al acecho de familiares y amigos. Es el 13 de agosto de 1961, día domingo. Como joven reportero me enfrento por primera vez a la Guerra Fría. Pocos pasos me separan de ella en Berlín, esa ciudad que a partir de este día un muro partirá en dos.
 
En la calle Bernauerstraße comienza el sector soviético al otro lado de la acera. Por las ventanas de sus casas hombres y mujeres se lanzan con la esperanza de caer del lado occidental de la ciudad. Allá los reciben con sábanas extendidas. Mientras tanto, en Berlín Oriental las tropas de albañiles penetran los apartamentos y, piso por piso, tapan las ventanas con ladrillos.
 
En las crónicas que en esa época escribí sobre la construcción del muro el hombre de la escalera no había tenido cabida. Éste había cerrado su tienda y andaba día y noche con una escalera a cuestas, esperando a su madre. “Ella vive allá, del otro lado, en la tercera casa a la derecha. Ayer la vi dos veces. Ella sabe que soy yo quien la saluda, pero parece que a ella también se la llevaron”, decía el hombre antes de trepar una vez más su escalerilla.
 
¿Cómo iba él a saber que la ruina ya amenazaba a esa segunda Alemania, de la cual miles de personas escapaban a través de los bordes aún abiertos? Huían de la república socialista hacia la libertad, hacia el milagro económico de Alemania Occidental, hacia mejores salarios. A partir de ese 13 de agosto de 1961, el muro dividió a miles de familias. El hombre de la escalera no tuvo más remedio que darle puños al aire.

2. La “Primavera de Praga”
 
Han pasado siete años. Me encuentro en Praga, en el balcón de las oficinas del periódico Svobodné Slovo, “Palabra libre”. El cielo ha comenzado a tronar sobre la Plaza de Wenceslao, que hasta ahora dormía. De las nubes color plomizo descienden los aviones de carga rusos, traen tanques de guerra y tropas. Es 21 de agosto, hoy se pondrá fin a la “Primavera de Praga”.
 
En la sala de redacción oigo el matraqueo de los teletipos. Las voces, los diferentes idiomas y las estaciones de radio se confunden, pero sólo el tono de los presentadores de noticias permanece uniforme: “A las 10 p.m., los ejércitos del Pacto de Varsovia han invadido a Checoslovaquia…”. La Guerra Fría está en el aire.
 
Soy el único periodista que se ha atrevido a venir a la ribera del Río Moldava. La central del Partido Comunista parece desierta, pero detrás de las ventanas levemente iluminadas sesionan y telefonean confundidos el director Alexander Dubcek y sus reformadores. Tres vehículos blindados escoltan a una limusina negra de la Embajada soviética. Cubiertos con sus abrigos de guerra, los soldados rodean el edificio del partido. Un oficial, al que le acabo de hablar, carga su fusil sin decir una palabra. Mientras tanto, los tanques de tipo T-55 se acercan. En filas de doce los manifestantes los enfrentan agitando el azul, blanco y rojo de la bandera nacional. A las 4:45 a.m. se escuchan los primeros disparos, un hombre muere sobre el paño tricolor. En manifestaciones posteriores los reporteros volveremos a ver esa bandera ensangrentada: se convertirá en un testigo de las quejas de esos checos y eslovacos que opusieron una resistencia pacífica y sacudieron durante diez días al mundo.
 
Con sus demandas por la libertad de expresión y de prensa, en 1968 los intelectuales de la izquierda tradicional checa han desencadenado la “Primavera de Praga”. Desde comienzos de año, esta revolución ha venido ablandando al comunismo encostrado y a las estructuras congeladas de la dictadura unipartidista. Para abril, un nuevo programa de acción del Partido Comunista proclama el derecho al libre pensamiento y a la asociación, permite los viajes al exterior y la privatización de empresas. Los medios, recién liberados de la censura, se apoderan de la oposición. En el gobierno de la RDA estas reformas tienen un efecto equivalente al de los trombones de Jericó: el muro amenaza con el colapso, y la población, con la huida. Nunca olvidaré ese verano de Praga, en que hasta la última callejuela de la Ciudad Vieja se convirtió en un centro de discusión. Hasta los propios ciudadanos de Alemania Oriental se inscribieron en las listas de apoyo de Dubcek.
 
Pero también Moscú ve amenazado al “Cinturón Rojo”, ese con que Stalin, después de 1945, quiso atar a sus vecinos del Este europeo y usarlos como un colchón contra Alemania. El 21 de agosto de 1968, el rugido de los tanques de guerra da al traste con el sueño europeo de un socialismo con rostro humano. Los líderes comunistas de Praga son llevados a Moscú, y regresan con la orden de sepultar las reformas.
 
En abril de 1969, me expulsan del país. Sólo podré volver a pisar su territorio en noviembre de 1989. Allí veré a Václav Havel hablando ante medio millón de personas y anunciando la “Revolución de Terciopelo” desde aquel mismo balcón en que yo había presenciado la primera noche de esa invasión que durante 21 años hundió a Checoslovaquia en la oscuridad.

3. Una potencia envejecida
 
Sobre la superficie de los tanques que habían llegado a Praga, los jóvenes checos habían dibujado el siguiente grafito: “Brézhnev = Stalin = Hitler”. ¿Cuán fuerte era entonces la superpotencia soviética bajo el poder de Leonid Brézhnev? Eso lo quise investigar durante los años setenta como corresponsal en Moscú.
 
En 1956, el sucesor de Stalin, Nikita Jrushchov, había destapado los crímenes del déspota, fallecido tres años atrás, y a través de experimentos erráticos había internado a su país en una carrera armamentística con Estados Unidos. En 1964, Brézhnev lo derrocó y prefirió dejar en paz al pasado. El régimen del terror de Stalin le había abierto paso a una dictadura de la burocracia al mejor estilo neoclásico ruso. Pero en la televisión y en los cócteles a que asistía yo sólo veía a una dirigencia envejecida, otorgándose condecoraciones y empecinada por mantener con vida a una concepción irreal del mundo. Tantas estatuas le eran dedicadas a Lenin que los niños de mis amigos rusos creían que “Lenin” era sinónimo de la palabra “monumento”.
 
El único comodín que restaba en la arena mundial eran las armas, y al mismo tiempo éstas se convirtieron en el garante del sustento interno del aparato soviético. El aumento de los arsenales era visto como una respuesta obligada a los nuevos sistemas armamentistas de Estados Unidos. Y el ejército se convirtió en el lugar de acogida favorito: servía de “escuela rusa” para las minorías nacionales sublevadas; y para los rusos mismos constituía un bastión de orgullo patriotero.
 
Mientras tanto, en estos años fui testigo de un momento cuyas consecuencias habrían de cambiar el mundo. Proveniente del Cáucaso Norte, un político provinciano de 47 años llegó de improviso a la cima del ya senil Partido Comunista en 1978. Su nombre era Mijaíl Gorbachov.
 
Pero antes que éste, primero otra cara nueva pondría en vilo al mundo.

4. El héroe del bigote
 
El tiempo ha trillado las escaleras de piedra del desvencijado hotel de marineros “Morski” de Danzig. En los corredores oscuros las personas se amontonan en busca de asistencia. La música de los radios, los latidos de los perros y las voces infantiles se entremezclan con el zumbido de las conversaciones, que tratan de cómo crear una cuenta de negocios o cómo llevar a la corte a un corrupto secretario de partido. Es la Navidad de 1980 en la sede principal del sindicato polaco Solidarnosc, y todos esperamos a un solo hombre: a Lech Walesa, al rebelde con el dije de la virgen cosido en el cuello de la camisa, al irrespetuoso, pero conciliante desafiador del poderío comunista; a ese pequeño electricista, que ha aprendido tanto en tan poco tiempo.
 
Cuando me permiten entrar a una de las 40 habitaciones minúsculas casi no logro reconocer a ese héroe de bigote que durante el verano se había erigido en el Astillero de Lenin, allá en los primeros días de las huelgas. Tras pocos meses, está visiblemente envejecido. Walesa se deja descolgar sobre una silla giratoria, provoca o espanta a los curiosos. Ya es un prisionero de sus triunfos.
 
El 14 de agosto de ese año, los empleados del Astillero de Lenin, cuyas huelgas amenazaban paralizar a Polonia, habían forzado la reincorporación laboral de su ídolo político. Semanas después, el gobierno debió dar el brazo a torcer y firmó junto con Walesa un acuerdo sobre la aprobación de la Solidarnosc como un “representante auténtico de la clase trabajadora”. La “dictadura del proletariado”, que presumía sólo actuar en nombre del trabajador, nunca antes había renunciado a su condición de único representante de éste. En septiembre escribí desde Danzig para Die Zeit: “Este compromiso constituye el inicio de la disolución del sistema soviético. Pues parte de la base de que la hegemonía de Moscú en el Este de Europa no está sólo condenada a estallar, sino que también puede erosionar y colapsar, ya que no está en capacidad de adaptarse a la realidad de la economía mundial.”
 
Ya en diciembre de 1980 en Polonia había 48 sindicatos independientes registrados. Como en la Revolución Francesa, los círculos intelectuales brotaron por doquier. Al mismo ritmo, la economía polaca, que se encontraba hundida en deudas con Occidente, se vino al piso. Y durante más de un año el viejo régimen y los nuevos sindicatos pendieron al borde de una guerra civil.
 
Pero finalmente el ejército le puso fin al arte improvisador de Walesa, ese líder de los trabajadores que ya se había convertido en el “rey del pueblo”. En diciembre de 1981 los militares se tomaron el poder, ocupando así al mismo país que en el transcurso de la historia polaca tantas veces ellos mismos habían tenido que defender de alemanes y rusos a sangre y fuego. Bajo el pretexto de anticiparse a una invasión de los rusos, el ejército encarceló a miles de sindicalistas. Walesa debió pasar once meses tras las rejas. Once meses más tarde, en 1983, recibiría el Premio Nóbel de Paz.

5. Un funcionario provinciano cambia la historia
 
Diciembre de 1988: ¡Cuán alto hemos llegado después de cuatro décadas de Guerra Fría! El aclamado hombre de Moscú recorre de un extremo a otro el World Trade Center de Nueva York. Desde el piso 107 de una de las Torres Gemelas dirige su mirada a la otra, habla sin parar, como embriagado por la altura. Mijaíl Gorbachov está en su elemento.
 
No había una sola nube en el cielo, cuando el presidente soviético y nosotros, su séquito de reporteros, aterrizamos en la capital del mundo. Al día siguiente, ante las Naciones Unidas, Gorbachov anuncia que en 1989 convertirá las empresas de armamento en fábricas de productos para el consumo y que ordenará la salida de sus tropas de Afganistán y Europa del Este. Todo conflicto tiene su final, dice el ruso. Pero los dos sistemas mundiales imperantes deben demostrarse respeto uno a otro.
 
En sus páginas, el Washington Post exalta: “El líder soviético presenta un plan para la salvación del planeta.” Sin embargo, es el mismo planeta quien se encarga de aguar la fiesta. Ese mismo día, el 7 de diciembre de 1988, un terremoto sacude a Armenia. 26.000 personas mueren. Gorbachov y nosotros, los periodistas, tomamos un vuelo directo desde Estados Unidos. La mayoría de las víctimas son niños y trabajadores. Los colegios y los pabellones de producción, que carecían de aquel cemento que en Armenia sólo llega al mercado negro, se han desmoronado. Impotentes, voluntarios de 67 países deben presenciar cómo se diseminan las calamidades. No hay tecnología de asistencia y la voluntad del estado y la tolerancia entre las naciones vecinas son escasas. Así, en la agonía de una sola región logramos divisar el Apocalipsis del imperio de los rusos y la impotencia de Gorbachov. Si bien éste se había convertido en un trotamundos y un reconciliador, al sistema soviético ya nadie podría salvarle el pellejo.
 
Eso, sin embargo, es justamente lo que Gorbachov ha venido persiguiendo con su Glasnost (“apertura”), su Perestrojka (“reestructuración”) y su Uskorenje (“aceleramiento”). Hijo de campesinos y procedente de las márgenes del Cáucaso, gracias a su acucia como auxiliar de cosecha en el campo Gorbachov había podido estudiar derecho en Moscú, y luego se desempeñó como funcionario regional. Por experiencia, él sabía muy bien que el autoengaño y la letargia conllevan el estancamiento de la economía y la sociedad. Y con la ayuda de sus actas secretas, eso lo sabía aun mejor el experimentado director de la KGB Yuri Andrópov.
 
En 1978, éste mandó a traer al desconocido funcionario provinciano a Moscú. Había que promocionar nuevos talentos ante la vieja guardia; Andrópov mismo quería tomarse el poder; y su plan era esculpir a Gorbachov como sucesor. Sólo debieron pasar siete años para que así fuera. En marzo de 1985, Mijaíl Gorbachov se convirtió en el jefe de partido más joven desde la Revolución de Octubre. Los cansados césares de las seis naciones hermanas de Europa del Este asistieron a su posesión. Cuatro años después, todos caerían. Sin excepción. Y con ellos, caería también el Muro de Berlín. Si bien Gorbachov no quería llegar a ese extremo, el intento por modernizar el sistema soviético sólo acelero su fin. Las fuerzas que la Perestroika había logrado despertar no toleraban esa unión. Así, incluso a Gorbachov los vientos de la historia se lo llevaron en 1989.
 
6. La masacre de Tian’anmen
 
Pekín, mayo y junio de 1989: Las interminables filas de manifestantes pekineses han bloqueado el paso de los últimos vehículos del convoy de Mijaíl Gorbachov. Como en una película de acción, hemos tenido que salir saltando de nuestros autos y ahora corremos por un laberinto de callejuelas estrechas y vacías. Somos periodistas, y al precio que sea queremos ver el momento en que el invitado de honor de Moscú entre en el Gran Pabellón del Pueblo. Allí, en compañía del reformador y viejo dirigente chino Deng Xiaoping, Gorbachov sellará la ya muy tardía reconciliación de los dos grandes partidos del comunismo mundial. “No puede haber, y no habrá, más modelos fijos para el socialismo”, aseguran los dos mientras se aprietan las manos.
 
Pero la historia ya se les ha adelantado. Desde el Danubio hasta el Yantsé, el socialismo real se asemeja cada vez más a una muestra sin valor. Desde comienzos de 1989, Hungría ya prepara la introducción de un sistema multipartidista. En Polonia, el otrora partido único y su adversario de antes, la Solidarnosc, comparten una sola mesa. Y en Pekín, Gorbachov ha tenido que entrar por la puerta de atrás, porque la gran muralla que hoy constituyen los estudiantes que manifiestan en la Plaza de Tian’anmen en contra del socialismo corrupto y censurador de Deng Xiaoping es más sólida que nunca. Cientos de miles de ciudadanos solidarios llevan días enteros marchando por el centro de la ciudad. Como antes Hungría y Polonia y las naciones bálticas y caucasianas, ahora son ellos quienes han hecho al Glasnost de Gorbachov una causa propia.
 
Por las noches las luces azules de las ambulancias palpitan sobre Tian’anmen, que hoy se ha convertido en la cama franca más grande del mundo. La huelga de hambre ha debilitado a muchos manifestantes. Ya se ha escondido la pálida luna en el occidente, y con la madrugada llega la hora de los militares: El 4 de julio de 1989, a las 4 a.m., el ejército se lanza sobre la juventud china. Cientos de estudiantes, médicos y enfermeras mueren durante la balacera o aplastados por los tanques. Ese mismo día tienen lugar las primeras elecciones libres en Polonia, y el Partido Comunista sufre una derrota devastadora. Gorbachov habría debido entender mucho antes que en los países vecinos no tenía nada que ir a buscar (ni podía hacerlo).

8. “Caerán los muros de la hostilidad”
 
Berlín Oriental, octubre de 1989: El avión que acompaña a la nave de Gorbachov y en que viajamos los corresponsales ha sido el primero en aterrizar. De inmediato advertimos que la prensa y la televisión ignoran por completo que el invitado de honor de las celebraciones del aniversario 40 de la RDA ha arribado. Después de los sucesos de Pekín, Berlín Oriental semeja a una ciudad prohibida. Está atiborrada de espías al servicio de la Stasi y cruzada por cercas de metal. En todas las esquinas predomina el miedo. El régimen teme un levantamiento definitivo de los ciudadanos, que ya llevan semanas enteras protestando.
 
Resulta preocupante que los radicales en torno al jefe del partido único Erich Honecker se atrevan a seguir el sangriento ejemplo de Pekín. El Palast der Republik, la sede de la Cámara del Pueblo, ha sido iluminado, pero en su interior nos sentimos como si estuviéramos en el Titanic en los minutos posteriores al choque con el iceberg. Ya en su discurso Gorbachov le ha dado la espalda a Honecker. Pero lo que sigue ahora tiene un efecto aterrador: el invitado de Moscú enaltece sus relaciones con Alemania Occidental (cuyos auxilios financieros necesita): “Sólo de esta forma … podrá tener éxito un acercamiento entre Oriente y Occidente, en cuyo transcurso todos los muros de la hostilidad … entre los pueblos de Europa caerán.” En sus traducciones, los medios de la RDA cambian al otro día la palabra “muro” por “barrera”.
 
Pero de nada sirven a estas alturas las tergiversaciones. Miles de ciudadanos llevan meses huyendo de la RDA a través del territorio y las fronteras abiertas de Hungría. El 18 de octubre, a Erich Honecker lo sucede Egon Krenz en la dirección del partido. Y el 1 de noviembre éste realiza una visita oficial a Moscú. En la conferencia de prensa, yo me atrevo a preguntarle a Krenz por el Muro de Berlín. Debo esperar un día entero para ver la respuesta impresa en las páginas del diario oficialista Neues Deutschland: “En cuanto al muro, quien hizo la pregunta sabrá muy bien porqué esta frontera tiene este aspecto y no otro. Hoy todo gira en torno a hacer lo posible para favorecer los encuentros entre los ciudadanos de los dos estados alemanes. Y para este fin cualquier exigencia irreal debe ser puesta a un lado…”.
Siete días después, cae el Muro de Berlín.

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Christian Schmidt-Häuer nació en 1939. En su vida como reportero ha vivido más acontecimientos de la historia mundial que cualquier otro periodista. Su labor como corresponsal comenzó en 1968 durante la Primavera de Praga. A partir de entonces escribió para Newsweek, Der Spiegel y, finalmente, para el prestigioso semanario Die Zeit. Para éste último recorrió el mundo hasta 1992 como corresponsal en la Unión Soviética y el Bloque Oriental. Tras el fin de la Guerra Fría, fue enviado al sur de Europa y desde allí cubrió la Guerra de los Balcanes. Desde hace algunos años se dedica a una nueva pasión: conocer y escribir sobre América Latina.