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EL GORILATO

Tras golpe de estado, el general Namphy reasume el poder y se desvanecen las esperanzas de democracia en Haití.

25 de julio de 1988

Cuando el depuesto presidente de Haití Leslie Manigat abandonó, maleta en mano, el palacio de gobierno de Puerto Príncipe, no faltó el testigo que comentara en la calle que el que mal comienza, mal acaba. Manigat, un respetable profesor de ciencia política de 57 años, que domina cuatro idiomas y que pasó 20 años de su vida en el exilio por cuenta de la dictadura de los Duvalier, no pudo quitar de su espalda la sombra de haber sido entronizado por los militares a través de unas elecciones fraudulentas, los mismos militares que, como reclamando lo que nunca dejó de pertenecerles, lo sacaron casi a empellones la semana pasada.
Y es que la situación de Haití, el país más pobre del hemisferio occidental, no parece mejorar a pesar de la caída, en 1986, de Jean Claude Duvalier, heredero del funesto Francois el Papa Doc, que sembró el terror con su mezcla de medicina y brujería desde que se declaró presidente vitalicio en 1957. La era post-Duvalier tampoco ha traído mayores esperanzas a un país que, como Haití, se debate entre la miseria, el analfabetismo y la descomposición social.
Quien asumió, o mejor, reasumió el poder fue el general Henri Namphy, el mismo que, al frente de una junta militar, dirigió al país luego de la fuga de Nene Doc. El golpe, perpetrado entre la noche del domingo y la mañana del lunes, fue la culminación de una pugna entre el propio Namphy, como cabeza del estamento militar, por un lado, y el presidente Manigat, como expresión del poder civil, por el otro. Al anunciar por televisión su toma del poder, Namphy no se tomó el trabajo de andar con rodeos: "Desde ahora", dijo mientras a su lado montaban guardia varios soldados, "no es solamente el ejército. Todos están ahora en el ejército porque es esta institución la que va a dirigir este país tal como debe ser dirigido".
De semejantes palabras no puede menos que deducirse que el general Namphy llego al gobierno de Haití para quedarse. Lo que llevó a desembocar en la solución de fuerza fue un fallido intento del presidente Manigat por poner a los militares bajo el imperio del gobierno civil, según lo ordena la constitución. Todo comenzó cuando el comandante del batallón Dessalines, pieza clave del ejército, el coronel Jean Claude Paul, rehusó cumplir una orden del general Namphy para abandonar su comando y pasar a un puesto burocrático. Todo parece indicar que el presidente Manigat vio en el incidente la oportunidad de ahondar una brecha en el compacto ejército haitiano y ganar de paso, mayor autonomía para su proyecto de gobierno civil. Con la constitución en la mano, Manigat se alineó con Paul -quien entre otras cosas tiene cargos por narcotráfico en Estados Unidos-, arguyendo que sólo el presidente podía disponer de los altos mando militares, y no contento con desautorizar al general Namphy, le exigió una retractación pública. Lo más sorprendente es que el general accedió mansamente a las pretensiones de Manigat y no sólo otorgó las satisfacciones requeridas por el presidente sino que, dos días mas tarde, fue destituido y puesto bajo arresto domiciliario sin que opusiera resistencia alguna.
Pero para cualquier observador desprevenido sería imposible relacionar el general Namphy del martes con el del lunes siguiente. Según declaraciones de su hermano a The New York Times, el general Namphy fue uno de los mayores sorprendidos cuando se produjo el golpe militar. Según Joe Namphy y algunos funcionarios del anterior gobierno, a quienes el diario otorga cierta credibilidad, el general, antes que ansioso por regresar al poder, estaba casi complacido al dejar de servir en funciones públicas pues se encontraba enfermo, con síntomas parecidos a los de la malaria. Según parece el golpe fue planeado y ejecutado por oficiales y soldados sin el conocimiento del propio golpista.
Uno de los elementos más misteriosos que han salido a la luz a raíz de este episodio es el papel que pueda haber desempeñado un oficial de la Guardia Presidencial llamado Prosper Avril. Este personaje, promovido recientemente a brigadier general, fue un cercano consejero de Jean Claude Duvalier y cuando éste cayó, en 1986 se convirtió en la mano derecha del general Namphy al asumir éste el poder al frente de una junta militar. Según algunos observadores, la indecisión de Namphy y su desinterés en convocar elecciones, fueron consecuencia directa de la influencia del general Avril. Este, que aparece rara vez en público, fue visto al lado de Namphy cuando se declaró presidente, por lo que se especula con su permanencia como uno de los hombres más poderosos del régimen.
Sea como fuere, el general se enteró del golpe sólo cuando un sargento se abrió paso a través de las barreras que rodeaban su residencia y, apeándose del carro blindado en que se movilizaba, le dijo, según Joe Namphy: "Póngase el uniforme que vamos a llevarlo a palacio". A los pocos minutos el general, acompañado de su esposa Gabrielle y su hija de 8 años, Melissa, viajaban a bordo del vehículo rumbo al palacio. Allí, le esperaba la Guardia Presidencial para rendirle honores en pleno. El gobierno de Manigat cayó sin que se disparara un tiro. En realidad, el tiroteo que se escuchó inmediatamente fue descrito como una explosión de júbilo por la victoria y el único herido fue un oficial que se disparó una bala en una pierna.
La única esperanza que le quedaba a Manigat, el coronel Paul, no reaccionó. Por el contrario, animado por una solidaridad descrita como de casta, Paul cerró filas al lado de quien lo había tratado de destituir y le dio la espalda a su "protector" civil. Pero ¿qué hizo que los militares se tomaran el poder con tan impresionante unanimidad? Las motivaciones altruistas pueden descartarse de plano. Nada hace pensar que esos militares de dudosa formación administrativa puedan ofrecer una alternativa favorable al país a cambio del gobierno de tecnócratas de reconocida altura intelectual que Manigat había reunido a su alrededor. Tampoco puede hablarse de un gobierno desastroso cuyas orientaciones extremistas hicieran imperativa la presencia estabilizadora de los militares.
La única respuesta está en sus conveniencias económicas. Para muchos haitianos lo único que los militares buscan es proteger sus prerrogativas financieras que van desde sueldos inusitadamente altos en un país tan pobre como ese, a las posibilidades de hacer enormes ganancias con el mantenimiento de una red de contrabando de toda clase de bienes, sin contar con las conexiones, recientemente reveladas por los norteamericanos, con el tráfico de drogas. Todo lo cual se complementa debidamente con la satisfacción de pertenecer a un elemento ultrapoderoso de la sociedad haitiana.
El gobierno norteamericano se apresuró a reconocer al gobierno del general Namphy, lo que provocó algunos comentarios sardónicos en medios diplomáticos de Latinoamérica. Pero tal vez el más irónico fue el del general Manuel Antonio Noriega quien aplaudió la decisión de Estados Unidos de "apoyar la democracia haitiana".