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El gran engaño

La Casa Blanca admitió por fin que la guerra contra Irak y sus muertos se justificaron con mentiras. ¿El mundo en manos de mitómanos?

21 de julio de 2003

El presidente estadounidense, George W. Bush, disfrutaba hasta hace unas semanas de lo que parecía un triunfo glorioso. Había anunciado el final oficial de los enfrentamientos en Irak, había ganado la guerra mucho más fácilmente de lo que se esperaba y su popularidad creciente auguraba una fácil reelección en 2004. Pero su canto de victo-

ria resultó prematuro. Hoy parece claro que las tropas estadounidenses enfrentan una guerra de guerrillas para la que no están preparadas, las armas de destrucción masiva nada que aparecen y las acusaciones de haberle mentido a la nación para justificar el ataque suben de tono con cada día que pasa. Bush bien podría estar presenciando el nacimiento de un proceso que puede acabar con su carrera política y, lo que es peor, con las pretensiones de su camarilla de neoconservadores de proyectar el poder unilateral de Estados Unidos sobre el mundo entero.

Si hay algo que la ética de los norteamericanos no perdona es la que les mientan. Por algo estuvieron a punto de expulsar del poder a Bill Clinton, un presidente mucho más inteligente y capaz que el actual, por una mentira que hubiera dicho cualquier hombre en sus circunstancias. Pero de tratar de excusar con una verdad a medias una infidelidad marital a imponer al mundo una situación de guerra, con la muerte y destrucción que ello implica, hay un trecho histórico insalvable. De ahí que el daño que puede haber causado Bush a la credibilidad de Estados Unidos como aspirante a regir el planeta podría ser irreparable.

El uranio fantasma

Todo empezó en febrero pasado, en el tradicional discurso del Estado de la Unión. En esa ocasión, considerada como el momento de mayor solemnidad en las relaciones del Presidente con el Congreso, normalmente se hace un examen de la situación del país y los resultados de la gestión al frente del mismo. Pero Bush la aprovechó para defender su proyecto de atacar a Irak, el mismo que ahora, en perspectiva, era una obsesión motivada por algo mucho más imperioso que la defensa de la seguridad nacional: el control político y económico de una de las principales reservas petroleras del mundo. Bush no mencionó ninguno de esos intereses y en cambio expuso su caso para atacar a Saddam Hussein como la continuación de la guerra contra el terrorismo desatada tras los atentados del 11 de septiembre de 2001. Entre el listado de pruebas de la amenaza que representaba el dictador para la seguridad mundial incluyó una de peso pesado: "El gobierno británico supo que recientemente Saddam Hussein buscó una cantidad significativa de uranio en Africa". Trataba de demostrar con esa afirmación que Saddam estaba reviviendo su programa para producir bombas atómicas.

Semejante afirmación consiguió sus efectos, pues tanto el Congreso como la opinión pública respaldaron el ataque contra un personaje tan peligroso. Pero en medios no oficiales era vox populi que la información era simplemente una mentira.

Desde esa época los inspectores de armas de la ONU y el propio Mohammed el Baradei, jefe de la Agencia de Energía Atómica, refutaron la afirmación del uranio. El escándalo llegó a los niveles políticos primero en Gran Bretaña, donde la Cámara de los Comunes pidió al primer ministro, Tony Blair, que explicara el origen de la información (ver recuadro).

La presión de los medios y el proceso en Londres hicieron inevitable que el 7 de julio la Casa Blanca se viera en la obligación de aceptar que esas palabras no debían haber sido incluidas en el discurso presidencial. Al poco tiempo el director de la CIA, George Tenet, asumió la culpa y dijo que el Presidente no tenía ninguna razón para desconfiar de un discurso que había sido aprobado en su totalidad por la agencia de inteligencia: "Estas 16 palabras nunca debieron incluirse en el texto escrito para el Presidente y yo soy responsable del proceso de aprobación de mi agencia", dijo.

No obstante existen indicios de que la CIA recibió presiones políticas para aprobar el texto y que Tenet, aunque comparte la responsabilidad, es el chivo expiatorio de sus superiores. El jueves el senador demócrata Dick Durbin declaró que en una conversación privada Tenet le había confesado haber recibido presiones de un funcionario de la Casa Blanca para que incluyera la frase del uranio en el discurso.

Varios ex funcionarios de inteligencia afirman que al menos la CIA, el vicepresidente, Dick Cheney; el secretario de Estado, Colin Powell, y la asesora de seguridad Condoleezza Rice sabían desde hacía mucho que la historia del uranio era un invento. Así Greg Thielman, director de inteligencia del Departamento de Estado hasta septiembre de 2002, dijo a SEMANA que para él es claro que otros oficiales, además de Tenet, sabían de la naturaleza dudosa de la información del uranio. "Mi oficina había concluido con anterioridad que se trataba de información falsa. Esta declaración le fue entregada al secretario de Estado, Colin Powell, en marzo de 2002". Thielman sostiene que tanto es así que Powell no incluyó el dato del uranio en su exposición del caso ante el Consejo de Seguridad de la ONU.

A las acusaciones de los ex funcionarios y expertos en terrorismo se han sumado las críticas de varios senadores demócratas, que desean que se realice una investigación a fondo acerca de la veracidad de las pruebas contra Irak. La campaña moveon.org, que se transmite cada cierto tiempo por televisión, muestra a George W. Bush con la cara pintada de verde mientras una voz dice: "Hay pruebas de que hemos sido engañados y cada día un estadounidense más muere en Irak". Así, aunque los consejeros políticos de Bush afirman que siguen optimistas con respecto a las elecciones de 2004, según una encuesta de la cadena ABC y el diario The Washington Post en las últimas dos semanas la popularidad de Bush cayó 9 por ciento.

La conexion italiana

En el origen del asunto está una documentación, seis cartas, que la inteligencia italiana compartió en 2001 con Estados Unidos y Gran Bretaña. En los papeles aparecía una supuesta negociación entre Irak y Níger para la compra de óxido de uranio sin enriquecer, conocido como yellowcake o 'torta amarilla'. No obstante la semana pasada el ex embajador en Bagdad y funcionario de asuntos exteriores Joseph Wilson admitió que en febrero de 2002 él fue enviado por la oficina del vicepresidente Dick Cheney para verificar la veracidad de tales pruebas. Tras viajar a Níger concluyó que, dados los controles internacionales y de la Agencia de Energía Atómica sobre las pocas minas de uranio, era obvio que los documentos relativos al negocio eran falsos. Wilson entregó su informe desde marzo y la CIA lo envió a la Casa Blanca. Según un comunicado de Veteranos de Inteligencia por la Salud Mental es imposible que Condoleezza Rice, en calidad de responsable de la sección de asuntos exteriores del discurso del Estado de la Unión, no se hubiera enterado de la existencia de este informe. Informe que, para completar, fue reproducido en mayo 6 por el periodista Nicholas Kristoff en el diario The New York Times.

Para muchos la declaración de Wilson también hace quedar como un mentiroso a su por entonces jefe, Dick Cheney, quien inició en el Congreso estadounidense la campaña para probar que Hussein estaba reanudando su programa nuclear. En últimas el informe arroja un aura de desconfianza sobre Bush y todos sus funcionarios más cercanos. Se sabe, por ejemplo, que la CIA intentó convencer a la inteligencia británica de que eliminara la referencia al uranio y que, al no lograrlo, pidió que en el discurso del Estado de la Unión se cambiara la referencia a la inteligencia estadounidense por la británica. Según comentó a SEMANA Marc Crispin Miller, profesor de estudios de medios en la Universidad de Nueva York, el escándalo es enorme pues Bush y Cheney tomaron una historia que desde hacía meses se sabía que era falsa, y que ya se había borrado de discursos anteriores, y la metieron en el discurso del Estado de la Unión. Para Miller las consecuencias políticas deberían ser graves pues "nadie murió cuando Clinton mintió. Nadie salió herido ni se rompió una pierna, y sin embargo le hicieron un juicio político por ello".

Por su parte, los consejeros de Bush afirman que la información del uranio no afecta el caso contra Hussein en su conjunto y que al momento de pronunciar el discurso las 16 palabras eran técnicamente verdaderas, pues la inteligencia británica seguía sosteniendo, y sostiene aún hoy, que la compra del uranio a Níger era un hecho.

Pero tantas incongruencias y acusaciones de ex agentes han levantado sospechas precisamente sobre la justificación de la guerra en su conjunto. El antiguo analista de inteligencia de la agencia australiana Andrew Wilkie contó a SEMANA que él accedió a la base de datos de inteligencia de Irak hasta marzo de 2003, cuando renunció a modo de protesta, y que está convencido de que británicos, estadounidenses y australianos exageraron enormemente la amenaza que implicaba el programa de armas de destrucción masiva de Irak para justificar la guerra. En efecto, además del uranio existen otras supuestas pruebas de la amenaza iraquí que también podrían considerarse falsas o exageradas. Por ejemplo, en el mismo discurso Bush habló de unos tubos de aluminio que se usarían como centrífugos en un programa nuclear, pero la Agencia de Energía Atómica y algunos funcionarios del Departamento de Energía desmintieron esta información.

Para completar, ya empezaron a cuestionarse otras pruebas repetidas hasta la saciedad por el Presidente. Por ejemplo, las que apuntan a supuestos vínculos de Hussein y Al Qaeda. Antes de iniciar la guerra en Irak, Bush y otros altos funcionarios dijeron que Saddam Hussein patrocinaba terroristas y que podía poner en mano de éstos sus supuestas armas químicas y biológicas. Pero varios antiguos oficiales de inteligencia cuestionan este vínculo, pues la ideología de Osama Ben Laden es contraria a las ideas laicas y seculares de Hussein. El comité de terrorismo de la ONU no tiene ninguna prueba de esta relación y, en cambio, sí tiene indicios de una enemistad histórica. Así, el senador de la Florida Bob Graham, que hace parte de los críticos del manejo de la política exterior de Bush, dijo que una de las cosas que más le molestaba era la continua referencia a la guerra en Irak como parte de la campaña contra el terrorismo cuando no hay mucha evidencia que apoye ese vínculo.

Si los soldados estadounidenses siguen muriendo en Irak y las armas de destrucción continúan sin aparecer estas acusaciones se harán cada vez más punzantes. El escándalo actual amenaza con comprometer la reelección en 2004 de Bush. Pero lo peor, sin duda, es la sensación de que las pérdidas humanas y los horrores de la guerra en Irak podrían haberse evitado si los responsables norteamericanos no fueran unos mentirosos descarados capaces de decir cualquier cosa con tal de sacar adelante sus designios. A pesar del empeño de los congresistas demócratas por esclarecer el asunto es poco probable que se adelante un juicio político contra Bush, dada la mayoría republicana. De ser ello así, la que quedaría afectada no sería la credibilidad de un personaje controvertido sino la de las propias instituciones norteamericanas. El fantasma de una superpotencia mundial blandiendo su superioridad militar en cualquier parte del mundo, sin más justificación que un sartal de mentiras, comenzaría a proyectar su sombra siniestra sobre el planeta.