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El oso despierta

Vladimir Putin hizo de 2007 el año del renacer del orgullo de Rusia, al seguir una política exterior desafiante que recuerda los años de la Guerra Fría.

Mauricio Sáenz. Jefe de redacción de SEMANA
15 de diciembre de 2007

V ladimir Putin, el gobernante ruso, aprovechó bien el año en recuperar buena parte de la dignidad de su país, perdida en los años aciagos del presidente-payaso Boris Yeltsin. El ex agente de la KGB declaró la independencia de Rusia en asuntos geopolíticos; lideró su propia corriente de pensamiento en los temas más complicados, como el Oriente Medio, hizo aliados en casi todo el mundo; comenzó la reactivación de las Fuerzas Armadas, y, en el frente nacional, consolidó mayorías arrasadoras para su partido, Rusia Unida. Todo ello en medio de la bonanza petrolera que le permitió, como mayor productor mundial, terminar un quinquenio en el que la economía creció más del 40 por ciento.

Al finalizar 2007 habrán quedado atrás los días en que el Presidente norteamericano de turno daba lecciones paternalistas al Kremlin sobre moral, capitalismo y democracia. Porque Putin ha dejado claro que aspira nada menos que a reacomodar el orden geopolítico nacido al terminar la Guerra Fría, y poner a su país a asumir un papel de primer orden.

Todo indica que ese era el plan de Putin desde cuando asumió la presidencia en 2000 y aplastó a los oligarcas que se habían apropiado de la riqueza petrolera y gasífera. Pero las acciones de Estados Unidos le dieron combustible adicional. Eso quedó claro desde cuando, a comienzo de año en Munich, en una reunión sobre seguridad internacional, Putin lanzó un inesperado ataque contra Washington que se volvería sistemático a partir de entonces: "Un país, Estados Unidos, ha sobrepasado nuestras fronteras de todas las formas posibles. (...) Esa actitud está alimentando una carrera armamentista con el deseo de muchos países de adquirir armas atómicas". El discurso dejó claro que, para los rusos, el mundo unipolar liderado por Estados Unidos es inaceptable.

Putin se refería a que, amparados en ese orden, los gringos no sólo habían menospreciado los intereses de Rusia, sino que, literalmente, se le habían metido al rancho. Y los hechos son evidentes: primero, Washington ignoró las objeciones de Moscú contra el plan de invadir un país tan estratégico para ella como Irak, y luego se infiltró en el patio trasero tradicional de Rusia, los países bálticos, Asia Central y el Cáucaso. Esa tendencia se hizo intolerable para Moscú cuando Estados Unidos propició y patrocinó las revoluciones de colores que instalaron regímenes adversos a Rusia en Ucrania y Georgia. La sensación de que Estados Unidos cerraba el círculo a su alrededor creció aun más cuando el gobierno de George W. Bush anunció que construiría un sistema de defensa misilística con base en Polonia y la República Checa, con el pretexto de defenderse de la supuesta amenaza de Irán.

Todo ello le entregó a Putín la justificación para plantear la necesidad de acabar con la unipolaridad y el concepto de que la policía planetaria no podía estar en manos de un solo país.

Y sus palabras han sido acompañadas por acciones. Su envidiable ingreso petrolero le ha permitido inyectar grandes cantidades de dinero a sus Fuerzas Armadas y cerca de 200.000 millones de dólares al desarrollo de nuevas armas, incluida una nueva generación de misiles balísticos intercontinentales diseñados para eludir las defensas norteamericanas. Y conformar seis nuevas escuadras de portaaviones, que convertirían en los próximos años a la Armada rusa en una fuerza más poderosa que la que jamás tuvo la Unión Soviética. A mediados del año, ordenó reiniciar los vuelos permanentes de los bombarderos atómicos Tu-95, que habían sido puestos en tierra en 1992, y en octubre, una expedición rusa plantó una bandera tricolor en el fondo del Polo Norte, una hazaña comparable con ir a la Luna.

Por otro lado, Putin inició desde los primeros meses del año una campaña para acercarse a todos los enemigos nominales de Estados Unidos, como Siria, Venezuela e Irán, a los que les ha vendido grandes cantidades de armas. E hizo caer toda la fuerza del Estado contra las organizaciones no gubernamentales rusas que, financiadas por Estados Unidos, podrían hacer en su propia capital lo que hicieron en las de su área de influencia.

Putin ejerce en Rusia un poder apabullante que corresponde muy bien con el arquetipo del gobernante ruso clásico, llámese zar o secretario general. Y dio un ejemplo muy claro en las elecciones parlamentarias del mes pasado, que fueron su gran triunfo en el ámbito nacional. El gobierno no necesitaba influir indebidamente en los comicios, pues casi todos los rusos adoran a su gobernante, y la mitad de ellos lo declararía Presidente vitalicio. Sin embargo, como certificaron los observadores internacionales, el gobierno lanzó contra los pocos y débiles opositores toda la hostilidad de las fuerzas de seguridad. Los medios oficiales los boicotearon, los empleados recibieron la orden de votar por el oficialismo y el propio Putin fue candidato.

Tal vez la razón es que, como dice el semanario británico The Economist, Putin en realidad es un típico gobernante soviético, para quien el respeto por el equilibrio electoral es una mera formalidad pequeñoburguesa, y para quien es natural fusionar de hecho los intereses del Estado y el Partido. Con esa óptica se explica que bajo su mandato haya surgido en Rusia ese nuevo concepto: la democracia dirigida, también conocida como democracia soberana. Se trata de una doctrina llamada por algunos putinismo, que recuerda en forma cercana el viejo sistema de la Urss sin el ingrediente comunista. Ese control central rígido de todas las palancas del poder, incluso ha hecho carrera en algunos países del mundo, como Azerbaiyán, Bielorrusia y, para algunos, Venezuela.

Con sus sólidas mayorías, Putin cambiará su título a partir del próximo año. La Constitución no le permite ser reelegido en 2008, y él, viejo zorro de la política, no quiere sufrir la pérdida de respetabilidad internacional que supone hacer algo tan burdo como reformar la Constitución para su beneficio. Lo irónico es que esos escrúpulos no le han impedido buscar una forma distinta de hacerle el quite a la Carta. Así, tras bambalinas, y en principio como Primer Ministro, Putin gobernará por sobre un Presidente nominal escogido por él, Dmitri Mevdeved. Todo indica que su plan es esperar que pase un período para volver a ser elegido, o de que su nueva Duma adopte una reforma que le permita asumir permanentemente como Presidente emérito o jefe del Consejo de Ministros, o con cualquier otro título por encima de toda forma democrática.

De esa retorcida manera Putin podrá seguir adelante con su proyecto que se cimenta sólidamente en la presencia, en todos los niveles de la administración, de dos clases de funcionarios: los provenientes de la elite de San Petersburgo, la ciudad del Presidente, y ex agentes de la KGB, oscuros personajes que son, como él, exponentes de los cuadros más jóvenes y sofisticados de la antigua Policía secreta de la Urss.

A pesar de todo, muchos analistas coinciden en afirmar que nada de eso quiere decir que la Guerra Fría haya recomenzado. Dicen que Putin tiene claro que su bonanza petrolera no es una base suficiente para enfrentarse en todos los campos a Estados Unidos. Pero sí para exigir más respeto para Rusia, el país más extenso del mundo.