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ESCARMIENTO EJEMPLAR

La condena de dos ex dictadores surcoreanos no sólo es una catarsis para su país, sino un ejemplo para los tigres asiáticos.

30 de septiembre de 1996

La fórmula, practicada por no pocos dictadores asiáticos y al menos uno latinoamericano, sostiene que los resultados económicos son el mejor medio para hacer que los pueblos perdonen a los gobernantes por los crímenes cometidos en el proceso de consolidar su poder. Ese enunciado pareció perder vigencia la semana pasada, cuando dos ex dictadores coreanos fueron condenados por sus delitos cometidos en ejercicio de su mando, sin que para evitarlo sirviera ninguna consideración sobre el gigantesco avance de la economía de su país. Se trata de Chun Doo Wan, sentenciado a muerte por el golpe de Estado perpetrado en 1979 y por acumular 276 millones de dólares como producto de su corrupción, y su sucesor Roh Tae Woh, quien recibió una condena de 22 años y seis meses de cárcel por cargos similares de amotinamiento, traición y corrupción. Los dos generales llegaron al poder tras el golpe militar del 12 de diciembre de 1979, que siguió al asesinato del presidente Park Chung Hee, ocurrido en octubre de ese año. Chun se mantuvo en la presidencia entre 1980 y 1987 y Roh desde ese año hasta 1993. Junto con los ex militares, altos empresarios de grupos económicos muy conocidos recibieron condenas entre cuatro y 13 años, entre ellos Lee Kun-he, del grupo Samsung, Kim Woo Chong, de Daewoo y Choi Won Suk, del grupo Dong-A. Su delito: comprar favores de los dictadores. Los sobornos produjeron más de 1.000 millones de dólares a sus beneficiarios. Para sorpresa del país, ninguno de los generales fue condenado específicamente por la matanza de más de 200 manifestantes prodemocracia, perpetrada en 1980 en la ciudad de Kwangju, en seguimiento de la ley marcial impuesta por los militares. Algunos analistas surcoreanos cuestionan los motivos que tuvo el gobierno para iniciar este espectacular proceso, que remueve los cimientos mismos del establecimiento económico y político del país. Sostienen que el presidente Kim Young Sam, antiguo enemigo de las dictaduras, organizó el proceso como un espectáculo para distanciarse de Chun y Roh, con quienes se alió para ser elegido. Por otra parte, muy pocos creen que Chun efectivamente suba al cadalso, no sólo por las implicaciones políticas de su ejecución, sino porque en Corea del Sur es muy raro que se aplique la pena capital. En cualquier caso, el juicio y condena de los dictadores y de quienes les sobornaron plantea un precedente muy importante no sólo en el mundo, sino en particular en otros países del sureste asiático, que sufren o han sufrido gobiernos militares y donde Corea del Sur, después de Japón, ha sido el modelo durante los últimos 20 años. En efecto, el ejemplo coreano de prosperidad hizo que desde Indonesia y Tailandia hasta Malasia y Singapur se apresuraran a adoptar, con considerable éxito, la política coreana de respaldar desde el Estado a industrias privadas clave y a las exportaciones. Pero el caso de los ex generales coreanos ha implicado cuestionamientos éticos a ese modelo de desarrollo. No es extraño por eso que la Junta de Myanmar (antigua Birmania), que vive bajo fuerte presión interna y externa por la democratización, haya prohibido las noticias provenientes de Seúl. Otros países con rabo de paja son Tailandia, que pasó de la influencia militar a la de un establecimiento corrupto _al punto que el primer ministro Banharn Silpa-archa, ha sido acusado de recibir millones de dólares en sobornos de la industria del país_ e Indonesia, cuyo líder Suharto enfrenta, tras 30 años, fuerte presión liderada por la hija de su víctima el anterior líder Sukarno. La salida de Suharto podría aclarar la masacre de más de un millón de comunistas indonesios cuando tomó el poder en 1965, así como la de un tercio de la población de Timor Oriental cuando esa isla fue anexada por Indonesia en 1975. Mientras tanto, en Tailandia están sin resolver la matanza de cientos de estudiantes en 1976, después de un golpe de derecha, y sus ciudadanos podrían pedir cuentas por los 41 muertos y los 200 desaparecidos en mayo de 1992, cuando los soldados aplastaron una revuelta contra el líder de turno, el general Suchinda Krapayan. Pero no se trata sólo de las responsabilidades criminales. El caso coreano ha hecho cundir entre la población el desconcierto ante la evidencia de que los políticos que lograron un desempeño económico sin precedentes, sobre la base de mantener en un nivel de explotación el valor de la mano de obra de los asalariados, eran extremadamente corruptos, no sólo en la esfera oficial sino en la de los empresarios privados favorecidos por el modelo. Una cosa y otra se han vuelto un dolor de cabeza para muchos gobernantes actuales y pasados del sureste asiático. Porque como dijo el analista indonesio Walden Bello, "la gente tiene buena memoria. Basta reforzársela sólo un poco".