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FRAGA NAUFRAGA

La derrota electoral en el País Vasco marca el fin de la era de Fraga como líder de la derecha española

5 de enero de 1987

No es tanto que Manuel Fraga Iribarne haya renunciado al liderazgo de la derecha española; es más bien que la derecha española renunció a que Fraga siguiera siendo su líder. El hombre que, para empezar, le había dado a la derecha carta de ciudadanía democrática en la nueva España después de cuarenta años de respaldo irrestricto a la dictadura de Franco; y que después, en las elecciones generales del 82, había conseguido convertirla en la segunda fuerza política del país, había acabado volviéndose un lastre para ella. La severa derrota sufrida hace una semana en las elecciones autonómicas del País Vasco fueron la última confirmación de esa transformación. Y aceptando el diagnóstico, Fraga presentó renuncia irrevocable a la jefatura del partido Alianza Popular (AP).
El partido lo había ido dejando. Primero empezaron a irse los votantes: en las elecciones generales de junio de este año, Fraga perdió terreno, aunque logró mantener a AP como primera fuerza de la oposición, después de haber sufrido otra derrota en marzo en el referéndum sobre la permanencia de España en la OTAN, en el cual, contra las convicciones de sus militantes pero por llevar la contraria a los socialistas, Fraga había recomendado el voto en contra. Luego el propio partido empezó a desmembrarse. Oscar Alzaga se retiró llevándose a su pequeño pero significativo PDP, con 21 escaños en el Congreso, y a continuación, para apagar la fronda entre sus filas, Fraga expulsó del partido al que hasta entonces había sido su mano derecha y su discípulo amado, el joven Jorge Verstrynge. A partir de ahí empezaron las deserciones en cadena.
De todo eso tiene buena parte de culpa el propio Fraga, por su estilo y por su imagen. Su estilo autoritario y personalista, y su imagen de hombre del antiguo régimen: durante once años, de 1958 a 1969, Fraga fue ministro de Información de la dictadura franquista. Precisamente los atributos que le permitieron jugar un papel clave en la transición que siguió a la muerte del Generalísimo Franco: el de aval de los franquistas a la democratización de España. Ese papel, Fraga lo jugó sin trampas ni vacilaciones de ninguna índole, y lo rubricó de modo espectacular marchando a la cabeza de la inmensa manifestación de repudio a la tentativa golpista del 23 de febrero de 1981, codo con codo con comunistas y socialistas, y convenciendo a los banqueros y a los duques de que marcháran al lado de los sindicalistas y los punkies.
Pero precisamente en la medida de su propio éxito Fraga empezaba a sobrar, y había acabado convirtiéndose en la mejor garantía de permanencia de los socialistas en el poder, y de la continuada derrota electoral de la derecha. Con su estilo y su imagen, sólo podía seguir aglutinando a la derecha más dura y más antigua, y en cambio espantaba a los votantes moderados del centro, necesarios para crecer electoralmente. Y estos, en consecuencia, habían venido buscando otros caminos de expresión política: el centro-centro de Adolfo Suárez, la derecha liberal y "moderna" de Miguel Roca y Antonio Garrigues, o las derechas regionales de los partidos nacionalistas de Cataluña y el País Vasco. El retiro de Fraga, sin embargo, tampoco es una garantía de que ahora sí la derecha podrá crecer hasta sus dimensiones naturales. Porque quita un estorbo grande, pero pone diez pequeños más: los múltiples partidos y ambiciones personalistas de líderes secundarios en que ahora, inevitablemente, se disolverá lo que todavía queda de la gran coalición que fue AP.