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En Rio de Janeiro, Francisco de nuevo marcó el cambio simbólico de la Iglesia. Aunque las autoridades estaban preocupadas por su seguridad, en vez de andar en el papamóvil blindado y cerrado recorrió las calles en una carroza abierta. | Foto: AFP

INFORME ESPECIAL

Francisco súper estrella

En su visita histórica a Río, el papa confirmó que quiere lavar los pecados de la Iglesia y reconstruirla sobre la pobreza y la humildad. ¿Logrará darle ese viraje radical?

27 de julio de 2013

“Id, inflamad todas las cosas”, dijo una vez San Ignacio de Loyola, el soldado que fundó la Compañía de Jesús. Quinientos años después, el primero de sus discípulos en llegar al trono de San Pedro alimenta esas llamas vitales, enérgicas, transformadoras, para incendiar las viejas bases de la Iglesia y renovarla por completo. En Río de Janeiro, Brasil, de visita para presidir las Jornadas Mundiales de la Juventud, Francisco confirmó su determinación de llegar muy lejos en su propósito, y dejó claro que la “primavera vaticana” apenas comienza. 

Las sensaciones entre la multitud de un millón de personas lo confirmaban. Jamie, de Canadá, uno de los peregrinos juveniles, le dijo a SEMANA que en un mundo donde se han perdido los valores “es muy satisfactorio encontrar tanta alegría, tanta fe, tanto entusiasmo, Francisco emociona”. Jessica, Carla y Josephine, de Nueva York, rescatan “su humildad, su llamado a llegar a los marginados, a estar afuera con los pobres. Este es el cambio. Nos contaron que el papa en Argentina se acercaba a los curas, los olía, y les decía: ‘todavía no hueles a oveja’”. 

Las historias pasan de boca en boca y alimentan la leyenda de Francisco, que en cuatro meses logró darle un increíble soplo de frescura a la Iglesia. La primera chispa destelló apenas fue entronizado. Ese 13 de marzo, en vez de bendecir el mundo, rogó a los creyentes rezar por él. La mañana siguiente pagó su cuenta de hotel, como cualquier huésped. Con los días el Bergoglio style, esa prédica muy jesuita de “educar y enseñar con el ejemplo”, se volvió el nuevo dogma. 

Renunció a habitar en el Palacio Apostólico, donde según él “podrían vivir 300 personas” y escogió una suite en la Casa de Santa Marta, un hotel para eclesiásticos. Allí comparte misa y desayuno con todos, pues “si viviera aislado, no me haría bien”. También rechazó los lujosos mocasines rojos, símbolo de papas y emperadores, por uno comunes zapatos negros. Cambió el ostentoso guardarropa papal, cargado de oro, terciopelo y joyas por una sotana blanca, una cruz de hierro oscuro y un anillo de plata. 

En las calles, Francisco saluda a diestra y siniestra, y abraza cada vez que puede. Sus guardaespaldas le pasan bebés que el papa besa con naturalidad. El papamóvil blindado, que mostraba aislamiento y miedo, se quedó en el garaje y ahora anima a la gente desde una carroza abierta. También apaga las luces si sus secretarios lo olvidan, no pidió un avión especial para viajar a Brasil y un sencillo Fiat Idea de 19.000 dólares lo recogió en el aeropuerto de Río. Francisco ya no quiere ser el príncipe inalcanzable de los católicos. Pancho, como le dicen en Argentina, es un papa de clase media, un hombre sencillo que toma mate, adora el fútbol y disfruta las cosas simples de la vida. 

Pero es también un líder que habla duro y claro. Después de la tragedia en Bangladesh donde 1.127 trabajadores murieron en el derrumbe de una maquila, se pronunció fuertemente contra “el trabajo esclavo”. Como si fuera un indignado español, llamó a “repensar todo el sistema”, a dejar de “seguir los ídolos del poder, de la rentabilidad, del dinero, por encima del valor de la persona” y dijo que hay que acabar con la “tiranía” del dinero y la “dictadura de una economía sin rostro”. 

Para él, la Iglesia es “pobre para los pobres” y “un cristiano, si no es un revolucionario en este tiempo, no es un cristiano”. Esas palabras nunca se habían escapado de la boca de un papa y en épocas de rebelión y crisis resuenan mucho más allá del Vaticano. 

Francisco lo sabe. No por nada su primer destino como sumo pontífice fue Lampedusa, la isla al sur de Sicilia donde cada año miles de inmigrantes africanos buscan alcanzar el sueño europeo. Desde 1994 más de 6.000 han desaparecido en el Mediterráneo. 

El papa, frente a decenas de indocumentados, preguntó “¿quién lloró por toda esa gente? Caímos en la globalización de la indiferencia”. En Brasil visitó Varginha, una de las innumerables favelas de Río. Bajo una llovizna pertinaz, los increíbles contrastes sociales de la Cidade Maravilhosa ofrecieron un inmejorable pedestal a su mensaje. Haciendo eco a la juventud brasileña sublevada dijo “ustedes tienen una especial sensibilidad ante la injusticia, pero se sienten defraudados por la corrupción. No se desanimen, no pierdan la confianza, no dejen que la esperanza se apague. La realidad puede cambiar, el hombre puede cambiar. No se habitúen al mal, sino a vencerlo”. 

Se trata de un caudillismo apostólico que tiene a muchos fascinados. En la Iglesia, como en toda institución global, la estrategia mediática está en el centro del ejercicio del poder, y Francisco ofrece a los periodistas una generosa ración de noticias. En febrero varios cardenales le dijeron a The New York Times que buscaban elegir “un comunicador persuasivo, que ganara almas con sus palabras” y que “entienda la fe y la anuncie de manera atractiva y simple”. 

Massimo Franco, vaticanista del diario Corriere della Sera, le dijo a SEMANA que “si bien hay sectores de la Iglesia desconcertados, empiezan a entender que las estrategias comunicativas cambiaron. Creo que su discurso es real, Jorge Bergoglio sigue siendo el que era en Buenos Aires y siento que en el Cónclave le pidieron expresamente ser él mismo. El suyo es un mandato destinado y otorgado para rescribir las reglas del papado”.

Sin embargo, ese cambio de tono, esos gestos, no estarían completos si no se metiera con lo más oscuro del Vaticano. Uno de esos tumores es el Instituto para las Obras de Religión (IOR), una cueva de intrigas y dinero sucio. El 26 de junio el papa creó una comisión para investigarlo y tres días después sonó el primer trueno. La Fiscalía italiana capturó al prelado Nunzio Scarano cuando intentaba transportar 20 millones de euros en efectivo entre Suiza e Italia a bordo de un jet privado. 

No era la primera vez que la Policía olía algo raro en el banco de Dios, pero hasta ahora el Vaticano había sofocado los escándalos y protegido a sus ovejas negras. Lo normal en Roma era tolerar gente como Scarano, a quien apodaban “Monsignor 500” por su afición a los billetes de esa denominación. Se reveló que tenía un patrimonio inmobiliario de más de un millón de euros, cuadros de Giorgio de Chirico y Marc Chagall y cuentas bancarias repletas. 

Según él, “eran todo donaciones”, pero es claro que lavaba dinero. A los pocos días Bergoglio destituyó al director del IOR y a su vicedirector y le encargó a la consultora Promontory que vigilara las 18.000 cuentas del banco.

El segundo paso del papa fue reformar el anticuado Código Penal del Vaticano. Hace dos semanas presentó un motu proprio (decreto papal) que endurece los castigos por los delitos sexuales, la prostitución, la violencia sexual, la pedofilia y la pornografía infantil. La idea es armonizar la legislación con varias convenciones de Ginebra que el Vaticano ratificó hace más de dos décadas. 

Pero en el reino de Dios ninguna transformación sería efectiva sin tocar a la poderosa Curia romana. Francisco formó una comisión de ocho cardenales que en octubre le entregará un informe con recomendaciones. Pero la cruzada será dura. Dos días antes del vuelo a Río, el semanario italiano L’Espresso reveló que Battista Ricca, el flamante director del IOR, no era el non plus ultra de la pureza. 

Cuando trabajó en la nunciatura de Montevideo tenía una relación sentimental con un capitán del Ejército suizo, al que alojó y dio empleo. Una noche varios sacerdotes lo rescataron en un bar gay donde le habían dado una golpiza. Incluso una vez lo atraparon en un ascensor con un joven prostituto. Sacerdotes, religiosas, autoridades locales e incluso la Secretaría de Estado del Vaticano conocían los descaros de Ricca. 

¿Pero, qué tanto sabía el papa? El vaticanista Sandro Magister, quien destapó el escándalo, le dijo a SEMANA que “el problema va más allá de los pecados del diplomático. Nadie de la Curia le advirtió al papa de que el expediente de Ricca fue blanqueado hasta volverlo intachable. Lo dejaron equivocarse para, una vez cometido el error, ventilar hasta el último detalle de la ajetreada vida del que eligió para frenar la corrupción”. Y esa no será la única trampa que Francisco enfrente, pues hay muchos leones al acecho. 

En el aspecto doctrinario también hay resistencias, pues por ejemplo, los sectores más conservadores no soportan que desacralice la figura del elegido de Dios. Hace poco la Fraternidad San Pío X, fundada en torno al extremista ultraconservador Marcel Lefebvre, escribió que “los gestos y las palabras de Francisco se sitúan bajo el signo del progresismo rastrero. Gestos de popularidad inmediata ante un cierto público y, sobre todo, ante los medios”. 

En los pasillos del Vaticano lo tachan de “demagogo”, de “campechano” y algunos dicen que más que un papa humilde, es uno mediático, que construye un culto a la personalidad con falsa modestia. Para Franco, ese sector “no quiere entender que el mundo que conocían ya no existe. Esto lo decidió el Cónclave, es decir la Iglesia mundial. Pero hay que tener en cuenta la renuncia de Ratzinger para entender lo que Bergoglio está haciendo. Este episodio cerró una era geológica y abrió otra. Ya no hay alternativa: o se reforma o la Iglesia muere”.

Con el viaje a Brasil, el papa quiere marcar ese rumbo. Su idea es que no solo quede la imagen cliché del pastor que recorre favelas y abraza jóvenes, ni la del pontífice latinoamericano que vuelve a su tierra. Según periodistas cercanos al Vaticano, quiere sellar un viraje geopolítico, que deje claro para donde va la nueva Iglesia. Un poco como cuando Juan Pablo II fue a Polonia en 1979, un periplo que para muchos fue la primera grieta del Muro de Berlín.

Y, como se puede ver en Brasil, no son pocos los retos que enfrenta la Iglesia. El país es el campo de batalla de una competencia feroz con los evangélicos (ver gráfica). En Rocinha, la favela más grande de Río, solo se ven templos protestantes. Betti, madre de dos hijos, es evangélica y analfabeta, pero habla como el mejor de los pastores. 

Como le contó a SEMANA, “siendo católica, podía pecar. Encendía velas y velas, pero tomaba, bebía, compraba ropa linda y mi casa no tenía nada, yo no resolvía mis problemas. Me confesaba con un cura que hacía lo mismo. Y ahí abrí los ojos: ¿por qué me voy a confesar con ese padre pecador como yo? Respeto al papa, pero descubrí que no necesito papas, ni intermediarios, ni cálices de oro, ni ornamentos para hablar con Dios”. 

Marcelo Freixo, diputado estatal de Río de Janeiro del Partido Socialismo y Libertad, le dijo a esta revista que “en los sectores más pobres las Iglesias evangélicas crecen porque los pastores se identifican con las personas y tienen cultos muy direccionados: el del desempleado, el del enfermo, el que tiene problemas de droga. Conocen los problemas que tiene la gente, los católicos tiene el mismo discurso de la Edad Media, y eso aleja a todos”. Aunque es muy pronto para saber si lo logrará, los gestos de Francisco para humanizar y popularizar el papado tratan de atacar ese desafío.

Y su balance por ahora no es malo. Pero tarde o temprano tendrá que abandonar las aguas consensuales de la pobreza y la humildad e internarse en temas doctrinarios como la sexualidad, el condón, el celibato de los sacerdotes o las mujeres en la Iglesia. 

Y Francisco volverá a ser un papa tradicionalista. Pues Jorge Bergoglio es un poco como Barack Obama: simpático y con buenas intenciones pero limitado por tradiciones y poderes a los que no puede superar. Y el Vaticano aún está lleno de esos inamovibles. Sigue siendo una monarquía absoluta, sigue siendo machista y sigue defendiendo posiciones ultraconservadoras. Pues no importa si se llama Juan Pablo, Benedicto, León o Francisco, un papa, al final, siempre será un papa.