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GIGANTE SIN RUMBO

La desastrosa batalla de Chechenia y los inútiles esfuerzos de paz de Aleksandr Lebed desnudan la anarquía que afecta al Kremlin.

23 de septiembre de 1996


POCOS EJEMPLOS COMO el de Chechenia ilustran la insensatez a la que se puede llegar por el camino de la violencia. Allí se libra desde hace 20 meses un sangriento conflicto motivado por el deseo de los chechenos de obtener su independencia de la Federación Rusa, a la que consideran heredera directa del imperio que los sometió en el siglo pasado y del régimen comunista que, en 1944, deportó masivamente a su población a Siberia y Kazakstán.
Cualquiera podría pensar que, con la llegada de la democracia a Rusia, un conflicto histórico de esas dimensiones podría encontrar una salida civilizada. Pero no ha sido así. La tragedia chechena ha puesto en evidencia que en el país más grande del mundo es muy poco lo que ha cambiado desde las épocas de Pedro el Grande o de Stalin.
Como en esos tiempos en relación con el soberano de turno, hoy poco o nada se sabe sobre la verdadera capacidad del presidente para dirigir al país. El presidente Boris Yeltsin, abocado a su reelección, firmó en mayo un acuerdo de paz con el presidente checheno Zelimkhan Yandarbiyev, pero los militares rusos nunca cumplieron su parte de abandonar la capital. Eso desembocó en que a partir del 6 de agosto los combatientes chechenos retomaron la capital, Grozny, mataron a decenas de miles de enemigos y le propinaron al ejército ruso tal vez la mayor humillación de su historia.
Yeltsin, quien oscila entre fugaces apariciones ante la prensa y viajes de vacaciones que impulsan rumores sobre su salud, entregó a su asesor de seguridad, Aleksandr Lebed, plenos poderes para terminar el conflicto y "devolver las cosas a su estado anterior". Una orden contradictoria, porque para cumplirla al pie de la letra los rusos tendrían que arrasar con la ciudad.
Pero el ex candidato Lebed, quien llegó a su posición como premio por haber apoyado la candidatura de Yeltsin en la segunda vuelta, había llegado al Kremlin con el propósito claro de terminar el conflicto por las buenas, y así asumió la orden, en medio de una fuerte polémica con los ministros del Interior y de Defensa, Anatoly Kulikov e Igor Radionov, a quienes acusó de falsificar un decreto de Yeltsin que ordenó proseguir agresivamente la guerra,
Lebed viajó a Grozny para negociar con el líder militar checheno Aslan Mashkadov y obtuvo un cese al fuego, a tiempo que el comandante ruso del área anunciaba un ultimátum para que los civiles abandonaran la ciudad. Aunque en un segundo intento logró imponerse, Lebed, de vuelta en Moscú el viernes pasado, se encontró con que Yeltsin, en una rara aparición ante la prensa, descalificó los acuerdos y se negó a recibirle, con lo cual puso en entredicho el cese al fuego.
Todo ello parece indicar que la dirigencia militar rusa no tiene respeto por el gobierno civil y que Yeltsin es consciente del triunfo de los halcones. No hay que olvidar que se trata de un aparato militar que hasta hace poco era uno de los factores de poder en el planeta. Ese ejército, herido en su amor propio, tiene el potencial de convertirse en una influencia desestabilizadora en un país que nunca ha podido librarse del espectro de la tiranía y que, para empeorar las cosas, es el más grande del mundo.