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Ironías de los ‘globofóbicos’

Jaime Andrés Niño, profesor del London School of Economics, expresa su opinión sobre las protestas contra el sistema financiero internacional.

30 de octubre de 2000

Para cualquier colom-biano, acostumbrado a las marchas multitudinarias por la paz (más de cinco millones de personas) puede resultar irónico que un grupo de no más de 10.000 individuos —y sin líderes aparentes— hiciera concluir anticipadamente la reunión del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial (BM) en Praga la semana pasada y con semejante despliegue en los medios del mundo. O que impidan la realización del Foro económico mundial en Melbourne. O que torpedeen el lanzamiento de una nueva ronda de negociaciones de la Organización mundial del Comercio (OMC). Pero esa es, precisamente, la globalización: un ajedrez de grandes ironías.

Hay cosas que no cambian por más rápidas que sean las comunicaciones y por más riqueza que haya en el mundo. Una de esas cosas es la lucha de intereses opuestos. En los últimos años los economistas se han quebrado los sesos tratando de entender por qué tanto inconformismo cuando hay tanta opulencia. Claro, el problema va más allá de lo que la economía puede explicar apelando a las cifras y al papel. En el centro del debate está el impacto de la globalización en la distribución del ingreso en las sociedades ricas. Este, más que un problema económico, es uno político.

En Estados Unidos, la más próspera de las economías, los pobres están disminuyendo y casi todos, sin distingo de raza, están empleados. La globalización ha inflado el pastel y a todos les ha tocado un pedazo de la prosperidad más larga de historia. El problema está en que la tajada para la clase media ha sido más pequeña que la que acostumbraba disfrutar con la economía protegida del pasado. Y esa diferencia, precisamente, es la que hoy amenaza la continuidad del proceso de integración de las economías del mundo.

El problema no son las tensiones entre ricos y pobres, aunque los ricos sean mucho más ricos y los pobres un poco menos pobres, sino entre grupos de la clase media: entre los miles de trabajadores que sudan el overol en la Ford y los pocos que hacen maestría en Harvard, visten casual y trabajan en lo que llaman la ‘nueva economía’. Desde los tiempos de Adam Smith la economía se ha basado en el supuesto de que los seres humanos son egoístas y cada vez quieren más, pero la globalización ha desnudado otra debilidad humana: que son envidiosos y no les gusta que a los demás les vaya mejor.

Que los ambientalistas y los agricultores protesten no es nuevo; que lo hagan los anarquistas menos; que lo hagan quienes se preocupan por la deuda externa del Tercer Mundo tampoco. Lo novedoso es que todos estos sectores se han unido bajo el mismo paraguas y han involucrado tanto a los que siempre se han opuesto al sistema capitalista como a los sindicatos de los países desarrollados. Y son precisamente estos sindicatos los que le dan notoriedad al movimiento ‘antiglobalización’. Porque donde quiera que se reúnen 100 burócratas de los organismos internacionales aquéllos movilizan varios miles de personas.

Y aquí yace otra gran ironía. Los trabajadores del mundo están más cerca de unirse hoy (y cumplir con la premisa marxista) que cuando existía el bloque soviético y Marx era lectura obligada en colegios y universidades. Esta ha sido la respuesta de los trabajadores a la eliminación de la regulación a las inversiones extranjeras y al libre comercio. Hoy los inversionistas sin regulación que medie empacan sus ensambladoras y las trasladan a México, Brasil y a otros tantos países del Tercer Mundo, donde antes sólo iban los marines y hoy se pagan salarios más bajos.

Si los 60 y los 70 fueron tiempos de protesta, las últimas dos décadas fueron los de la apatía. Al terminar el siglo las protestas han resurgido y encontrado eco en sociedades agobiadas por los cambios en la distribución del ingreso, por la incertidumbre que genera la globalización en personas acostumbradas a la estabilidad y por el rápido cambio tecnológico que hace obsoletas a las máquinas y a las personas. Al mes de desarrollarse la crisis asiática los periódicos de Londres anunciaban más de 2.000 recortes en las empresas de la City, el centro financiero de esa ciudad, y en menos de una semana en Canary Wharf, uno de los condominios habitados por los yuppies de la ciudad, se ofrecían propiedades con descuentos del 15 por ciento. Tres meses después todo había vuelto a la normalidad y los precios de la finca raíz empezaban su escalada más larga de la posguerra. Para no ir muy lejos, la crisis financiera en Rusia, que a su vez se contagió de la asiática, repercutió en toda América Latina, incluyendo Colombia, donde aún no ha terminado. De la noche a la mañana los intereses se dispararon para defender el peso y todos los deudores quedaron expuestos. El malo está más cerca de Rusia que de la Jiménez, pero así es la globalización.

Todo esto mientras los políticos ofrecen curitas a heridas que necesitan vendajes. El Estado paternalista que protegía a todos los ciudadanos no es sostenible en economías cada vez más abiertas y donde los capitales se mueven con libertad. Así como los empresarios establecen sus fábricas donde los salarios son más bajos, los inversionistas también buscan los países con impuestos más bajos. Los gobiernos enfrentan las crecientes tensiones que provoca la globalización con presupuestos limitados. Los ajustes cosméticos al Estado paternalista, que da de todo para todos, tan sólo han logrado ahondar la frustración de los ciudadanos del Primer Mundo, generando un déficit nuevo, esta vez de democracia.

La gente siente que sus gobiernos no pueden resolverles sus problemas mientras que los organismos internacionales, que ellos escasamente si reconocen, se los ahondan. Para confirmar sus temores, hace unas semanas la Organización Mundial del Comercio ordenó el cambio del sistema impositivo estadounidense sin que sus miembros fueran elegidos directamente por los ciudadanos de ese país.

Sería ideal que ante este desafío los políticos no optaran por salidas inmediatistas. Pero la realidad es otra. El BM, el FMI y la OMC han abierto espacios de diálogo con las Organizaciones No Gubernamentales para aminorar las protestas. Esto, que pinta bien en apariencia, puede ser perjudicial si no se aumenta el espacio de representación a los ciudadanos del Tercer Mundo. Así que no es de extrañar si una organización en Oxford termina influyendo más en el acueducto de Neiva que los mismos opitas. La respuesta del Banco Mundial de establecer un proceso de diálogo de sus políticas con las comunidades a través de Internet, si bien eficiente, es un paso a medias porque los usuarios del Banco, que son los más pobres de los pobres, escasamente si saben leer.

Diga lo que diga Amy Dean, la sindicalista gringa promotora de la unión internacional de los trabajadores y de las protestas, los intereses de un trabajador colombiano son bien distintos a los de uno en Estados Unidos. El colombiano quiere que en el país inviertan la Ford y muchas otras multinacionales y el estadounidense quiere que se queden en Estados Unidos.

Resulta irónico que los voceros de los pobres, como se creen muchos de los que protestan en Praga, terminen empobreciendo a los más pobres de los pobres. Y para rematar, que sus líderes, en un acto de gran ironía, solucionen el vacío democrático que ha creado la globalización en sus países, extendiéndolo a los países del Tercer Mundo. La globalización no es nueva. Estuvo aquí hace un siglo y después de la Gran Depresión el mundo no pudo vivir con ella. Hay razones para pensar que la historia no se va a repetir, pero extender la falta de democracia no puede ser una de esas razones.