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LA MUERTE TECNICA DEL PRESIDENTE REAGAN

ANTONIO CABALLERO
29 de diciembre de 1986

En primer lugar, lo grave no es que Ronald Reagan haya dicho mentiras en estos días sobre el tema de las negociaciones de armas con el Irán.
Llevaba años diciéndolas: no sólo sobre el Irán, sino sobre Siria sobre Libia, sobre el Líbano, sobre las Filipinas, sobre la América Central... Reagan ha mentido--al Congreso, a la opinión norteamericana, a sus aliados, y naturalmente a sus adversarios--no sólo sobre su política internacional, sino inclusive sobre su política intergaláctica. Eso no es nuevo, y nunca había pasado nada.

En segundo lugar, tampoco es Reagan el primer Presidente que dice mentiras--al Congreso, a la nación, a los amigos, a los enemigos-sobre esos temas. Antes que él lo hicieron Carter sobre el Irán, Nixon y Johnson sobre el Vietnam, Kennedy sobre Cuba, Eisenhower sobre Corea, Truman sobre Grecia, Roosevelt sobre Pearl Harbor... Los presidentes de los Estados Unidos tienen la costumbre, ennoblecida por la tradición, de mentir con respecto a su política exterior. Lo hizo el propio Thomas Jefferson sobre sus negociaciones con Napoleón para la adquisición de la Louisiana. Se les suele comprender, y perdonar: Nixon no se cayó por haber mentido sobre la guerra secreta de Camboya, sino por haberlo hecho sobre temas domésticos.

La razón de estas mentiras sistemáticas no está en el carácter de los presidentes. Es estructural. Son mentiras de detalle necesarias para mantener una ficción más de fondo: la de que la política exterior de los Estados Unidos es manejada por el Congreso, cuando la verdad es que la maneja personalmente el Presidente.
Eso puede ser bueno, o malo; por lo general es malo. Pero ahí no está tampoco la cuestion. La cuestión está en que, para que se mantenga intacta la ficción democrática de que la política exterior de una gran potencia puede ser manejada mediante mecanismos de libre discusion entre un heterogéneo organismo de representantes elegidos por el pueblo, es necesario decir mentiras: al Congreso, a la nación, a los aliados, etc.

Por eso lo grave no es que Ronald Reagan haya dicho mentiras. Eso forma parte de su oficio de presidente de los Estados Unidos. Lo grave es que ya no se las crean. Eso limita su capacidad para ejercer ese oficio. ¿Bien o mal? De nuevo esa es otra cuestión: para ejercerlo. Porque el problema no está en la sinceridad, que es una virtud moral--y una virtud que desde Maquiavelo por lo menos es considerada bastante estorbosa para un hombre de Estado--, sino en la credibilidad, que es un atributo político. Y un atributo indispensable.

Ese era justamente el atributo que había distinguido de manera casi mágica al presidente Reagan, a quien por eso la prensa de su país llamaba "el Gran Comunicador". Reagan podía salir en las pantallas de la televisión diciendo cosas no sólo inverosímiles sino demostrablemente falsas, y sin embargo le creían. En cierta gradación, naturalmente, pero le creían: sus adversarios le creían un poco, sus aliados algo el Congreso bastante, y el pueblo norteamericano totalmente y a ciegas. Algo parecido les sucedió en su época, y sin hacer comparaciones de índole moral, que como ya se dijo estarían fuera del tiesto, a Adolf Hitler, o a Franklin Roosevelt.

Ahora, según las encuestas de opinión, el pueblo norteamericano ha dejado de creerle a Reagan y está por el contrario mayoritariamente convencido de que dice mentiras. Eso no es que lo haga mejor ni peor como Presidente sino que lo anula como tal: lo convierte en un Presidente técnicamente muerto. Y por eso la consecuencia inmediata de toda la peripecia iraní es que se abre de verdad la carrera presidencial en los Estados Unidos. --