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El británico T. E. Lawrence , conocido como Lawrence de Arabia, fue fundamental en la revuelta árabe contra el Imperio otomano. Soldados en una trinchera durante la campaña de la península de Gallípoli, en la actual Turquía.

ANÁLISIS

La sombra persistente de la Gran Guerra

Joschka Fischer, exministro de Relaciones Exteriores y ex vicecanciller de Alemania, analiza las lecciones de la Primera Guerra Mundial.

21 de junio de 2014

Este año marca el centenario del estallido de la Primera Guerra Mundial, razón suficiente para reflexionar sobre qué nos enseña hoy esta catástrofe europea trascendental. De hecho, las consecuencias de la Gran Guerra para las relaciones internacionales y el sistema global de estados siguen sintiéndose al día de hoy. ¿Hemos aprendido algo de los fracasos en materia de políticas de los gobiernos, las instituciones y la diplomacia internacional que ocurrieron en el verano de 1914?

Grandes sectores del hemisferio norte siguen luchando contra los legados de los imperios europeos –habsburgo, ruso y otomano– que colapsaron luego de la Primera Guerra Mundial, o cuya decadencia, como la del imperio británico, se desató con la guerra y quedó sellada con su secuela aún más sangrienta una generación después. Las zonas de fractura resultantes –en los Balcanes y Oriente Medio, por ejemplo– son el origen de algunos de los riesgos más graves de hoy para la paz regional y hasta mundial.

Después del fin de la Guerra Fría y el colapso del sucesor soviético del imperio ruso, la guerra regresó a los Balcanes bajo condiciones muy similares a las que prevalecían en el periodo anterior a 1914, con un nacionalismo agresivo que terminó reconfigurando la Yugoslavia que se desintegraba en seis estados separados. Por supuesto, el presidente serbio Slobodan Miloševi, cuyo llamado a una “Serbia Mayor” encendió la guerra, no estaba solo: por un momento, Europa corrió peligro de regresar a la confrontación de 1914; Francia y el Reino Unido respaldaban a Serbia, mientras que Alemania y Austria favorecían a Croacia.

Afortunadamente, no hubo ninguna recidiva, porque Occidente había aprendido la lección de los errores históricos. Hoy, hay tres factores que son importantes a la hora de evitar el desastre: la presencia militar de Estados Unidos en Europa, el progreso de la integración europea y el abandono por parte de Europa de la política de las grandes potencias. Sin embargo, no tiene sentido engañarse: solo si los países de los Balcanes creen en la Unión Europea y en los beneficios de pertenecer a esta la precaria paz de hoy en la región podrá volverse permanente.

No existe esta esperanza actualmente para Oriente Medio, cuyas fronteras políticas contemporáneas fueron establecidas en gran medida por Gran Bretaña y Francia durante la Primera Guerra Mundial, cuando los diplomáticos Mark Sykes y François Georges-Picot negociaron la división del imperio otomano. De la misma manera, la creación de Israel se remonta a la Declaración de Balfour de 1917, por la cual la subsiguiente potencia mandataria británica en Palestina respaldó el establecimiento de un hogar nacional para el pueblo judío.

El Oriente Medio que se creó entonces es, en mayor o menor medida, el Oriente Medio de hoy. Sin embargo, ahora somos testigos de su desintegración, porque el designio de Sykes-Picot siempre implicó una fuerte potencia hegemónica externa (o dos) capaz de mantener –y dispuesta a hacerlo– la estabilidad canalizando (o reprimiendo) los numerosos conflictos de la región. Gran Bretaña y Francia, las primeras potencias hegemónicas, fueron sucedidas por Estados Unidos y la Unión Soviética –y, finalmente, solo por Estados Unidos.

La desventura de Estados Unidos en Irak, su pérdida de fuerza como potencia mundial y su reticencia a mantener su nivel previo de compromiso en la región han tornado insostenible la estructura Sykes-Picot, porque no existe ninguna otra fuerza externa disponible. El vacío resultante ha sido ocupado por varias corrientes del islam político, terrorismo, movimientos de protesta, levantamientos, intentos de secesión por parte de minorías nacionales o religiosas y poderes hegemónicos regionales con aspiraciones (Irán y Arabia Saudita).

De hecho, el retiro parcial de Estados Unidos implica que el fin de la estabilidad forzosa del antiguo Oriente Medio no eludirá las fronteras de Sykes-Picot. Los acontecimientos en Siria e Irak ya sugieren eso, y el futuro de Líbano y Jordania se ha vuelto cada vez más incierto.

Una de las pocas características positivas de la región es que hoy no existen rivalidades entre potencias globales. Pero la lucha regional por ejercer control entre Irán y Arabia Saudita (con Israel como un tercer actor) podría resultar mucho más peligrosa, dada la mentalidad prevaleciente –y profundamente arraigada– de la política de las potencias tradicionales. En la región prácticamente no existen instituciones y tradiciones que respalden una resolución cooperativa del conflicto.

El recuerdo de 1914 puede generar mayor preocupación en el este de Asia, donde se han acumulado todos los ingredientes de un desastre similar: armas nucleares, el ascenso de China como una potencia global, disputas territoriales y fronterizas no resueltas, la división de la península coreana, resentimientos históricos, una obsesión por el estatus y el prestigio, y prácticamente ningún mecanismo de resolución cooperativa del conflicto. La desconfianza y la política de la fuerza están a la orden del día.

Y, sin embargo, existen motivos para ser optimistas en el este de Asia. El mundo ha cambiado drásticamente desde el verano de 1914. En aquel momento, la población del mundo era de 2.000 millones de personas; hoy hay 7.000 millones. Esto, junto con la revolución de las telecomunicaciones, ha aumentado las interdependencias y ha forzado una mayor cooperación entre los gobiernos –al igual que la presencia continua de Estados Unidos como estabilizador en la región, algo que resultó indispensable–. Es más, si bien las armas nucleares representan un peligro continuo, también impiden el riesgo de una guerra como medio de política de fuerza ya que la destrucción mutua sería una certeza.

La tecnología militar, la mentalidad de los políticos y los ciudadanos, la estructura de la diplomacia internacional y mucho más han cambiado en el siglo transcurrido desde que estalló la Primera Guerra Mundial. Y sí, incluso hemos aprendido algunas cosas de la historia, que hicieron que el mundo resultara más seguro. Pero, no nos olvidemos: en el verano de 1914, la mayoría de los actores consideraban que el desastre inminente era imposible.