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Mandela, en Londres, la víspera de la celebración de sus 90 años, un multitudinario concierto para recoger fondos para la lucha contra el sida

HOMENAJE

La sonrisa luminosa

El mundo celebra el cumpleaños de Nelson Mandela mientras la crisis en Zimbabwe recuerda que su ilustre legado es una excepción en África

28 de junio de 2008

El viejo león rugió una vez más. Desde Londres, el sudafricano Nelson Mandela decidió romper su silencio y se unió a la condena internacional contra la violencia política desatada por Robert Mugabe, al lamentar "la trágica falta de liderazgo en la vecina Zimbabwe" (ver recuadro). Su crítica es especialmente poderosa. No sólo porque Mandela se pronunció la víspera del concierto para celebrar sus 90 años, uno más en la serie de homenajes que le han preparado en todo el mundo. Sino porque si alguien tiene la autoridad moral para hablar del liderazgo africano, es el anciano de las camisas estampadas que después de 27 años en la cárcel se convirtió en el primer presidente negro de su país.

Madiba -como lo llaman con afecto amigos y familiares- nació el 18 de julio de 1918. Después de huir de su villa para evitar un matrimonio arreglado, terminó trabajando en una firma de abogados en Johannesburgo. Muy pronto se involucró en el activismo político en contra del Apartheid -el sistema de segregación racial- y ascendió dentro del Congreso Nacional Africano (CNA), que abogaba por la desobediencia civil pacífica. Cuando el gobierno ilegalizó el CNA, Mandela se convirtió en comandante en jefe del brazo armado, Umkhonto we Sizwe ('La lanza de la nación'), y pasó a la clandestinidad hasta cuando fue arrestado en 1962.

En el cierre de su alegato ante la Corte Suprema, soltó una frase que sirvió de inspiración a quienes lucharon contra el sistema: "He peleado contra la dominación blanca y contra la dominación negra. He abrigado el ideal de una sociedad libre y democrática, en la que todas las personas vivan juntas en armonía e igualdad de oportunidades. Es un ideal que espero poder vivir para alcanzar. Pero si es necesario, es un ideal por el cual estoy preparado para morir".

Mandela estuvo a punto de ir a la horca, pero al final lo condenaron a cadena perpetua. Lo enviaron a Robben Island, el Alcatraz surafricano, y se convirtió en el preso 46664, símbolo de la opresión y la resistencia. Estaba convencido de que no eran los presos, sino los guardianes, quienes necesitaban rehabilitarse. Convirtió la cárcel en un laboratorio para la gran batalla que iba a librar cuando saliera. Sus carceleros blancos, quienes representaban el racismo más básico, terminaron seducidos por su cortesía. Es famosa la historia de cómo, cuando lo visitó su abogado, no los presentó como sus captores, sino como su guardia de honor. También, con un gran esfuerzo, estudió la historia de los afrikaaners, la clase dirigente blanca, y aprendió afrikaans, su idioma.

"En vez de hacer una revolución sangrienta con el objetivo de dejar al 'establishment' blanco destruido y humillado, lo que hizo Mandela fue convertirlos de cierto modo en aliados de su causa", dijo a SEMANA el periodista inglés John Carlin, corresponsal en Sudáfrica en aquellos años y autor del libro en el que se va a basar la película de Hollywood en la que Morgan Freeman va a encarnar al líder sudafricano. El libro, con el título provisional de El Factor humano, arranca en 1985, el año en que Mandela tiene el primer encuentro secreto con un representante del gobierno. "Uno a uno, los blancos que fue conociendo sucumbieron. Él tiene un encanto natural, pero también es un gran estratega. Primero fueron los carceleros, siguió el ministro de justicia y después el jefe de inteligencia". Fue una estrategia deliberada para lograr sus objetivos políticos al conquistar el corazón de sus opresores.

El régimen contemplaba liberar a Mandela, pero temían lo que en privado llamaban el 'efecto ayatollah': la posibilidad de que todo fuera una impostura y al salir movilizara a la masa negra en una devastadora búsqueda de venganza, como ocurrió en Irán cuando Rujollah Jomeini regresó del exilio. Pero finalmente, el 11 de febrero de 1990, el preso político más famoso del planeta estaba libre.

Frente a la enorme concentración de bienvenida en el estadio de Soweto, en Johannesburgo, a donde acudieron más de 100.000 personas, Madiba envió el mensaje de reconciliación que lo caracterizó. Negoció la transición hacia la democracia con el presidente Frederik de Klerk y compartieron el Premio Nobel de Paz en 1993. Al año siguiente, los despachos de los corresponsales contaban la solemnidad que reinaba en las filas durante las primeras elecciones libres en la historia del país. El CNA se convirtió en mayoría y Mandela en el primer presidente negro de Sudáfrica.

El milagro no se había sellado aún. Al año siguiente, Sudáfrica fue la sede del mundial de rugby, que siempre había sido el deporte de los afrikaaners. En la final, Mandela apareció en el campo con la camiseta verde del equipo. El estadio, casi todo blanco, comenzó a corear su nombre. Y los negros bailaron en las calles cuando ganaron el partido. "Por primera vez, negros y blancos tuvieron una causa común. El genio de Mandela fue entender esa tremenda energía emocional y canalizarlo. Fue la apoteosis de su proyecto de vida político. Evitó una guerra", asegura Carlin. "Después de un año de ser presidente, era difícil encontrar un blanco surafricano que no pensara que Nelson Mandela era su presidente y un gran hombre".

Tal como lo prometió, el hombre de la sonrisa luminosa no se presentó a la reelección y cedió el poder en 1999 a Tabo Mbeki. El actual mandatario fue reelegido en 2004, pero sus críticos lo tildan de autoritario. El próximo año, lo más probable es que lo reemplace el polígamo Jacob Zuma, acusado de corrupto y violador. Ninguno de los dos tiene el lustre de Madiba. Sudáfrica, la superpotencia africana, es una economía emergente, pero enfrenta enormes problemas de criminalidad, pobreza, desempleo y tensiones con los inmigrantes de otros países africanos. "Mbeki está disipando la enorme inclusión de la que Mandela fue pionero, y Zuma puede hacer lo mismo", dijo a SEMANA Robert Rotberg, experto en Sudáfrica de la Universidad de Harvard. "Pero el legado de Mandela no se está desvaneciendo. Por contraste, se está fortaleciendo".

Hoy, los sitios donde Mandela estuvo recluido son museos que le rinden tributo. Pero la admiración mundial a veces puede ser contraproducente. Como quedó demostrado con la crisis de Zimbabwe, sus palabras tienen más eco que las de cualquier mandatario en ejercicio. Al nonagenario estadista no le permiten un retiro apacible. Es el costo de ser una leyenda viviente.
 
Los Opustos
La fiesta africana que debería ser el cumpleaños de Nelson Mandela se ha visto empañada por la crisis en Zimbabwe, donde el presidente, Robert Mugabe, ha pasado de ser un héroe de la liberación al paradigma de tirano. La violencia política obligó al candidato opositor Morgan Tsvangirai a retirarse de la segunda vuelta presidencial por falta de garantías. A pesar de la censura internacional, al cierre de esta edición Mugabe se preparaba para declararse ganador. El contraste entre los dos legendarios dirigentes africanos es evidente, aunque Mandela tardó en condenar a Mugabe. La razón estaría en que no quería criticar a su sucesor, Tabo Mbeki. Sudáfrica es el único país capaz de ejercer una presión efectiva sobre el gobierno vecino, pero Mbeki no ha querido poner en práctica una estrategia diplomática convincente.